Por: Emilio Santiago Muiño
Un clima de época difusamente libertario
La relación del ecologismo transformador con la idea de Estado descansa en una paradoja interesante. Una parte sustancial del movimiento ecologista está atravesado por una matriz ideológica de inspiración libertaria, que explica cierta tonalidad anarquista en su orientación y en sus prácticas: asamblearismo, movimientismo, protagonismo de los actores de la sociedad civil en el cambio buscado (ONG, plataformas ciudadanas o de consumidores, etcétera). Aunque muchas organizaciones ecologistas tratan de influir en las políticas públicas de sus países, es mucho más frecuente que este influjo sea externo y no como actores políticos del sistema de partidos. Incluso en aquellos países donde los partidos verdes están electoralmente muy consolidados y el ecologismo ha ejercicio responsabilidades de gobierno, como Alemania, la historia de esta normalización no deja de estar acompañada de un desgarro traumático: para una parte del movimiento, la integración institucional de Die Grünen ha conllevado su ruina como fuerza emancipadora.
Pero, al mismo tiempo, el pensamiento ecologista y su negación radical de la hipótesis de la abundancia conduce a una refutación de las expectativas de superación del Estado inscritas en las agendas utópicas modernas. ¿Por qué un movimiento cuyo conocimiento del mundo refuerza, por varios motivos, la necesidad de la institución estatal es a la vez tan reacio a pensar el Estado como un lugar básico para el cambio social que propone? Esta paradoja es una de las tareas intelectuales pendientes del ecologismo. Resolverla, o al menos enfrentarla, puede ayudar a que el ecologismo transformador supere su situación de bloqueo estratégico.
La matriz libertaria del ecologismo transformador es regada, al menos, por tres afluentes históricos. En primer lugar, como hijo del Mayo del 68 global, comparte un rechazo generalizado hacia la burocracia y hacia el carácter deshumanizador de las instituciones de gran escala, de las que el Estado-nación sería el máximo exponente. Si había un axioma que unía a anarquistas, marxistas autónomos, situacionistas, maoístas y otros impulsores de aquella ola de rebeldía es que la democracia, para ser buena y verdadera, debía descongestionarse, simplificarse, y suprimir los aparatosos entramados institucionales de mediación que alienaban a los individuos atrofiando su potencia política colectiva.
En segundo lugar, este anhelo moral descentralizador y comunitarista es reforzado en el campo del ecologismo por la certeza material de que una sociedad sostenible exige una adecuación de la economía a sus ecosistemas más próximos. Un aterrizaje en los límites planetarios estaría marcado por una fuerte relocalización productiva y una disminución del tamaño y la intensidad del mercado mundial, dependiente de formas de transporte insostenibles en el largo plazo. El proyecto de sociedad biorregional es la consumación de este diagnóstico, donde la necesidad y la virtud se dan la mano: si el ecologismo nos enseñó que lo pequeño es hermoso, su correlato necesario es que lo local se torna inevitable. Que el ecologismo haya tenido en las luchas por la defensa del territorio una de sus primeras manifestaciones como sujeto político ha contribuido a sedimentar una mirada complaciente alrededor de una vida social de kilómetro cero.
En tercer lugar, ningún fenómeno social en los últimos cincuenta años puede terminar de comprenderse sin analizar los vasos comunicantes que muestre con la implantación del proyecto neoliberal, cuyo complemento histórico fue el fracaso civilizatorio de la empresa socialista. El ecologismo no es una excepción. A partir de 1990, el peso central del Estado en la transformación política anticapitalista, que había sido un axioma central de la larga onda expansiva de la Revolución Rusa, fue puesto en cuestión. Curiosamente, este resurgir libertario no se ha dado tanto en forma de movimientos explícitamente anarquistas, que siguieron siendo residuales, sino a través de la contaminación del espíritu de la época de un cierto anarquismo de baja intensidad, que ha dejado su impronta en todas las expresiones políticas del último cuarto de siglo: desde el autonomismo zapatista al movimiento antiglobalización, pasando por la ocupación de plazas en el 2011, el municipalismo, el ecologismo colapsista o el resurgir de la economía social. Diferentes formas de pensar globalmente y actuar localmente, como si en medio, entre el Foro de Portoalegre y la asamblea de barrio, no hubiera nada. Subyace un consenso de época borroso que entiende la representación como un principio político devaluado que debe ser sustituido, en la medida de lo posible, por fórmulas directas de expresión de opciones políticas y toma de decisiones consecuentes. Cambiar el mundo sin tomar el poder, título de un libro de John Holloway que capturó bien aquel momento, se convirtió en el eslogan capaz de sintetizar el nuevo impulso generacional de la izquierda transformadora en el quicio de los siglos xx y xxi.
Las razones históricas que explican esta ideologización anarquista de baja intensidad son varias: seguramente, tuvo mucho de respuesta ante un profundo sentimiento de orfandad tras el fracaso histórico del proyecto leninista y del socialismo real, ante el que la socialdemocracia clásica no ofrecía ningún consuelo. Si el terror del gulag no había conducido al comunismo, sino a la implosión de la URSS en un capitalismo mafioso, y la socialdemocracia desdibujaba su proyecto en esa Tercera Vía que lanzaba al movimiento obrero a aceptar la OTAN y la economía neoliberal, entonces quizá era necesario replantearlo todo y volver al cisma de la Primera Internacional para recuperar la parte de verdad que Bakunin defendió en aquel primer gran divorcio de la familia socialista. Pero no podemos dejar de sospechar que durante todo este tiempo ha funcionado un trasvase ideológico desde la hegemonía neoliberal hacia el antagonismo libertario en la medida en que ambos universos tienen afinidades cosmovisivas notables, como una noción de individuo soberano o una crítica a los mecanismos políticos que coartan una coordinación social supuestamente espontánea (bien del mercado, bien de la afinidad solidaria). Probablemente, aunque es parcialmente inexacto e injusto, esta modulación anarquista del antagonismo ha tenido un efecto involuntario perverso y ha ayudado a apuntalar y naturalizar algunos de los presupuestos del sentido común neoliberal más inconscientes; por supuesto, con modesta o nula influencia en los imaginarios colectivos generales, pero con un impacto no desdeñable en las minorías políticamente organizadas.
En el caso del ecologismo en España, esta triple influencia libertaria se vio además fortalecida por un suelo histórico muy propicio: en ningún otro lugar del mundo existe una memoria ácrata tan fascinante como la de la experiencia del anarcosindicalismo español, que durante el primer tercio del siglo xx se hizo cargo con una valentía y honradez admirables de los anhelos de justicia social de millones de trabajadores y campesinos pobres, hasta llegar a jugar la partida (no lo olvidemos, dolorosa y traumáticamente perdida) de la revolución social de 1936.
Casi ya en la mitad de la tercera década del siglo xxi, toca hacer un balance crítico de lo que este impulso político-generacional ha dado de sí, con la certeza de que esta evaluación solo puede darse en unas condiciones completamente nuevas, aquejados por una urgencia inédita. La vieja canción de las guerras campesinas carece de sentido para nosotros: «Nos han derrotado, pero nuestros nietos lo harán mejor». Si nosotros somos derrotados, quizá no haya nietos.
¿Es posible, por tanto, descarbonizar el mundo sin tomar el poder? Una respuesta rápida a esta pregunta, para cualquiera que conserve una mirada mínimamente realista y pragmática, sería un no rotundo. Como mucho, cabría preguntarse qué tipo de papel debe jugar el Estado ecologista en el proceso, y no si el Estado debe jugar algún papel. Pero merece la pena explorar una respuesta lenta en la medida en que las posiciones anarquistas difusas que nos han acompañado como una línea de bajo robusta durante tantos años no son un delirio, sino un fruto de preocupaciones y motivos razonables.
La querella pelagiana
El filósofo polaco Leszek Kołakowski sugirió que existe una tensión que recorre todo el pensamiento occidental y que se retrotrae a una querella teológica del siglo iv: la que enfrentó a san Agustín y al monje Pelagio. Mientras que Pelagio defendía el poder del libre albedrío y la posibilidad de eliminar el mal de la Tierra con el esfuerzo humano, san Agustín oponía a estas tesis la noción de pecado original y, con ella, una antropología basada en la noción de «caída». Esto es, el reconocimiento de un mal constitutivo humanamente irremediable, que solo podría repararse por acción de la gracia divina. Desvestida de sus ropajes teológicos, esta oposición sigue vigente y la crisis ecológica no ha hecho sino actualizarla. Esta tensión divide en dos campos enfrentados, de un modo bastante inconsciente, las expectativas sobre lo que cabe esperar de una transformación social: por un lado el grueso de la izquierda transformadora moderna (pero también encajan aquí otras ideologías de la modernidad) es profundamente pelagiana, antropológicamente optimista, y considera que los males sociales que nos afligen son construcciones históricas contingentes que pueden ser superadas por el cambio revolucionario; por otro, una posición antropológicamente más pesimista, más propia del pensamiento conservador, que admite como un rasgo ontológico definitivo nuestra condición de «simios averiados» (en la imagen de Jorge Riechmann). Un hecho que necesariamente, y en cualquier orden sistémico imaginable, incluso en regímenes ecosocialistas o comunistas, dará lugar a «sociedades averiadas» (pero incluso aceptado esto, ¡lo relevante es que hay muchas opciones políticas para dar forma a una sociedad averiada!).
Por supuesto, ni la querella pelagiana puede reducirse a la cuestión del Estado ni la verosimilitud del objetivo emancipador de la superación del Estado remite solo a este debate sobre la condición humana última. Pero la conexión se antoja evidente: si hay una meta que quintaescencia las aspiraciones utópicas más ambiciosas del ser humano, mucho más que la justa distribución de la riqueza, un maximalismo quizá solo superado por el proyecto de la vida eterna y la resurrección de los muertos, es la aspiración de abolir el Estado.
Al fin y al cabo, el pensamiento pelagiano aspira a la superación humana del mal y, si hay una institución que ejemplifica el mal social, esa es el Estado, responsable histórico directo de las formas más sistemáticas, crueles y cuantitativamente impactantes de violencia política: la guerra, el genocidio, la esclavitud en masa. Más allá de estos episodios traumáticos, el Estado es el sustento de la dominación rutinaria y, por tanto, la fuente de privilegios, de unos segmentos sociales sobre otros a través de sus mecanismos coactivos. Finalmente, el Estado, a través de impuestos, normativas y burocracias, se introduce en la espontaneidad social de un modo que cotidianamente se percibe como injerencista y absurdo. Es imposible, si se albergan deseos emancipatorios, una mínima ética igualitarista o un fuerte amor por la libertad, no sentir al menos una desconfianza instintiva hacia el Estado. El anarquismo extrae buena parte de su energía política de esta emocionalidad moral absolutamente justificada y, por eso, el anarquismo será una corriente que siempre ofrecerá un aporte interesante.
Por tanto, hay trazos intensamente pelagianos en el intento de organizar el paso a una hipotética nueva era (posestatal, o quizá incluso pospolítica) en la que la regulación institucional de la vida social pudiera confundirse con algo parecido a la amistad. Eso que, según Aristóteles, supone la perfección social, porque logra un grado de cooperación e interés mutuo voluntario que la justicia del Estado solo sabe imponer con las armas. La amistad es, en última instancia, el nombre común de ese vínculo que el anarquismo llamó afinidad electiva y que, según Christian Ferrer, el programa libertario había reivindicado como el núcleo fundamental de su propuesta.
La paradoja del todo y las partes
Tomar posición en la querella pelagiana hoy es posible desde muchos ángulos distintos. Para el tema que nos ocupa, la posibilidad de ir más allá del Estado, creo que es conveniente empezar por lo más básico, eso que Bob Jessop llama la paradoja del todo y las partes, a la que el Estado moderno intenta dar una solución.
Muy de fondo, lo que aquí se dirime es una disputa de alto octanaje filosófico que nos remite a los terrenos resbaladizos de la ontología social. Todo intento de enviar el Estado, como decía Engels, a un museo de las antigüedades «junto con la rueca y el hacha de bronce», es solidario de un postulado que apuesta por la unidad total del ser social. Esto es, por el carácter ilusorio, artificial o históricamente construido, y por tanto superable, de las separaciones y las discontinuidades sociales cuya concatenación evolutiva, dado cierto nivel de interacción y complejidad, conduce a la «forma Estado» como institución necesaria para la convivencia y la cohesión en sociedades fragmentadas. La fe en la unidad de lo social permite pensar que es una tarea políticamente realista e históricamente posible autoorganizar la sociedad en una comunión armónica de intereses entre sus partes, que, por ser armónica, no necesita desgajar instituciones de poder separado para ejercer de ente regulador. El comunismo como Reino de la Libertad era esencialmente esto, y las diversas alas izquierdas del marxismo (desde Rosa Luxemburg hasta el consejismo, pasando por los situacionistas o el movimiento autonomista) han hecho de la impaciencia en la aplicación de esta esperanza su rasgo distintivo. Para el anarquismo revolucionario, la unidad de lo social es tal que no se trata solo de una meta posible en un futuro más o menos lejano, sino de algo que influye también en los medios del cambio: lo social se da de un modo tan compacto y sin fisuras que genera un material con una conductividad muy intensa ante las sacudidas eléctricas de la revuelta. Tanto es así que cualquier chispa en cualquier parte podría electrificar y transmutar el todo, lo que explica ese voluntarismo suicida anarquista del que la historia nos ha dejado muchos ejemplos trágicos.
Este tipo de apuesta ontológica monista y holística ha sido contestada por muchas visiones de lo social divergentes, que postulan que la pluralidad y la fragmentación del ser social son insuperables, que toda sociedad será siempre una realidad constituida, como cualquier otra trama material, partes extra partes. Esto es, que será conflictivamente heterogénea y en la que su diversidad de elementos se articula en redes de relaciones cambiantes en las que existe cooperación pero también conflicto y depredación. Desde este otro enfoque, la emancipación social nunca consistirá en la instauración definitiva de la Armonía, como soñó Fourier. De lo que se trata es de articular arreglos provisionales, orientados hacia la cooperación y la igualdad pero sin pretensiones de totalidad, en función de cada coyuntura histórica. Esto nos ofrece un Reino de la Libertad más humilde, más provisional, menos redentor y salvífico, quizá por ello menos sexy; en definitiva, una tarea sisífica: la emancipación no significa el fin de la prehistoria de la humanidad, sino la solución temporal y nunca asegurada de algunos problemas históricos.
Lo decisivo es que parece que la paradoja política del todo y de las partes sociales no admite, al menos en nuestro horizonte evolutivo próximo, un arreglo mucho mejor del que ya conocemos: estamos insertos en sociedades plurales y multidireccionales que no pueden autogobernarse armónicamente y que necesitan, para su correcta conducción, de procesos de dirección en los que una parte y un proyecto particular deben construir e integrar ese todo generando decisiones vinculantes. Esto es inseparable de seducir o convencer, como nos ha enseñado el pensamiento de Gramsci sobre la hegemonía, pero también de la posibilidad de hacerse obedecer y por tanto de las capacidades estructurales de coaccionar. Es verdad que esta paradoja puede dar lugar a arreglos institucionales muy distintos, y la labor emancipadora consiste en disputarlos, pero en nuestro contexto histórico, dada la multicomplejidad de nuestros sistemas sociales, parece que solo puede resolverse con instituciones que generen lo que Jessop llama «efectos de estatalidad». Por eso, incluso aunque no les gustase reconocerse como Estado, las escasas instituciones anarquistas que nos ha legado la historia, como el Consejo de Aragón, se parecían tanto a un Estado.
La refutación material de la abundancia
Una de las mayores grandezas del pensamiento de Marx fue dar a esta paradoja política del todo y las partes un carácter histórico y además verosímilmente transitorio. El argumento fuerte es conocido: Marx confió en que la trayectoria de la industrialización desembocaría en un nivel de abundancia material tal que el conflicto redistributivo y el coste de oportunidad económica de las decisiones colectivas quedaría abolido de facto. A partir de esta nueva realidad material, el gobierno de las personas podría diluirse en la mera administración de las cosas, al mismo tiempo que cada cual podría tomar de la riqueza común según sus necesidades y aportar según sus capacidades por libre decisión autónoma y racional. Esto es, sin necesitar establecer algo así como una república de santos morales henchidos por el deseo de compartir y por un amor al prójimo de enormes proporciones. Sin llegar tan lejos como para aceptar la parodia de un Marx productivista y decretar su obsolescencia intelectual en el Antropoceno (sin el análisis de Marx de la estructuralidad económica moderna el ecocidio resulta incomprensible), es evidente que el marxismo fundamentó sus posibilidades lógicas e históricas pujando al alza sobre la expansión técnica, energética y material de la sociedad moderna, donde el desarrollo de las fuerzas productivas debía cruzar un umbral cualitativo de abundancia (material e informacional) que creara las condiciones para resolver el problema económico y, por ende, el problema político.
Nuestro dilema es que ya no tenemos derecho a ser tan ingenuos respecto al papel del desarrollo de las fuerzas productivas. Ni Marx ni el marxismo salen bien parados del enfrentamiento de su visión del mundo con la crisis ecológica. Como todos los sistemas de pensamiento concebidos en la fase ascendente de la civilización industrial, el programa marxista es dependiente de toda una serie de nociones y presupuestos que han resultado falsos y que, en última instancia, estaban inspirados en una suerte de espejismo cornucopiano que la crisis ecológica ha destruido.
Por mera humildad epistémica, podemos dejar abierta esta cuestión si la relegamos a un futuro lejano. Quizá la humanidad del año 2.500, si es que seguimos existiendo como especie socializada en un alto nivel de civilización, pueda desarrollar fuerzas productivas que no sean ecológicamente destructivas y órdenes políticos que faciliten un tipo de abundancia sustancialmente comunista desde la que explorar democráticamente nuevos horizontes utópicos (la colonización espacial, el alargamiento de la vida). Pero en el marco temporal en el que debemos solucionar la crisis ecológica, que es el marco biográfico de las vidas de los hoy nacidos (unas décadas para la cuestión climática, medio siglo quizá para la cuestión de la biodiversidad), parece que la realidad material que se nos impone es la de la escasez: energética, de suelo fértil, de agua dulce, de minerales, de ecosistemas no antropizados, de capacidad de absorción de los sumideros planetarios… Y lo que podemos dar de sí políticamente para enfrentar el año 2050, donde nuestras emisiones deberían ser cero, no va a ser radicalmente distinto de los procesos políticos que ya hemos conocido durante la era industrial.
Como señala Ernest García en su libro Ecología e igualdad, esta refutación fuerte de las ilusiones de la abundancia, esta reintroducción de la escasez objetiva y los límites no negociables en el juego político moderno, es seguramente la gran innovación del ecologismo en la historia de las ideas desde que Malthus, de un modo mezquino y reaccionario pero no del todo errado, discutió con Godwin y Condorcet a finales del xviii y principios del xix. En este punto, es indudable, pero quizá todavía poco asumido por sus propios impulsores, que el ecologismo ha contribuido a decantar la balanza por el partido agustiniano frente al de Pelagio. Por supuesto, Marx tenía razón al denunciar que Malthus obviaba elementos decisivos: que el capitalismo genera escasez artificial, escasez extra, y que además las «leyes naturales» que describió estaban mediadas por impactos muy diferentes en función del poder acumulado o las dinámicas de organización social. Pero Malthus acertó al menos en un asunto esencial al que la izquierda sigue siendo esquivo: la naturaleza impone restricciones infranqueables que, en ciertos contextos, derivan en situaciones de escasez que ni el cambio social (la Santa Revolución) ni el cambio tecnológico (la Santa Industria) pueden revertir. La conclusión política para este debate es evidente, y Ernest García la señala con claridad: la transición ecológica justa, bajo el signo de los límites, convivirá con la escasez en un sentido económico convencional. Lo que exigirá regular, racionar, prohibir si queremos conducirla con justicia. El ente regulador dotado del monopolio de la violencia legítima, el Estado, será una institución imprescindible en la conformación de los mundos sociales que podamos construir en medio de esta época turbulenta.
La imposible huida hacia atrás: irreversiblemente dentro de la ballena del Estado moderno
Si al anarquismo le cuesta cada vez más extraer su poesía de un futuro ecológicamente angosto, queda todavía la posibilidad de extraerla del pasado. Una de las pruebas argumentales más recurrentes que emplea el discurso libertario para justificar la posibilidad de su proyecto político es la existencia histórica de sociedades igualitarias y «acéfalas», que además habrían sido predominantes la mayor parte del tiempo de la humanidad sobre La Tierra —el paleolítico y buena parte del neolítico—. Esto suele hacerse a partir de obras antropológicas, como La sociedad contra el Estado de Clastres durante los años setenta y ochenta o, en este momento, del impresionante trabajo que David Graeber y David Wengrow han desplegado en su libro El amanecer de todo.
El estudio de formas de organización social del pasado puede resultar inspirador y necesario siempre y cuando nos ahorremos la romantización de las sociedades del supuesto comunismo primitivo o de ese hipotético campesinado autónomo en el que a veces incurre la propaganda anarquista: ni las sociedades cazadoras-recolectoras eran instintivamente sostenibles (como demuestra la extinción de la megafauna americana), ni desconocían la guerra o los conflictos de poder, ni tampoco podemos pensar el campesinado como un espacio absolutamente ajeno a estructuras de dominación estatal más amplias, o conformado por comunidades que no tuvieran una dimensión coactiva sobre la personalidad. Por el contrario, constatar, como hace Graeber, que la correlación entre complejidad social y forma-Estado es menos automática de lo que suele creerse en la sociología moderna (pues en el Estado moderno confluyen tres lógicas de poder que en el pasado casi nunca se han dado simultáneamente) nos permite airear nuestra imaginación política.
Sin embargo, la cuestión central sigue siendo que estos modelos no son replicables en las sociedades políticas que albergan a la parte mayoritaria de la humanidad. Querer pensar cómo podrían reorganizarse nuestras sociedades a partir de cómo funcionaban o funcionan las confederaciones neolíticas o la gestión campesina de bienes comunales debe ser algo así como pretender estudiar las dinámicas oceanográficas a partir de los movimientos del agua en un charco. Operamos en otras escalas de masividad en las interacciones sociales que lo impiden y que son irreversibles salvo una catástrofe que nadie sensato puede querer promover.
Esto no significa que allí donde estas lógicas siguen estando presentes no deban defenderse o que su existencia no pueda resultar estimulante, pero no para replicarlas, sino para inventarnos un horizonte nuevo que incorpore algunos de estos rasgos. De hecho, para el programa ecosocialista, los trabajos de restitución plurinacional de los derechos políticos de los pueblos colonizados, incluyendo los pueblos originarios, y la apertura del canon transformador moderno a un diálogo con otras tradiciones y herencias culturales está fuera de duda. Este diálogo debe darse además no desde el paternalismo relativista y folclorizante, sino desde la constatación del potencial de transformación ecosocial de propuestas como el Eco-Swaraj indio, el Sumak kawsay andino, el concepto Ubuntu de la África Austral, o el ecologismo jainista, un potencial que en ocasiones ha demostrado una capacidad de incidencia superior a la del movimiento ecologista occidental.
Pero esto no nos puede hacer olvidar que, de facto, la experiencia cotidiana de inmensas bolsas de población de las naciones periféricas está ya irreversiblemente marcada por procesos masivos de proletarización industrial y éxodo rural que los alejan del tipo de mundos de vida a los que nos remiten estas propuestas. A su vez, la condición cero para pensar esa realidad que hoy se nombra con el nombre poético de «pluriverso» es que en un mundo con armamento atómico que puede ser disparado por submarinos nucleares y destruir cualquier punto del planeta, en un mundo con treinta y cuatro megaciudades que superan los diez millones de habitantes (cada una de ellas con más población que la máxima población humana en la era neolítica), en un mundo en el que la antroposfera (el total de las estructuras artificiales) ya pesa más que el conjunto de la biosfera, no basta con aplicar radicalmente el Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y rehabilitar el valor de las ecosofías ancestrales. Esto es obligatorio, pero no suficiente. Ni el Antropoceno ni la modernidad se pueden rebobinar porque nada se puede rebobinar. No podemos liberarnos del peso de nuestra trayectoria histórica. Del vientre de la ballena del Estado moderno no hay escapatoria, porque incluso para preservar las realidades comunitarias paraestatales que siguen existiendo en el mundo es políticamente imposible no hacerlo sin interactuar con la lógica del Estado.
El argumento pragmático: grandes enemigos, poca fuerza y mucha prisa
Toda esta batería de argumentos queda eclipsada ante la que suele ser la razón más común que ha animado a muchos a moderar o atemperar sus posiciones antiestatistas en tiempos recientes: un análisis realista de la correlación de fuerzas, cuya desazón la crisis ecológica amplifica en un orden de magnitud superior. Somos la generación que en apenas un cuarto de siglo tenemos que protagonizar una mutación tecnológica y socioeconómica sin precedentes sabiendo que un tipo como Donald Trump, que hace de la negación de esta necesidad su bandera, aún puede ganar en unos meses las elecciones del país más poderoso de la Tierra.
Es evidente que el sistema estatal aglutina las instituciones con mayor capacidad de influencia en la conformación de nuestras rutinas sociales, de manera destructiva o constructiva. Pretender enfrentarse conflictivamente a un Estado funcional disputando los fundamentos del orden social sin ser Estado o parte del Estado es asegurarse el fracaso por vía represiva. Esta tesis es lógicamente coherente e históricamente irrebatible. La única excepción se da en situaciones de vacío de poder (Estados fallidos), que son inseparables de contextos de guerra, y donde lo que se producen son o bien protoestados germinales que terminan consolidándose como nuevos Estados o bien intervenciones de algún miembro del sistema internacional de Estados que restaura el orden estatal.
Lo mismo sucede desde un punto de vista afirmativo: para una tarea como la que tenemos por delante, no podemos renunciar a las herramientas con las que el Estado define la vida social, desde la ley hasta los presupuestos públicos pasando por la educación o los medios de comunicación. Nuestra memoria, histórica y reciente (desde la Revolución Rusa hasta el New Deal pasando por el Welfare europeo, la década ganada latinoamericana o la gestión de la pandemia), es rica en ejemplos inspiradores de cómo el Estado puede planificar, coordinar, disciplinar al capital, impulsar grandes innovaciones tecnológicas, reducir desigualdades, minimizar el impacto de desastres, mejorar mucho la vida de la gente.
Además, no reconocer esto implica situarse, voluntariamente, en una posición de impotencia y en la antesala de una derrota asegurada. Pretender que nuestras organizaciones autónomas y autogestionarias van a poder reconstruir un tejido social paralelo que pueda ser una alternativa económica, educativa, residencial, mediática, sanitaria o securitaria competitiva a la que ofrece el binomio mercado-Estado hoy es adoptar como diagnóstico una alucinación peligrosa. Y más cuando somos un pueblo profundamente moldeado por los habitus, los imaginarios y las precariedades neoliberales. De hecho, basta hacer números durante cinco minutos con datos estadísticos sobre el peso cuantitativo y demográfico, así como la evolución histórica, de estas experiencias de éxodo (por usar un término bonito de André Gorz), para concluir que la aspiración a conformarse por esa vía como una realidad de mayorías en el escaso tiempo que tenemos por delante es absolutamente irreal (otra cosa es que se renuncie a la disputa política en un sentido fuerte, y por tanto a la hegemonía, y se rebaje la emancipación social a un jardín de Epicuro, a un proceso individual o grupuscular de adecuación o adaptación a las nuevas circunstancias).
Otra alucinación peligrosa, propia de los sectores colapsistas del ecologismo y que suele ir de la mano de la anterior, es confiar en que el colapso ecosocial volverá la cuestión del Estado irrelevante en la medida en que vamos encaminados a una disolución política y una simplificación social inevitable. Esta vendría impuesta porque los Estados-nación modernos son dependientes de un enorme flujo energético que no resistirá el agotamiento de los combustibles fósiles. El colapso ecosocial sería entonces una oportunidad para replantear un anarquismo termodinámico, por el cual la vieja propuesta libertaria de extinción del Estado en comunidades autogestionada no solo no quedaría refutada por el principio de escasez, sino que sería una propuesta especialmente funcional y adaptativa en un mundo más descentralizado, más local y menos complejo. Ernest García desmonta con ironía esta ilusión que no obstante está tremendamente extendida: «Quien tenga suerte de hacerse con una parcela cultivable, practique en ella la agricultura ecológica, y se emplee a fondo en mantener a raya a los asaltantes, tendrá algunos días ratas para cenar» (cursiva mía).
Señalo la cuestión de los asaltantes como especialmente relevante porque estas posiciones del ecologismo colapsista mantienen una relación profundamente ingenua con la cuestión del poder y del Estado. Salvo que mediase un síncope metabólico fulminante, el Estado moderno seguirá siendo durante mucho tiempo la institución más determinante en la configuración de nuestra vida social. De hecho, lo que define realmente nuestra coyuntura es que esta está mucho más preñada de ecofascismo que de colapso: las turbulencias ecopolíticas de la crisis ecológica generan condiciones muy propicias para un fortalecimiento autoritario y militarista del poder del Estado en la lucha depredadora por un espacio ecológico que el capitalismo ha tornado excesivamente escaso.
Ante este riesgo extremadamente real de desdemocratización de nuestros sistemas políticos, y en una coyuntura marcada por una aterradora cuenta atrás temporal, no parece una opción muy sensata abandonar el Estado a unos enemigos que además son, en todos los planos concebibles, bastante más fuertes que nosotros. La crisis ecológica no rebaja la importancia del control del poder político estatal, sino que la amplifica añadiendo a nuestra vocación de transformación un deber defensivo sobre el suelo de conquistas y derechos sin los cuales es inimaginable que el resultado de estos años convulsos pueda ser mínimamente emancipador.
El Estado en la era del Antropoceno: desmontando algunas leyendas urbanas
Existen dos ideas sobre el rol del Estado en la era del Antropoceno que son falsas, aunque siguen estando muy extendidas no solo en el ecologismo sino en todo el ámbito de la izquierda. La primera es la vieja idea del marxismo vulgar de reducir el Estado a una herramienta de la clase gobernante. La segunda es la interpretación de que el neoliberalismo habría supuesto un retroceso del poder económico y político del Estado frente a los mercados.
La primera de estas tesis ha sido refutada desde dentro del marxismo por un siglo de desarrollo de teoría del Estado con investigaciones que nos han dado instrumentos para pensar que el Estado es un campo de batalla parcialmente sensible a incorporar conquistas populares y democráticas. Los análisis que convierten la categoría sociológica «burguesía» en un actor político unificado y coordinado, con la omnipotencia y la omnisciencia como para haber tomado control de todos los mecanismos estatales, diseñándolos para que estos siempre refuercen su poder, son muy groseros y, además, funcionan como caldo de cultivo de la impotencia política disfrazada de sofisticación intelectual.
Si algo caracteriza a los avances en la teoría política de las últimas décadas es la necesidad de complejizar el concepto de Estado, al menos en tres dimensiones: i) el Estado ni es una cosa —un entramado institucional, una máquina— ni es un sujeto unitario, sino que es una categoría relacional, un tipo de relación social (Poulantzas); ii) el Estado es un entramado complejo y plural habitado por intereses y proyectos diferentes y a menudo con contradicciones; iii) el Estado es polimorfo, depende mucho de sus contexturas sociales e históricas. Esto es, la forma-Estado según los contextos sociales en los que se empotra puede dar lugar a realidades muy distintas entre sí, con arreglos institucionales diversos, con grados de democracia interna diferentes y con efectos reguladores y de territorialización sobre la dinámica social de signo muy amplio (Jessop).
De todo este rico bagaje es posible extraer una gran moraleja teórica que obliga a reordenar el debate sobre el papel del Estado en la transición ecológica: es necesario cuestionar la propia dicotomía sociedad/Estado. Aunque ambos términos hacen referencia a realidades sociales distintas que no son sinónimos, ni estas realidades están solo separadas y condenadas solo a enfrentarse (aunque haya enfrentamientos), ni están prefiguradas como algo compacto y dado al margen de su mutua interacción. El Estado desempeña una función clave en la conformación de una sociedad y viceversa. No hay sociedad preexistente al sistema estatal y no hay sistema estatal inmune a las dinámicas de cambio y el abanico múltiple de fuerzas que conforman eso que llamamos sociedad. Lo que tenemos es una dialéctica continua de definición y redefinición mutuas. El Estado es muchas veces de hecho un instrumento capturado por oligarquías para reproducir sus privilegios. Pero eso no lo convierte en algo que se oponga a la comunidad como espacio de cooperación interdependiente. Más bien el Estado es también la cristalización de ese principio comunitario posible en sociedades modernas. Y lo que define a las sociedades modernas es que están irreversiblemente condicionadas por altos niveles de complejidad técnica, por la disolución de las comunidades tradicionales y por una escala de interacción social y material anónima y fragmentaria. Por ello, la sanidad pública no es un aparato burocrático externo que somete a una supuesta red de cuidados sanitarios que en realidad podríamos autogestionar según lógicas de reciprocidad, sino la cristalización del principio cooperativo para el ámbito de la salud a la escala en que puede ser eficaz en una sociedad de masas.
Respecto a la supuesta pérdida de la capacidad de regulación estatal en el marco neoliberal, como afirma César Rendueles: «La mundialización neoliberal ha supuesto un retroceso de la soberanía popular, es cierto, pero en ningún caso una pérdida de poder de los Estados, ni en términos económicos ni políticos». Quinn Slobodian expone a la perfección que lo que ha perdido el Estado no es capacidad de regulación, sino influencia popular en su dirección. Esta confusión explica por qué nos sorprende tanto que en la coyuntura reciente, y con una influencia popular mínima pero no del todo inexistente, los Estados europeos hayan demostrado tanta capacidad de reacción al doble shock existencial de la pandemia y la guerra de Ucrania, asumiendo además un tipo de políticas que considerábamos erradicadas por la ortodoxia neoliberal (regulación, tope de precios, mutualización de deuda, política industrial…). Los fondos Next-Generation o las Bidenomics son solo un adelanto de lo que podrían hacer nuestros Estados si la influencia popular y democrática en su dirección fuera mucho más sólida.
El Estado no es suficiente
Pese a todo lo argumentado hasta aquí, es preciso evitar que nuestra respuesta al anarquismo difuso que gobierna el sentido común ecologista desemboque en un estadocentrismo inoperante. Algunas de las razones que he apuntado para defender que la transición ecosocial no puede darse al margen del Estado nos sirven para fundamentar que la transición ecosocial no puede ser protagonizada solo por el Estado.
En primer lugar, y esto lo detectó a la perfección Gramsci, el Estado no es una entidad autosuficiente, sino que se nutre de movilización, de fuerzas, de innovaciones, de conflictos, que tienen lugar en ese otro espacio que a veces llamamos las calles, y que no es sino la sociedad civil en un sentido amplio. Además, el Estado no es omnicompetente, su regulación no incide de modo directo en el conjunto de las relaciones sociales, sino siempre a través de articulaciones con lógicas sociales que conservan y hacen uso de cierta autonomía. Como dice Bob Jessop, «las operaciones del Estado dependen de prácticas micropolíticas dispersas por toda la sociedad que el Estado no coordina de modo efectivo». Además, hay aspectos y tareas a los que el Estado llega mal, no llegará nunca o convendría moralmente que no llegase jamás. Defender el papel del Estado no es incompatible con desear un mundo social en el que ciertos derechos y libertades individuales deban ser sagrados (pensamiento, opinión, asociación, preferencias sexuales o religiosas, opciones de vida) y deban verse protegidos de la tentación omnívora del aparato estatal.
En segundo lugar, la posibilidad de que existan gobiernos transformadores en el Estado sin un desborde popular, sin un momento de irrupción plebeya en el que las masas revolucionen el sentido común y establezcan una nueva frontera política, es casi imposible. Sin 15M no habría habido la posibilidad de un Podemos ganador, aunque finalmente no ganara; sin estallido social chileno Boric no estaría hoy en el gobierno; sin guerra del agua y guerra del gas Evo no habría llegado al poder en Bolivia. Estas erupciones no son provocadas voluntariamente ni por los partidos políticos ni por los movimientos sociales, que siempre tienen algo de quiebre espontáneo e impredecible. Pero sí que los movimientos sociales influyen en ellas de dos maneras: en primer lugar, no hay estallido social ni momento populista sin una sobreacumulación de conflictos parciales previos; en segundo lugar, cuando el momento popular irrumpe este se conforma con el material de su tiempo y las ideas, las sensibilidades, los afectos, las estéticas de los movimientos sociales ayudan a declinar a este nuevo pueblo emergente en clave emancipadora.
En tercer lugar, incluso cuando se es gobierno, la movilización social es fundamental para empujar al ejecutivo cuando este se encuentre con muchos de los obstáculos y sabotajes que vaya a encontrar dentro y fuera del Estado, pero también para defenderlo en el momento crítico en que sus enemigos pretendan derribarlo, una casuística relativamente común en los procesos transformadores.
En cuarto lugar, fuera de los momentos cálidos de la revuelta popular, los movimientos sociales autónomos son los laboratorios de la innovación sociocultural emancipadora, donde se forjan nuevos significados, nuevas ideas, nuevas prácticas, nuevos hábitos, que son socialmente extravagantes y culturalmente estridentes, como toda innovación, y que por tanto necesitan un cierto útero sociológico protegido para desplegarse inicialmente (como es un gueto activista). El Estado después puede ayudar a la masificación de un nuevo tipo de práctica cultivada por los movimientos en los márgenes, pero es casi impotente para crearla de la nada.
Todo ello además está atravesado por una cuestión clave: la capacidad de influencia en el Estado está fundamentalmente mediada (aunque no monopolizada) por el sistema de partidos. Probablemente no pueda ser de otra manera: los partidos políticos no son prescindibles ni sustituibles por movimientos sociales porque estos tienden a ser particularistas y poco proclives a una aprehensión sistemática de los imperativos de gobernanza; como dice Jessop, los movimientos «se centran en cuestiones concretas y tienen menos disposición y menos presión para comprometerse a favor de un gobierno o de una gobernanza eficaces». Tampoco pueden ocupar su lugar mecanismos de sorteo, ya que la labor del Estado exige cierto expertise que requiere de organizaciones estables que lo cultiven y lo reproduzcan. Con todo, el sistema de partidos introduce en la democracia sus propias distorsiones. Que esencialmente tienen que ver con la reproducción material de sus aparatos profesionales en tanto que constelación de intereses particulares con sus redes clientelares: un dispositivo sin el que ningún partido puede ser electoralmente competitivo, pero con una importante capacidad para convertirse en un fin en sí mismo. Estas lógicas generan en los partidos una tendencia a su bunkerización y ensimismamiento que los va volviendo disfuncionales, algo que siempre se resuelve mediante sacudidas o crisis que tienen que abrir el sistema de partidos al exterior, rejuveneciéndolo a partir de la energía, la inteligencia social y la capacidad de incidencia que se desarrolla en el campo de la sociedad civil.
Finalmente, los movimientos sociales autónomos que hacen suyo este anarquismo difuso, con su independencia, su impaciencia y su predisposición a la acción directa, son los que se hacen cargo del dolor y la injusticia concretaos, de la rebelión de vida y los cuerpos específicos frente a los dictámenes abstractos de la historia, que es el terreno del Estado, por usar una de las fértiles dicotomías de Santiago Alba Rico. El poder político estatal es un tipo de relación social que siempre tiene, en su ejercicio, un lado éticamente oscuro provocado por el salto de escala material de sus operaciones: incluso en el Estado más democrático imaginable, los conflictos sociales serán irresolubles sin imposiciones finales de poder, sin derrotas y sin generar injusticias concretas en formas de mal menor. Las víctimas de la política, los perjudicados (e incluso la política pública más liberadora genera perjudicados), tienen derecho legítimo a oponerse, a generar fricción, a combatir al Estado dentro de ciertos márgenes, para mejorar su situación. Es necesario que existan fuerzas sociales indisciplinadas a los planes de un gobierno para contener o contrapesar el caudal inevitable de sufrimiento injusto que siempre genera la razón de Estado y sus sacrificios, porque estos son de naturaleza selectiva, y su modulación es flexible y mejorable.
El Estado: una cuenta ecologista pendiente
Abandonar un horizonte posestatal de transformación social no significa dar por clausurada la esperanza utópica activa que el ecologismo transformador comparte con movimientos como el anarquismo, el feminismo o el marxismo. Aun asumiendo un marco en el que el Estado cumple un papel de institución insuperable en el horizonte de la política operativa, se abre un grado de variabilidad social en disputa lo suficientemente importante como para que la lucha política ecopopular merezca ser organizada. Absolutamente todos los elementos de conflicto que han marcado el pulso del desarrollo histórico de la modernidad van a verse intensificados en el Antropoceno, comenzando por el más básico de todos: la existencia o no de regímenes democráticos que, más allá de su legitimidad, su separación efectiva de poderes, o del grado de representatividad sustantiva de la soberanía popular, aseguren la condición primera de cualquier otra actividad pública: el respeto por la vida, la integridad y los derechos asociativos de la disidencia política.
Con esto en juego, lo estará todo lo demás: el estatus de las mujeres como ciudadanas en pleno derecho, la redistribución de la riqueza y el cierre o ahondamiento de la desigualdad socioeconómica, los derechos sociales como red de seguridad vital colectiva, el grado de protección y regulación del mercado laboral, la salvaguarda de los bienes comunes frente a los procesos de privatización, el reconocimiento de minorías nacionales, étnicas, religiosas o sexuales, los procesos de integración regional, la orientación de la política exterior y, por supuesto, aquello que nos preocupa al ecologismo y que, con razón, consideramos que adquiere un lugar destacado en nuestra jerarquía de prioridades: el compromiso con una transición ecológica con efectos metabólicos contrastables que nos permita escapar de una trayectoria ecocida.
Concluyendo razonablemente que es imposible descarbonizar el mundo sin tomar el poder, el ecologismo tiene ante sí un terreno de investigación y de práctica muy fértil hacia el que dirigirse: toda la experiencia que en primer lugar el marxismo político ha ido acumulando respecto a los intentos socialistas de orientar el Estado en un sentido sistémico diferente. Más allá, y asumiendo que una revisión ecológica de la teoría de Marx resulta ser, por una vía inesperada, un refuerzo al trabajo que algunos marxistas están haciendo sobre el carácter históricamente emancipador del Estado de derecho y de la democracia, se nos abre el campo inmenso de toda la teoría política moderna. ¿Qué puede aprender el ecologismo transformador, de cara a la coyuntura de la década climáticamente decisiva, de una lectura atenta de Maquiavelo, de Hobbes, de Weber, de Gramsci, de Miliband, de Poulantzas, de Laclau y de Mouffe, de Jessop, de las pensadoras ecologistas como Petra Kelly que sentaron las bases de la ecología política en los sistemas de partidos contemporáneos? Estoy seguro de que, cuando nos hayamos puesto a ello, en una tarea colectiva que por cierto ya ha comenzado (Kallis ha intentado releer el decrecimiento desde los ojos de Gramsci, y algunos de nosotros hemos hecho lo propio con la idea de Green New Deal), nos parecerá imposible que hubiéramos tardado tanto en dedicar fuerzas a una misión tan urgente.
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