Por: Luciana Cadahia y René Ramírez
Si el orden mundial de mediados del siglo XX se caracterizó por asediar el principio de la igualdad democrática y sacrificarlo en nombre de la libertad, hoy parece redoblar la apuesta y sacrificar la democracia misma en nombre de la «verdadera» libertad.
El texto a continuación es un fragmento adaptado de Debates sobre democracia e igualdad (CLACSO, 2024), de Luciana Cadahia, René Ramírez y Andrés Rodrigo López.
El objetivo del presente artículo pasa por esclarecer el estado actual de la democracia en América Latina y el Caribe. En particular, nos interesa entender qué tipo de mutaciones está sufriendo el pacto democrático internacional y, para ello, resulta imprescindible hacer una breve contextualización que explique tanto los consensos que están empezando a desmoronarse como los peligros y posibilidades que abre este nuevo escenario internacional para la región latinoamericana y caribeña.
Existen dos momentos históricos que, durante la segunda mitad del siglo XX, hicieron del discurso democrático el instrumento político y simbólico privilegiado para la reorganización del orden mundial: la alianza tácita entre Estados Unidos y Europa occidental (una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial) y el retorno del Estado de derecho tras las dictaduras cívico-militares-empresariales del Cono Sur. Si algo tienen en común estos dos eventos históricos es la contradictoria —pero no menos hegemónica— alianza del modelo de libre mercado con un sistema democrático representativo que garantizase su continuidad.
Cabe recordar que, para el caso latinoamericano, previa a esta articulación entre democracia y libre mercado, este modelo económico se instaló gracias a la Operación Cóndor, impulsada por los Estados Unidos para toda la región: bien mediante la interrupción del Estado de derecho con golpes cívico-militares en países como Chile o Argentina, bien permitiendo la expansión del crimen organizado desde las cúpulas del Estado (vía narcotráfico) y sus respectivas doctrinas de seguridad democrática para combatir la guerrilla o grupos subversivos en lugares como Centroamérica o Colombia. A grandes rasgos, esta operación tenía por finalidad destruir —por las vías del terror, el crimen organizado o la persecución política— cualquier forma de organización popular o estatal que, mediante partidos políticos, sindicatos o diversas formas de organización popular, apuntaran a la construcción de un modelo económico-social alternativo a lo que luego se daría en llamar neoliberalismo. Incluso podría añadirse que esta última vía (expansión del modelo económico por medio del combate al dizque «terrorismo» —narcotráfico, guerrilla y crimen organizado—) sigue activa en nuestra región y se está convirtiendo en el paradigma de reorganización regional de la extrema derecha.
Los dos grandes laboratorios experimentales del modelo de libre mercado fueron impulsados, en el caso europeo, desde el proyecto de Estado planteado por Margaret Thatcher (Hall) en Reino Unido (1979-1990) y, en el caso latinoamericano, desde la dictadura cívico-militar liderada por Pinochet en Chile bajo la supervisión económica de los Chicago Boys y la matriz teórica de Friedrich Hayek (1973-1990).
Sin embargo, a pesar de compartir la misma matriz neoliberal, existe una sustancial diferencia entre la implementación del neoliberalismo en Europa occidental y en América Latina, dado el tipo de violencia económica ejercida en este último bloque regional. La racionalidad neoliberal aplicada en América Latina y el Caribe pasa por dinámicas necropolíticas —para decirlo en los términos de Mbembe— de control económico, territorial y poblacional caracterizados por el despojo (económico, territorial, cultural y político), el desplazamiento forzado, las masacres, los asesinatos y la persecución sistemática por la vía de grupos armados o el aparato judicial (lawfare) a líderes políticos, sociales y territoriales.
El caso más paradigmático que ha tenido lugar recientemente es la invasión, por parte del Estado ecuatoriano, de la embajada de México en Quito. La intromisión de un país en la soberanía de otro mediante la ocupación de su embajada no tiene precedentes en la historia latinoamericana. Ni siquiera en los períodos de dictadura los gobiernos de facto se atrevieron a tomar una decisión tan arriesgada que fuera contraria a la Convención de Viena y pusiera en riesgo este tipo de tratados internacionales. Cabe recordar que esta decisión, promovida por Daniel Noboa —actual Jefe de Estado de orientación conservadora, nacido en Miami y de doble nacionalidad (norteamericana y ecuatoriana)— tuvo por finalidad secuestrar a Jorge Glas, ex vicepresidente de la República del Ecuador elegido para dos períodos (2013-2018 y 2017-2021) por el partido político de la Revolución ciudadana (uno acompañando a Rafael Correa, otro junto a Lenín Moreno).
Pero junto a este caso pueden citarse otros fenómenos contemporáneos vinculados al asesinato de líderes ambientales como Berta Cáceres o líderes sociales como Marielle Franco, es decir, persecuciones que pertenecen a la misma matriz económica que propicia los golpes de Estado blandos a Fernando Lugo en Paraguay, Evo Morales en Bolivia o Dilma Rousseff en Brasil, la persecución judicial a Rafael Correa o Lula da Silva y el intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner.
El ocaso de la democracia de libre mercado
El plano político desempeñó un papel fundamental en esta historia. Junto a la racionalidad económica erigida con el objetivo de legitimar las formas actuales de persecución política a líderes populares en la región, se fue configurando también un tipo particular de modelo democrático que apuntaló el proceso. En The New Faces of Fascism, el pensador italiano Enzo Traverso ofrece algunas claves importantes para entender sus características. Traverso resalta algo que no debemos perder de vista: entender dentro de qué tipo de relato histórico se inscribe esta articulación entre democracia y libre mercado.
En primer lugar, nos recuerda que durante el período de entreguerras había una frontera muy clara entre dos modelos de sociedad: el «fascismo» y el «antifascismo». Solo que esta dicotomía había sido construida por la resistencia republicana o comunista. En esa dirección, y al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la composición del nuevo orden mundial exigió desplazar esta frontera y crear una dicotomía que incluyera al legado marxista, comunista y los procesos emancipatorios del mal llamado «tercer mundo» dentro del lado «incorrecto» de la historia.
Es así que aquella primera frontera (fascismo/antifascismo) fue eclipsada gracias a una nueva narrativa del liberalismo que propició una curiosa oposición entre el «mundo libre» (apolítico, desideologizado y eficaz) y el «fascismo» (politizado, ideologizado y arcaico). Esta nueva frontera ya no marcaría una línea divisoria entre dos proyectos políticos, sino entre una opción politizada —y, por eso mismo, sospechosa— y otra, en cambio, afín a un imaginario procedimental, pragmático y de eficacia económica liberada de los enredos dizque políticos e ideológicos. Una frontera que, además de establecer una diferencia política, establecía una diferencia temporal: la izquierda era asociada con un pasado caduco y fracasado, mientras que la nueva tecnocracia-neoliberal fue asimilada a un futuro en progreso.
Nacía así, entonces, el gran proyecto ideológico y futurista de la democracia de libre mercado. Y el triunfo de esta narrativa, propia de un ethos liberal metamorfoseado en neoliberalismo, ha consistido en crear una conexión entre los movimientos de izquierda, populistas o emancipadores del tercer mundo con el fascismo, entendidos como extremos radicalizados y vinculados con el atraso, el nacionalismo y el totalitarismo. Aunque Traverso no lo diga en estos términos, sus tesis nos ayudan a pensar cómo, de manera paulatina, se instaló la idea de que cualquier proceso emancipador podría llegar a ser fascista (incluso el mismo Traverso, a pesar de la lucidez de este trazado histórico, cae preso de los prejuicios configurados por las narrativas del mundo libre alrededor del fascismo).
Esta nueva frontera, por tanto, no solo marcaba un nuevo horizonte de sentido liderado por los Estados Unidos y legitimado por los diferentes gobiernos de las principales potencias de Europa occidental, sino que, al mismo tiempo, mantenía a raya cualquier proyecto emancipador que pudiera emerger tanto del corazón de este entramado occidental como de las periferias del mundo. Eso supuso, entonces, no solo una nueva frontera de cara al futuro de este orden mundial, sino también una reescritura de cómo debería leerse el pasado. O, más precisamente, de cómo debía leerse el período comprendido entre finales de siglo XIX y mediados del siglo XX.
No es casual que junto a este intento de neutralizar la politización del pasado tanto en Europa como en América Latina (o los diferentes países del supuesto tercer mundo) comenzara a gestarse, al interior de cierta academia metropolitana y de élite, la convicción filosófica de que habíamos arribado al fin de la historia y que iniciaba una mutación antropológica de lo humano y de todos los relatos humanistas y universalistas que habían caracterizado a la modernidad.
La inteligencia europea y norteamericana comenzó a impulsar la narrativa de que los procesos marcados por el marxismo, la emancipación o lo nacional-popular se encontraban presos de las obsoletas metafísicas universalistas, identitarias y, en sus extremos, autoritarias. Por eso hubo un giro muy importante por el cual pasó a darse prioridad a expresiones particularistas, antiestatales, autonomistas y minoritarias y alérgicas a cualquier intento de volver a pensar el Estado o las instituciones como instrumento de transformación social.
Más aún, la inteligencia del nuevo orden mundial se dividió en dos. Por un lado, una inteligencia centrista, interesada en construir teorías políticas o marcos teóricos de interpretación que pusieran como horizonte único de sentido deseable a las democracias de libre mercado (instalando así las retóricas del consenso, las democracias electoralistas, procedimentales y tecnocráticas, restringidas a garantizar determinadas libertades de carácter estrictamente individuales y orientadas al consumo). Por otro, una nueva sensibilidad proveniente de los legados de izquierda que buscaba una nueva brújula por fuera de los grandes movimientos de masas del siglo XX que, al mismo tiempo, no quedase identificada con el ethos del libre mercado ni con los resabios de un pasado con vocación universalista. Pero de lo que esta última corriente no se liberó fue del ethos del mundo libre que, sin saberlo, se ataba sensiblemente a la lógica del libre mercado.
Por otra parte, y si bien el término fascismo se dejó de emplear, toda la carga peyorativa asociada con él se conservó en la expresión «autoritarismo». De manera que era posible hablar de los autoritarismos de Oriente medio y sus ataques terroristas, los autoritarismos populistas latinoamericanos y los excesos de sus líderes políticos, y una larga lista de expresiones políticas que, sin tener nada en común entre sí, compartían el rasgo de no expresar los valores económicos, políticos y simbólicos del mundo libre o, en su versión más light, el peligro de repetir los supuestos peligros autoritarios y universalistas de los movimientos de masas del siglo XX.
Otro aspecto —que no es planteado por Traverso, pero que resulta pertinente explorar a partir de este trazo explicativo— es el papel de los estados de ánimo colectivos en la configuración de este mapa sensible del orden mundial occidental. Lo que cabe resaltar de este eje histórico-conceptual que hemos planteado es un juego de cadenas equivalenciales afectivas que se tramó durante la posguerra pero que ha empezado a desmoronarse a partir de la crisis del 2008. Estas cadenas afectivas lograron tejer estados de ánimo colectivos que forjaron una identificación del futuro con el éxito de la democracia en términos de desregulación estatal, libertad para el consumo individual, procedimentalismo tecnocrático y libre mercado y una identificación del pasado como el fracaso de los legados de izquierda, de los procesos nacional-populares, de la intervención estatal, de la libertad colectiva e individual, de la aspiración a alternativas universalistas y de la integración regional.
Estas dos cadenas emocionales han estado delimitando los hilos de la realidad contemporánea en el ámbito social, político y económico y, también, en el ámbito simbólico, estético y académico hasta el punto de permear sensibilidades de izquierda, derecha o centristas. Y, lo más importante, han funcionado como una fuerza espiritual en Occidente en su labor por controlar la experiencia de la temporalidad. El gran éxito del ethos del mundo libre ha radicado, si se quiere, en el control de la experiencia del tiempo, situando a Europa occidental y a los Estados Unidos como centros gravitacionales de la temporalidad neoliberal y relegando al resto de los bloques regionales a una experiencia parasitaria y dependiente de estos centros productores.
Regiones como América Latina, tanto por la vía del terrorismo de Estado como del crimen organizado, fueron obligadas a identificarse con el atraso y a desintegrar cualquier iniciativa que forjase una experiencia alternativa de la temporalidad. Con esto se erosionó cualquier proyecto de producción económica, política, cultural y simbólica inscrito en un ejercicio de soberanía mediante la integración local, nacional y regional. La posibilidad de experimentar el tiempo humano de otra manera entre los años 70 y 90 llegó a su fin con la larga noche del Plan Cóndor, y esto fue lo que el laboratorio bolivariano, durante las primeras dos décadas del siglo XXI, vino a recuperar con el primer ciclo progresista de la región.
El ciclo progresista encabezado por Venezuela, Brasil, Bolivia, Ecuador, Argentina y Uruguay cortocircuitó las dos tramas narrativas que organizaban esta misma experiencia de la temporalidad neoliberal, es decir, interrumpió la identificación inmediata entre democracia, mundo libre y libre mercado y, por otro lado, arrojó una lanza al pasado con objeto de volver a poner en el centro de la escena política la organización de las masas populares y su vocación por reconectar el significante democrático con proyectos emancipadores de vocación universal. Dicho de otra manera, interrumpió el control de la narrativa temporal que ataba el futuro con una compresión tecnocrática y neoliberal de la democracia y la emancipación con un fracaso totalitario del pasado, a la vez que liberó un espacio novedoso que permitió reorganizar las tramas de sentido epocales y los nudos simbólicos de las luchas estético-políticas. Tanto es así que esta inaudita experiencia democrática latinoamericana trascendió la escena local e inspiró a las fuerzas progresistas de países de la Unión Europea, Reino Unido y los mismos Estados Unidos para la creación de nuevos partidos políticos (Podemos en España, Syriza en Grecia o Francia Insumisa en Francia) o transformaciones profundas en los clásicos partidos políticos (con la presencia de Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez en el Partido Demócrata o Jeremy Corbyn en el Partido Laborista).
Si bien la distinción entre fascismo y mundo libre que propone Traverso es esclarecedora para entender qué tipo de tramado económico-político ha impulsado el orden mundial contemporáneo en Occidente, por otra parte, creemos que no logra vislumbrar la mutación que estamos experimentando en la actualidad, a saber: una reactivación del fascismo desde el corazón del ethos del «mundo libre» o de la democracia de libre mercado y una desintegración del clivaje anímico que había organizado este momento espiritual del mundo contemporáneo occidental.
El eclipse de las estéticas nacional-populares
Para resumir, entonces, la implementación del modelo económico neoliberal tiene una primera aplicación con el Plan Cóndor en la década de los 70 y 80, seguido de una segunda fase en la década de los 90, a través de la consolidación de una democracia supuestamente modernizadora, abocada a reducir el rol regulador del Estado a su mínima expresión (desindustrialización, privatización de empresas públicas, desmantelamiento de la comunicación, la educación, la salud y las pensiones públicas, destrucción de derechos laborales, apropiación de grandes extensiones de los territorios por parte de multinacionales y las grandes fortunas globales, regulaciones que favorecieron al gran capital, etc.) y a propiciar una desintegración económica, política y simbólica de la unidad latinoamericana como bloque regional.
Esta desintegración regional, cabe señalar, tenía un gran objetivo: sepultar cualquier propuesta de emancipación latinoamericana articulada desde los imaginarios republicanos de las independencias del siglo XIX y reforzados durante las diferentes experiencias revolucionarias y emancipadoras de la región y de los países del tercer mundo. Para este propósito destructivo no solo contribuyeron grupos militares, empresariales, juristas y partidos políticos, sino que la academia y la cultura tuvieron un rol clave en esta operación de desmontaje de la unidad latinoamericana. Por citar solo un ejemplo, cabe mencionar el dudoso prestigio de las universidades privadas (modelo copiado de las universidades norteamericanas) las cuales, por un lado, pasaron a funcionar como un agente corporativo clave de la economía local y de la reestructuración estatal (especulación del suelo inmobiliario, conexión con los conglomerados mediáticos y jurídicos a nivel local, nacional y regional; juego empresarial diversificado y, en algunos casos, vínculos con el narcotráfico y el desplazamiento forzado, etc.); y, por otro, lideraron en países como Colombia o Brasil su inserción dentro del patrón de producción de conocimiento a escala global.
Esta matriz de producción de conocimiento formó la nueva sensibilidad en áreas estratégicas como la economía, la comunicación, las ciencias sociales y las humanidades, entre otras disciplinas, todo lo cual creó los puentes para que la juventud de élite en América Latina tuviera una primera inserción en la universidad latinoamericana regional y luego diera el salto a estudios de posgrados en las universidades metropolitanas. Todo ello creando una nueva matriz de conocimiento delimitada en una definición economicista de la calidad, la eficacia procedimental y la inserción laboral de sus egresados en áreas estratégica del modelo de democracia de libre mercado, muy distanciada de los históricos vínculos que había tenido la universidad pública latinoamericana con los sectores populares en la construcción de procesos transformadores de la sociedad a nivel científico, tecnológico y humanista (desde la Reforma de 1918 en Córdoba, Argentina, y pasando por diferentes hitos políticos a lo largo del siglo XX).
De manera que el desfinanciamiento sistemático a las universidades públicas implementado a partir del Plan Cóndor para la región, sumado al posicionamiento a escala local y global de las universidades privadas con lógica corporativa, terminó por eclipsar cualquier posibilidad de seguir configurando un patrón de producción de conocimiento humanista y técnico-científico acorde a las necesidades regionales para su integración política y económica. Todo ello sin entrar a especificar la dimensión neoliberal (o contraria a la integración regional) con la que se delimitó los marcos teóricos para interpretar los problemas y soluciones de la realidad social, territorial, política y económica de la región.
En lo que se refiere a la cultura, ámbitos claves como la literatura o las artes cumplieron un rol fundamental en la desactivación de los imaginarios latinoamericanos y la configuración de una idea de modernización estética orientada a la fragmentación regional, el consumo y la deshistorización y despolitización del arte latinoamericano, al punto de poner en duda expresiones como la de la propia «literatura latinoamericana». Casos emblemáticos como el de Vargas Llosa y las diferentes fundaciones vinculadas a la crónica y la literatura (como la Fundación Gabo) dan cuenta de esta operación de desintegración regional. En alguna medida, ciertos sectores de la cultura y la academia tuvieron un rol clave en identificar la vocación de unidad latinoamericana con una expresión del pasado —obsoleta y pasada de moda— y con un arte caduco que debía dejarse atrás.
Neoliberalismo posdemocrático: el asedio a la igualdad
En los últimos años, una serie de acontecimientos clave —como la crisis mundial de 2008, la pandemia, la guerra en Ucrania y el genocidio en Palestina— han ido erosionando el relato de la democracia de libre mercado sostenida mediante la dicotomía «autoritarismo» y «mundo libre». Más aún, esta dicotomía se ha vuelto obsoleta porque omite hasta qué punto el actual retorno del fascismo propiciado por las extremas derechas es deudor de los mismos valores que hasta ahora promovía el mundo libre. O, para decirlo en otros términos, lo que esta dicotomía no ayuda a pensar es hasta qué punto este mundo libre ha funcionado como una supervivencia del fascismo.
Para explicar mejor todo esto nos gustaría apelar a dos rasgos característicos de la democracia: la igualdad, la libertad y la eclipsada fraternidad (Mouffe, 2008; Domènech, 2009). La apelación a la libertad y a la igualdad organiza el entramado conceptual de las experiencias democráticas que se han pensado a lo largo de la historia de la humanidad. La novedad de la experiencia democracia de libre mercado es que estableció una lógica sacrificial entre los principios de la libertad y de la igualdad. Es decir, en vez de considerar que se trataba de dos principios en tensión cuyo difícil equilibrio debería expresar la vida democrática de los pueblos, se determinó una dicotomía irreconciliable entre ambos que obligó a sacrificar la igualdad en nombre de la libertad. O, dicho de otra manera, el principio de la igualdad pasó a ser considerado una especie de amenaza para el ejercicio de la libertad individual. Esto supuso, al mismo tiempo, una resignificación de ambas expresiones, puesto que la dimensión colectiva de la libertad perdió todo su sentido hasta quedar reducida a su expresión individual.
Frente a la clásica distinción entre libertad política (dimensión positiva) y libertad individual (dimensión negativa), la primera perdió toda su relevancia y, con ello, su dimensión regulativa. No olvidemos que la libertad política, asociada con la libertad antigua —según el clásico ensayo de Benjamin Constant—, apuntaba a la dimensión regulativa de la libertad o, si se quiere, a los diferentes tipos de interferencias o intervenciones institucionales y políticas que resultan necesarias para crear las condiciones materiales que garanticen el ejercicio de la libertad. La libertad individual o moderna —si seguimos el mismo ensayo— apunta a todo lo contrario, esto es, a la no interferencia de lo institucional como garantía del ejercicio de la libertad de cada uno.
Como lo ha mostrado de manera muy rigurosa la filósofa argentina Julia Bertomeu, ambas concepciones de la libertad (interferencia vs. no interferencia) se complementan, puesto que es necesario una profunda intervención institucional para poder garantizar el espacio de no interferencia de cada individuo. Lo cual garantiza el principio de la igualdad, que, según la misma autora, no sería otra cosa que «la reciprocidad en la libertad»[1]. Sin embargo, y a pesar de esta definición de Bertomeu, la academia mainstream y las «modélicas democracias de libre mercado» prefirieron otro camino que terminó por identificar a la igualdad con la supuesta tendencia a la homogeneidad y el autoritarismo; la libertad política, por su parte, con un exceso vinculado a su vocación por la regulación y las interferencias; y la esencia de la libertad, finalmente, solo podría ser garantizada en su dimensión individual y no interventora.
Así que todo lo que oliera a igualdad, regulación institucional o interferencia era identificado como una amenaza a la verdadera libertad. Esta puesta en práctica de la libertad sentó las bases para su interpretación economicista, una especie de principio económico que venía a desplazar al principio de la igualdad inscrito en la matriz misma de la concepción democrática. Esto explica por qué, entonces, la extrema derecha apela al principio de la libertad individual para poder rechazar la supuesta «imposición» sobre la educación sexual de sus hijos, o cuando se siente amenazada ante la «ideología de género» o la intervención estatal en temas de economía, salud o educación o, peor aún, cuando habla de la tiranía del progresismo como obstáculo para la verdadera libertad de que cada uno piense, diga o haga lo que se le dé la gana. Y todo esto no lo evoca con las imágenes con las que asociamos el poder fascista, sino que lo hace desde la retórica de la libertad entendida como no interferencia.
El asedio a la libertad
No obstante, y una vez sacrificada la igualdad de la ecuación democrática, estamos asistiendo a una nueva mutación o asedio de los clásicos registros democráticos. En esta ocasión el nombre de la libertad se está empezando a usar para sacrificar la democracia misma. Si prestamos atención a discursos como los de Nayib Bukele en El Salvador o Javier Milei en la Argentina, ambos coinciden en crear una oposición entre la libertad y la democracia.
Ninguno de ellos ha tenido reparos en expresar su rechazo a la democracia como forma de gobierno actual y su aspiración a consolidar, en nombre de la libertad, experiencias de gobierno alternativas en sus respectivos países. Ambos consideran que el modelo democrático tiene un fondo colectivista que no permite el ejercicio de la auténtica libertad en nuestras sociedades. En nombre de la libertad, ensayan un laboratorio posdemocrático (fascista) en la región. Y esto implica una nueva mutación de la noción de libertad que, estando latente en el relato del mundo libre, nos arroja a una experiencia inaudita: la desintegración de la concepción clásica de la libertad individual por la novedosa noción de libertad de emprendimiento; es decir, el sacrificio del individuo en nombre de la lógica empresarial.
Ya no se trata, entonces, de la no interferencia para el libre desarrollo del individuo consumidor, sino de una libertad para emprender. Esta libertad para el emprendimiento crea una oposición insalvable entre los derechos y el mercado, de manera que las instituciones democráticas y su esquema de regulaciones y elaboración de derechos individuales pasa a ser considerada como una amenaza para el libre emprendimiento de la lógica empresarial. Milei ha llegado a decir que el sistema de regulación de blanqueo de capitales tipifica como delito ciertas prácticas que, desde su ángulo de visión, deberían ser completamente habituales en la Argentina. En esa dirección, su propuesta consiste en permitir el libre flujo de dinero de manera tal que las regulaciones estatales no tengan ningún tipo de control sobre el origen de los fondos, sino que ponga todo el énfasis en facilitar las inversiones. Para Milei, el dinero resultante de la trata de personas, del circuito del narcotráfico o del crimen organizado no debería ser un asunto que le incumba al Estado, sino que este, sencillamente, debería funcionar como garante de la libre circulación del mismo.
Con esta nueva mutación, entonces, la libertad ya no se centra en el individuo y su derecho al consumo y la propiedad, sino que la libertad pasa a ser un esquema de acción ilimitada del flujo del capital. La libertad para emprender, entonces, guarda dentro de sí el secreto de la absoluta desregulación de la economía y la posibilidad de que cualquier curso de acción pueda ser contemplado. Todo colectivo, regulación o institución que obstaculice ese curso de acción, por tanto, será considerado un enemigo de la libertad.
En esta dirección, entonces, el sentido del significante «libertad» es empleado para la naturalización de la desigualdad social y la arbitrariedad de la conducta. Es decir, se confunde libertad para emprender con la configuración de un nuevo sentido común de época que identifica la libertad con la arbitrariedad. Ser libre se convierte en la posibilidad del ejercicio de un «poder personal ilimitado» donde los otros o las instituciones se vuelven un mero obstáculo. Y, así, la libertad coincide con el poder y el poder con el mercado.
Dicho de otra manera, estamos asistiendo a una forma de fascismo sofisticado que en vez de mostrarse en las antípodas de la libertad —como sucedió con las experiencias de las dictaduras o de los fascismos europeos—, se apropia del significante libertad hasta hacerlo coincidir con una forma de dominación arbitraria. ¿Pero no ha sido la inconfesada ideología «del mundo libre», supuestamente antifascista, la responsable de convertir la libertad de no interferencia en una forma de exclusión y privilegio? Si el orden mundial de mediados del siglo XX se caracterizó por asediar el principio de la igualdad democrática y sacrificarlo en nombre de la libertad, el nuevo orden mundial de este siglo que recién comienza parece redoblar la apuesta y sacrificar la democracia misma en nombre de la verdadera libertad. Por eso, quizá, la nueva frontera entre el fascismo y una vida no fascista se juegue hoy, entre otras cosas, en la disputa por el significado de la palabra libertad.
La ruptura del pacto de verdad
Si hay algo que está erosionando anímicamente la nueva derecha es esta vinculación entre audacia, afectos y uso público de la razón como constructores de pactos de verdad. Si nos fijamos en las actitudes de varios líderes de extrema derecha, lo que encontramos es algo paradójico. Por un lado, sus discursos están envueltos de una retórica parresiasta, esto es, discursos como los de Trump, Milei o Bukele generan el efecto de estar expresando «verdades como puño». Hay una dimensión performativa que genera la sensación de que por fin se está diciendo una verdad: «los migrantes quitan los puestos de trabajo a los americanos»; «la dolarización sería la solución de la argentina»; etc.
Sin embargo, este curioso pacto de verdad proferido por la extrema derecha está desintegrando la triangulación entre afectos, audacia y uso público de la razón. Esta forma de construir la verdad atenta contra la posibilidad de cualquier instancia deliberativa, ya que cualquier intento de razonar es atacado emocionalmente como una amenaza a esa verdad proferida por la extrema derecha. Por otro lado, esta práctica no viene acompañada de una relación entre pensar, decir y hacer. Muy por el contrario, el juego está en enredar la trama del pensar, decir y hacer, al punto de, por momentos, generar todo lo contrario: un efecto de verdad discursivo que justamente busca ocultar el hecho de que no se dice lo que se piensa hacer.
Se rompe, así, el vínculo entre el decir y el hacer y a esto le hemos empezado a llamar «ruptura del pacto de verdad». No es que la verdad esté rota (mejor dicho, la verdad siempre está rota) sino que lo que se está empezando a romper con estas formas de construir los discursos de extrema derecha y, por ende, los estados de ánimo, es el pacto de verdad que hemos construido hasta ahora. Desde el punto de vista del pacto representacional y público de la verdad, podemos decir que las extremas derechas hacen un uso mentiroso de las redes sociales mediante las fake news y la emisión de múltiples mensajes contradictorios a la vez.
Sin embargo, ese mismo tratamiento de los estados de ánimo a través de estas técnicas narrativas va generando efectos de verdad, va creando unas disposiciones afectivas que delimitan la experiencia cotidiana y el sentido de realidad. Estas nuevas técnicas, a pesar de sus disfraces, están creando experiencias del tiempo humano. Si algo han aprendido las extremas derechas de los viejos fascismos, es que la clave está en disputarle al ethos del mundo libre el control de la temporalidad. Lo que está en juego en nuestra actualidad, ante los cambios epocales que hemos empezado a vivir, es una lucha por el sentido de la temporalidad de lo humano.
Este problema es tan viejo como el sentido mismo de lo humano, y las nuevas derechas activan muy hábilmente las viejas técnicas fascistas del pastiche y la yuxtaposición; pero su novedad radica en algo que no habíamos conocido hasta ahora, puesto que todo esto está al servicio de la desintegración del sentido clásico de la temporalidad: la duración de las cosas. Si se quiere, se está desintegrando el sentido de la duración como huida hacia adelante del flujo del capital. Por eso, frente a la crisis de la temporalidad del mundo libre, por un lado, y frente al nuevo poder temporal de las extremas derechas globales, por el otro, las experiencias democráticas bolivarianas de la región latinoamericana tienen la responsabilidad histórica de construir una experiencia del tiempo humano que preserve el vínculo entre temporalidad y duración, en donde el pastiche y la yuxtaposición sean combatidas por la temporalidad en su dimensión abigarrada y plurinacional-popular.
La nueva imaginación americana
En el caso latinoamericano, la concepción de la temporalidad ha supuesto un colonialismo epistémico y político anclado en la idea de que América Latina y el Caribe estarían a la cola del progreso y, por ende, en una posición desfavorable respecto al avance de la civilización de los países del norte. Al mismo tiempo, esta lectura simplifica las heterogeneidades (Laclau, 2005) o abigarramientos (Zavaleta Mercado, 2013) de las sociedades latinoamericanas.
En América Latina conviven diferentes temporalidades y estratos sociales que dificultan mucho la tarea de pensar la sociedad de manera unilateral y orientada hacia la dirección que marcan las sociedades del Norte Global. Por otra parte, si algo ha caracterizado al ciclo progresista es el esfuerzo por mostrar que América Latina ya no puede ser vista como un conjunto de sociedades atrasadas que deberían imitar el ejemplo de las democracias del norte (Torcuato Di Tella, 1965; Germani, 2003), creando una falaz dicotomía entre sociedades más democráticas y sociedades menos democráticas por sus ubicaciones geográficas o sus raíces religiosas. Por el contrario, el ciclo progresista (1999-2016) ayudó a remover este marco interpretativo heredado de prejuicios eurocéntricos —provenientes de una particular concepción de la ilustración y la modernidad— para comenzar a pensar desde las mismas lógicas políticas latinoamericanas y caribeñas.
Ahora bien, asumir que el ciclo progresista es capaz de cuestionar la narrativa de la democracia de libre mercado supone, a primera vista, una gran paradoja. La pregunta elemental que surge es la siguiente: ¿cómo puede ser que la expresión progresista bolivariana haya sentado las bases políticas para cuestionar el mito del progreso ilustrado? Podría caracterizarse al ciclo progresista latinoamericano como una vocación de caminar juntos y negociar una dirección propia y singular en medio de las heterogeneidades constitutivas del continente. Dicha singularidad no debería ser pensada ni como una excepcionalidad ni como una otredad respecto a accidente sino, más bien, como el resultado de una articulación (no definitiva ni exenta de tensiones) entre las diferentes herencias afroamericanas, indígenas, mestizas, latinas, campesinas y, en muchos casos, feministas y LGBTIQ+ que marcan una dirección o sentido de temporalidad disruptivo en medio de la crisis civilizatoria que, en gran medida, perfiló el mito del progreso humano organizado por «el hombre blanco heteropatriarcal» y su mitología de la democracia de libre mercado.
Frente a un universalismo abstracto propio del mito del progreso, y cuyo reverso se ha presentado como una forma de dominación, despojo y esclavitud, es posible pensar un universalismo situado desde las experiencias progresistas en la región. Dado el carácter heterogéneo y abigarrado de las sociedades latinoamericanas, podría pensarse que la experiencia del progresismo se acerca más a la imagen de abrir escenarios de futuro que a la idea de un avance por superación de etapas. Y esto supone reconectar con acumulados históricos del pasado que se vieron truncados (movimiento indígena, campesino, afro-latinoamericano, etc.) y, al mismo tiempo, asumir las nuevas demandas sociales (ecologismo, feminismo, diversidades sexuales, transición energética, etc.) que hoy se configuran. Todo ello, a fin de cuentas, pasa por una reinvención de todas las expresiones que han sido sacrificadas por el ethos del mundo libre y del posfascismo contemporáneo, es decir, por la reactivación de la fraternidad, la igualdad y la libertad que no ha dejado de materializar la imaginación americana.
Esto es lo que ha inaugurado los dos ciclos progresistas en la región con su apelación a recuperar los movimientos de masas populares y con su vocación para construir instituciones al servicio de la vida. Y, por esa razón, de las apuestas plurinacional-populares que inaugura el segundo ciclo progresista, cabría señalar que su dimensión más novedosa se encuentra en el gobierno del Pacto Histórico liderado por Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia. El campo popular colombiano, a través de esta coalición política, está llamado a redoblar esta apuesta americana y a proponer, mediante un nuevo pacto ambiental, político, económico y étnico-cultural, un llamado a todas las regiones del mundo a imaginar la emancipación y las formas de vivir el tiempo humano.
Notas
[1] Para una mejor comprensión del debate sobre la libertad en términos de intervención no arbitraria y no intervención se recomiendan los textos de M. J. Bertomeu «Republicanismo y propiedad» (Sin Permiso) y A. Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una lectura republicana de la tradición socialista (Barcelona, Crítica, 2004).
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