Durante la primera semana de revelaciones sobre el programa «Prisma» de la Agencia de Seguridad Nacional, George Orwell se puso al rojo vivo. O, más exactamente, la lectura (o al menos la posesión) de 1984 de Orwell se puso al rojo vivo. Las ventas del clásico se dispararon un 7000% en Amazon a los pocos días de las primeras noticias sobre la nueva y ominosa forma de nuestra cultura de la vigilancia.

La repentina popularidad de Orwell tiene un costo para el legado del autor. La lectura de 1984 y de Rebelión en la granja sólo proporciona una introducción simplista a un pensador complejo. Además, sus escritos y su actuación en medio de luchas intestinas en la izquierda hicieron que su legado sea difícil de comprender sin un análisis minucioso tanto de su vida como de sus obras.

Orwell se convirtió en un espejo en el que todo tipo de posiciones políticas pueden mirarse y, sin falta, verse a sí mismas devolviendo la mirada. Pero ya es hora de reivindicar a Orwell como compañero de lucha por un mundo mejor.

Lamentablemente, no son pocos los sectarios de Ron Paul, los anarquistas y los hacktivistas libertarios que consideran a 1984 como una especie de volumen complementario de La rebelión de Atlas. Incluso Glenn Beck cita con frecuencia fragmentos escogidos de Orwell. El difunto Christopher Hitchens enturbió aún más las aguas, utilizando a Orwell como arquetipo de su propio giro a la izquierda en los últimos años de su vida y su posterior apoyo a la Guerra contra el Terror de George W. Bush.

Rebelión en la granja merece especial atención, ya que se convirtió en un documento importante para los apologistas del capital y lo suficientemente conocido como para que pudieran citarlo sin leerlo. Orwell tuvo dificultades para publicar el libro, menos por su tenor antiestalinista y más porque las editoriales creían que su mensaje glorificaba las intenciones y objetivos originales de octubre de 1917. Al poeta profundamente reaccionario T. S. Eliot, por ejemplo, no le gustó nada el libro porque creía que Rebelión en la granja sugería que la respuesta al comunismo era «más comunismo».

Oscureciendo aún más las cuestiones, el conocimiento que el público en general tiene del libro procede en gran medida de una película de animación de 1954, que, como muestra Daniel J. Leab en su excelente Orwell Subverted, recibió financiación de la CIA. Realizada varios años después de la muerte de Orwell, la película representa una seria revisión de la novela, sugiriendo no que la Revolución Rusa había salido mal, sino que nunca debería haber ocurrido. Se suprimen o suavizan las representaciones positivas de León Trotsky («Bola de Nieve» en el libro). El «Viejo Mayor», el anciano filósofo que es una mezcla de Marx y Lenin en la novela, aparece gordo, estúpido y ridículo en la película.

Los últimos años de su vida, el propio Orwell contribuyó a la confusión sobre su política. Siempre firme en sus posiciones de izquierda, se asoció con socialistas anticomunistas profundamente desencantados con el rumbo tomado por la política exterior soviética. Colaborador de la Partisan Review, Orwell se volvió un firme defensor de la Oposición de Izquierda antiestalinista.

En los últimos meses de su vida también tomó la fatídica decisión de redactar una lista de treinta y cinco nombres de simpatizantes estalinistas y apologistas liberales burgueses para los «juicios espectáculo» de Stalin. Cabe señalar que Orwell esperaba que el gobierno británico utilizara esta lista principalmente con fines propagandísticos; ya que no se trataba del tipo de «lista» tan familiar en la caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes en los Estados Unidos. Aun así, fue una decisión indefendible para un moribundo que tenía un voluminoso archivo en el MI5 en el que se detallaban sus actividades «comunistas» y sus asociados.

La prolífica escritura del propio Orwell nos permite comprender mejor estos hechos aislados de su biografía. Desde su pluma (y desde el cañón de su arma en la Guerra Civil española), el fascismo rara vez ha tenido un enemigo mayor y el socialismo pocos defensores más importantes.

Tomemos, por ejemplo, su El camino a Wigan Pier, una de las declaraciones más firmes en favor de la posición socialista jamás escrita. La primera mitad del El camino… presenta un retrato profundamente conmovedor de las condiciones de empleo y la cruda experiencia de la vida entre los mineros del carbón del norte de Inglaterra. Recrea el mundo de «esos pobres vagabundos bajo tierra, ennegrecidos hasta los ojos, con las gargantas llenas de polvo de carbón, haciendo avanzar sus palas con brazos y vientres de acero».

La segunda mitad del libro constituye una defensa a ultranza de la posición de la izquierda dura. Tras ofrecer uno de los análisis más completos y elegantes de las actitudes de clase jamás escritos en inglés, Orwell afirma esencialmente que ninguna persona en su sano juicio puede dejar de ver el socialismo como la única respuesta real a estos problemas y sólo aquellos con el «motivo corrupto» de «aferrarse al sistema social actual» podrían oponerse a él.

Sin embargo, siendo Orwell quien es, gran parte de la segunda parte no escatima en su crítica al marxismo tal como se expresa en la política. Es implacable en su crítica a los ‘snobs bolcheviques’ que probablemente se casarán con personas ricas y acabarán siendo conservadores a los treinta y cinco años. No tiene paciencia con los intelectuales comunistas que hablan a la clase trabajadora solo en el lenguaje abstruso de la teoría. Nos vendría bien, dice, ‘un poco menos de charla sobre capitalistas y proletarios y un poco más sobre los ladrones y los que sufren el robo’.

En general, Orwell consideraba que el socialismo de su época fracasaba en su tarea más básica: ayudar a fomentar la conciencia de clase. ¿Qué cambia, se pregunta en El camino…, cuando un burgués se afilia al Partido Comunista Británico? No mucho, concluye, ya que con demasiada frecuencia se puede detectar el tufillo del diletantismo.

Lo que se necesitaba, en su opinión, era un compromiso inquebrantable con la lucha de clases en lugar del tipo de progresismo de moda que muy frecuentemente paraliza la construcción de un movimiento popular de masas. Este odio a las camarillas izquierdistas y a la jerga de club a veces llevaba a Orwell a una retórica que hoy en día es fácilmente imitada por los charlatanes conservadores. Los vegetarianos lo ponían de mal humor. El ethos masculino que compartía con sus compañeros socialistas Jack London y Ernest Hemingway lo cegó ante las conexiones entre la disponibilidad de métodos anticonceptivos y la justicia económica. Su tono estentóreo en estas cuestiones surgió de su insistencia en la centralidad de la lucha de clases. Al fin y al cabo, la lucha de clases significaba exactamente eso: una guerra entre los ladrones y quienes sufren el robo, no una subcultura de opciones políticas extravagantes. Los socialistas, sugiere, son muy a menudo la peor publicidad del socialismo.

Orwell también se muestra clarividente en su debate sobre la redefinición de las categorías marxistas para ese nuevo mundo que vio nacer. Lo preocupaba que buena parte de la propaganda socialista hubiera representado al «trabajador mítico» como el fornido albañil y minero vestido de mameluco. Sabía que «el obrero» salido directamente del realismo soviético sería sustituido progresivamente más por un nuevo tipo de proletariado que trabajaría en una nueva fase del capitalismo.

¿Qué pasa, se pregunta, «con el desdichado ejército de oficinistas y tenderos»? Su idea presagia nuestra conciencia actual de las posibilidades de construir un movimiento que incluya a los trabajadores de oficina y los empleados de call center, a los «asociados» de Walmart y a los trabajadores de la comida rápida. Orwell sabía que si utiliza el lenguaje del explotador y el explotado, la izquierda estará en mejores condiciones para defender sus argumentos. Aquellos que se enfrentan a la naturaleza viciosa del capitalismo a través de las largas horas de trabajo diario conocen la explotación de primera mano. No son diletantes y, como nos recuerda Orwell, la revolución les pertenece.

La lucha por crear una izquierda relevante dependerá de la capacidad para hablar un lenguaje de lucha de clases sin caer en el oscurantismo teórico común a los marxistas de la sociedad occidental actual. La trinchera de Orwell en El camino… habría sido aún más firme si hubiera visto el destino del marxismo en las últimas décadas. En Estados Unidos, «marxista» aparece más a menudo como un elemento de las subculturas académicas de moda que como la ideología de un movimiento de masas.

El primer paso para reivindicar a Orwell es leer Orwell. El camino a Wigan Pier Homenaje a Cataluña son lugares obvios para empezar. Este último, que trata de sus experiencias al ganar la Guerra Civil española luchando junto a los trotskistas, pone en contexto su posición vehementemente antiestalinista.

También vale la pena recordar que, antes que cualquier otra cosa, Orwell fue un ensayista empedernido, uno de los críticos de libros, películas, obras de teatro e ideas más prolíficos que produjo el siglo XX. Ensayos como «¿Pueden ser felices los socialistas?» e incluso piezas aparentemente inconexas sobre Charles Dickens, Tolstoi y el consumo de té están llenos de análisis de clase y críticas al capitalismo industrial que él conocía bien.

El nombre de Orwell y 1984 siguen teniendo una resonancia tan poderosa que no es de extrañar que tantos busquen su imprimátur. Y, como ocurre con todos los pensadores complejos, es posible encontrar lo que parecen citas de apoyo, tanto de sus escritos como de su experiencia vital, para un sinfín de ideologías.

Los usos mercenarios de fragmentos de la obra de Orwell pretenden apropiarse de él para fines reaccionarios y no para los objetivos por los que luchó toda su vida. Glenn Beck, aunque desvergonzado, debería avergonzarse. Y Christopher Hitchens le hizo un flaco favor al tratar de reivindicarlo como su santo patrón. George Orwell pertenece al pueblo.