Por: Anne McShane
Para la Unión Soviética, el ateísmo se convirtió en algo más que la ausencia de religión. Era una ideología pensada para llenar el vacío que la propia religión dejaba.
«Entre “Dios existe” y “Dios no existe” hay una distancia enorme, que un hombre sabio solo cruza con gran esfuerzo». En A Sacred Space Is Never Empty: A History of Soviet Atheism, la historiadora Victoria Smolkin demuestra que los dirigentes soviéticos dedicaron mucha energía a atravesar ese terreno, con mayor o menor acierto.
Smolkin cita las citadas palabras de Antón Chéjov para conducirnos por un recorrido histórico acerca de los esfuerzos del Estado soviético no solo por combatir la religión, sino por sustituirla por un ateísmo activo. Revela cómo las intervenciones del Estado soviético produjeron a menudo resultados inesperados —y no deseados—, llevando a la juventud hacia el desinterés no solo por la religión y el ateísmo, sino por el propio socialismo. Su estudio también cuestiona la idea de que la Unión Soviética era homogéneamente atea. Al desplazar el foco de atención de la represión de la religión por parte del Partido Comunista a su intento de suplantarla con un credo ateo, plantea muchas preguntas nuevas sobre el tipo de sociedad que realmente se estaba creando.
La estrategia de la Ilustración
La historia de Smolkin parte de la política inicial de los bolcheviques respecto a la religión, cuando se creía que octubre de 1917 sería la primera de una serie de revoluciones que guiarían el mundo por el camino del comunismo. El nuevo Estado soviético aprobó inmediatamente una serie de decretos contra la Iglesia Ortodoxa rusa. Reafirmó su propia autoridad sobre el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, nacionalizó las propiedades de la Iglesia y retiró al Patriarcado de Moscú cualquier función de provisión de educación y atención sanitaria. Pero aunque Vladimir Lenin veía a la Iglesia como un enemigo del socialismo, «seguía advirtiendo contra la agresiva agitación antirreligiosa entre las masas, que, advirtió, politizaría la cuestión religiosa». Prefería una estrategia de esclarecimiento que evitara enemistarse con los creyentes.
Pero Iósif Stalin adoptó un enfoque muy diferente: el compromiso de destruir la Iglesia y la práctica religiosa cotidiana. Esta guerra contra la religión formaba parte de una revolución económica y cultural plasmada en el primer plan quinquenal. Ahora, tanto las instituciones religiosas como la propia religión eran enemigas, y los creyentes y clérigos fueron denunciados como atrasados. Todos los aspectos de la vida religiosa y cultural considerados «vestigios de lo antiguo» fueron condenados como implícitamente antagónicos a la construcción socialista. El único proselitismo que se fomentó fue el de la «Sociedad de los Sin Dios», que se dirigían a las masas imaginándose a sí mismos como «guerreros que luchan en el frente religioso».
Se abrió un planetario en Moscú para educar a las masas y sustituir las creencias supersticiosas por el pensamiento científico y el ateísmo. Los miembros del Partido tenían que ser modelos para el resto de la sociedad y «despojarse del miedo individualista a la muerte y de la preocupación por la salvación personal y abrazar la inmortalidad colectiva, que solo podía alcanzarse entregándose por entero a la revolución y a la creación del nuevo mundo». Entre 1937 y 1938 se cerraron unas catorce mil iglesias y se detuvieron a más de treinta y cinco mil «servidores de cultos religiosos». En 1938, la Iglesia Ortodoxa estaba en buena medida en ruinas.
Defensores de la fe
En 1926, la dirección del partido había lanzado el Hujum, que significa «ataque», destinado a destruir el control del clero islámico y las manifestaciones de desigualdad de género a través de prácticas como la poligamia, el matrimonio concertado y las dotes. En la república uzbeka y la región tayika, Hujum se convirtió en sinónimo de ataque al velo. La campaña contra el velo produjo una revuelta masiva convocada por figuras religiosas que desembocó en la supresión y muerte de mujeres sin velo. Las iniciativas del Zhenotdel (Departamento de Mujeres) cayeron en saco roto.
Incluso en Rusia, donde la Iglesia Ortodoxa sufrió graves daños, la religión en sí no desapareció. Para Smolkin, la «campaña antirreligiosa había demostrado ser un fiasco, que socavaba la estabilidad social al tiempo que conseguía escasos avances en la misión atea». Pero la llegada de la Segunda Guerra Mundial mejoraría drásticamente la posición social de los devotos.
Necesitado de unidad nacional y enfrentado a una ola de religiosidad popular, Stalin tomó la inesperada decisión de rehabilitar la Iglesia. El patriotismo del clero y su voluntad de unirse para defender la patria fueron también un factor importante en este acercamiento. Los organismos eclesiásticos recibieron estatus oficial y fueron supervisados por consejos estatales que «iniciaron la labor de reapertura de espacios religiosos y registro de comunidades religiosas». Esto se repitió en Asia Central, con la creación de la Administración Espiritual de los Musulmanes de Asia Central y Kazajstán en 1943. El acuerdo continuó en los años de posguerra, con la aceptación de la religión y la iglesia como facetas del proyecto soviético. Se congeló el ateísmo militante.
Este equilibrio se rompió tras la muerte de Stalin en 1953. Cuando, en el «Informe secreto» de 1956, Nikita Jruschov denunció los crímenes de su predecesor y su persecución de los opositores, prometió un «retorno a la pureza ideológica, al liderazgo del partido y al progreso material hacia el futuro comunista». Proclamando que esto ponía a la URSS en el camino de superar rápidamente a Occidente, «prometió al pueblo soviético que vería el comunismo durante su vida».
Para entonces, Jruschov llevaba tres años en el poder y ya había dirigido una fallida guerra propagandística contra el clero en 1954, alegando inmoralidad y corrupción. Tras esa breve campaña, la religión disfrutó de un resurgimiento, con un aumento de las ceremonias religiosas y de los ingresos de las iglesias. Los creyentes se mostraban aún más leales que antes. No se trataba simplemente de un fenómeno rural, ya que incluso las iglesias de Moscú estaban abarrotadas en las fiestas religiosas. Smolkin sostiene que «los creyentes interpretaron la desestalinización como una señal de que la liberalización política se extendía a la postura soviética sobre la religión».
Incluso cuando la economía soviética se aceleró hacia lo que se llamó «comunismo», la religión no se marchitó. Un creyente entre la intelligentsia, Boris Alexandrovich Roslavlev, incluso argumentó que la iglesia era una herramienta para construir el comunismo, ya que podía proporcionar lo que la sociedad soviética no podía: «alimento espiritual». Jruschov no compartía la idea. Alarmado por la falta de progreso hacia el ateísmo, lanzó una nueva represión en 1956. Decretó el aumento de los impuestos sobre las iglesias, el acoso a clérigos y creyentes, el cierre de lugares de culto y otras prohibiciones.
Las medidas de Stalin para aliviar la presión sobre la Iglesia Ortodoxa se revirtieron, y «en 1964, había poco más de la mitad de iglesias en funcionamiento que en 1947». De nuevo, esto hizo poco por promover el ateísmo. Un jefe de la KGB, Yuriy Shcherbak, informó ese año que muchas de esas políticas tenían «consecuencias indeseables: el aumento del “fanatismo” religioso, así como el crecimiento de grupos religiosos no registrados y su desplazamiento a la clandestinidad, donde las autoridades ya no podían controlar sus actividades».
Aquí arriba no hay ningún Dios
La campaña antirreligiosa de Jruschov invirtió importantes recursos en educar y formar a los miembros del partido, que estaban obligados, al menos aparentemente, a ser ateos. Los oradores eran entrenados para transmitir la propaganda atea a las masas, proyecto que no siempre gozaba de popularidad entre los receptores.
Pero un medio más fácil de demostrar la inexistencia de Dios era la exploración cósmica. La misión espacial pionera de los soviéticos demostró que «el ateísmo eliminaba los obstáculos a los logros tecnológicos que aún limitaban al mundo capitalista». El cosmonauta Yuri Gagarin viajó al espacio y regresó para confirmar que no había ningún Dios en el cielo. Se construyeron planetarios para educar a la población en la ciencia y la racionalidad y para ahuyentar el espejismo de Dios. Pero no todos estaban convencidos de que «religión y comunismo [fueran] intrínsecamente irreconciliables»; incluso algunos miembros del partido «no veían la contradicción ni comprendían lo que estaba en juego en el proyecto ateo». Los iconos y las ceremonias religiosas coexistían con la creencia en el progreso científico.
Así pues, Jruschov fue incapaz de erradicar o sustituir la religión. Los dirigentes del partido llegaron al consenso de que la religión tenía «dimensiones psicológicas, estéticas y emocionales que el marxismo-leninismo y el ateísmo científico no abordaban suficientemente». Esto se demostró además por el hecho de que los no creyentes, sobre todo los jóvenes, tampoco creían en el ateísmo. De hecho, ese desinterés se percibía como un peligro potencial aún mayor, ya que mostraba una falta de interés en el socialismo. Los ateos reconocieron que «necesitaban comprender mejor la desconexión entre los dictados del marxismo-leninismo y la realidad soviética que encontraban sobre el terreno». Necesitaban «transformar el ateísmo de una herramienta didáctica que apelaba a la razón en un programa positivo emocional y espiritualmente robusto».
Smolkin describe cómo los funcionarios del sucesor de Jruschov, Leonid Brézhnev, recurrieron a las ciencias sociales para estudiar las actitudes populares hacia la religión. Informaron que aquella desempeñaba un papel intrínseco en las ceremonias familiares, incluso para los ateos: el ritual «no solo tenía que ver con la “creencia”, sino también con la práctica, la emoción, la comunidad y la experiencia». Pocos querían verse forzados al ateísmo solo para ser aceptados como buenos ciudadanos.
La supuesta solución residía en los rituales socialistas alternativos, un proyecto iniciado ya bajo Jruschov. En 1964 se crearon casi 150 comisiones rituales en toda la República Soviética Rusa, acompañadas del optimismo de que los nacimientos, bodas y funerales socialistas ayudarían a difundir el ateísmo. Pero aunque algunas ceremonias fueron populares, en particular los matrimonios socialistas, no lograron producir «convicción atea» y, en cambio, ilustraron «la flexibilidad ideológica del pueblo soviético».
A pesar de los numerosos contratiempos, las autoridades creían que el ateísmo de masas se impondría inevitablemente. Sin embargo, en la década de 1970 se reconocía cada vez más que esto no era algo seguro. La «mayor decepción para los ateos soviéticos fue el pueblo soviético, porque nunca consiguió estar a la altura del ideal ateo de convicción disciplinada en la cosmovisión científica atea y en el camino socialista». El proyecto de modelar un ciudadano soviético ideal había fracasado. La llegada al poder de Mijaíl Gorbachov en 1985 sería la sentencia de muerte no solo del ateísmo, sino del propio Estado soviético. Su perestroika (reestructuración) «no era solo un programa económico y político; era un llamado a la renovación moral y espiritual».
A principios de 1988, Gorbachov anunció que el Estado soviético patrocinaría el milenio de la Iglesia Ortodoxa como una auténtica celebración nacional. Esta decisión revirtió setenta años de secularismo y dejó a muchos dirigentes del partido en estado de shock. Fue un golpe mortal ideológico a la lógica del «comunismo soviético, que postulaba que la religión inevitablemente declinaría y desaparecería». La religión estaba resurgiendo, e incluso recibió el abrazo oficial. Tanto el Estado como el partido se derrumbaron rápidamente ante estas nuevas circunstancias, cuando el cristianismo ortodoxo sustituyó al ateísmo como rasgo definitorio de la identidad rusa.
Comentario