El pasado 1º de octubre México festejó la entrega de la banda presidencial a una mujer que se distingue por ser científica, universitaria, laica, con un pasado de izquierda y que destacó por su compromiso, habilidad y competencia en las tareas de gobierno que le fueron asignadas por AMLO en los últimos veinticuatro años. A este acontecimiento epocal se la presidenta agregó la apuesta explícita de «seguir haciendo historia» construyendo el «segundo piso de la 4T» y aquí es donde se abre el compás de la incertidumbre y de las interpretaciones.

La ceremonia de toma de posesión de Claudia Sheinbaum que pasó de la cámara de diputados a la posterior investidura popular en el Zócalo capitalino no fue una mera secuencia protocolaria sino un acto político de gran alcance simbólico, en los cuales lo sagrado y lo profano se entrecruzaron permanentemente.

Tensiones de la política profana

Nada más profano e impuro que el ejercicio de gobierno del último sexenio, en el cual AMLO caminó como acróbata sobre el delgado hilo de la conciliación de clases. A golpes de conferencias mañaneras y de políticas públicas, y más allá de las escaramuzas verbales, su gobierno supo contentar tirios y troyanos, instalando lo que he llamado la pax obradorista. A pesar de que bancos y empresarios aumentaron sus ganancias, la percepción generalizada es que se optó por los «pobres», por el «pueblo», aplicando la consigna «por el bien de todos, primero los pobres», que la nueva presidenta volvió a evocar tanto en la Cámara de Diputados como en la plaza el día de su toma de posesión.

Después de casi cuatro décadas ininterrumpidas de neoliberalismo, medidas que en muchos otros lugares del mundo son consideradas de ordinaria gestión social o incluso paliativos fueron percibidas como hazañas posneoliberales, como indicadores de un cambio de modelo de desarrollo. La lista es extensa y ha sido recitada a voluntad, ad libitum, por los apologetas de la 4T e incluso reconocida por sectores escépticos y opositores.

Ciertamente, visto el contexto sombrío en que vive América Latina, donde las derechas reaccionarias muestran los dientes y los progresismos reculan (cuando no desbandan), el caso mexicano parece moverse a contramano. No fueron irrelevantes los aumentos del salario mínimo, los llamados «programas sociales», subsidios monetarios directos a ancianos, estudiantes y otros sectores (aunque limitados en su monto) o las reformas laborales y educativas (incluso cuando terminaron siendo controladas por el sindicalismo corporativo, ahora aliado a Morena).

Tampoco lo fueron el gasto en infraestructura (aun con sus costos ecológicos, negados por el gobierno), el esfuerzo por una mayor soberanía alimentaria, el apretón contra la evasión fiscal (que no una reforma fiscal, más que necesaria para operar una real redistribución), el fin del derroche de subsidios energéticos a las empresas y la recuperación de la empresas públicas en hidrocarburos (PEMEX) y electricidad (CFE).

Todo ello fue además presentado a modo de revolución pacífica («de las conciencias»), situando a la 4T en la línea de las grandes empresas históricas mexicanas que fueron la independencia de 1810, la Reforma del siglo XIX o la Revolución de 1910. La desproporción es evidente y, en el triunfalismo propagandístico que caracteriza el discurso oficial y partidario de la 4T, se omite la lista de elementos de continuidad y sobre todo los pendientes, el abundante vaso medio vacío en un país surcado por desigualdades y violencia, en donde siguen imperando la acumulación legal y criminal de poder y riqueza.

En continuidad no solo con el capitalismo sino también con el neoliberalismo, la 4T reivindica logros como la estabilidad y el crecimiento macroeconómico (aún limitado) y monetario (el super peso), la apertura comercial y el nearshoring, las ganancias extraordinarias y otros supestos éxitos como el crecimiento exponencial de las remesas de parte de lo trabajadores mexicanos en Estados Unidos.

El equilibrismo clasista pudo sostenerse no solo a partir de un contexto económico relativamente favorable sino también gracias al vacío político generado por al descrédito de las oposiciones (PRI y PAN) y a un ejercicio de gobierno relativamente eficiente —con algunos tropiezos, claro—bajo el aura de la austeridad y de la honestidad y la retórica humanista con resonancias cristianas. Otro factor fundamental se encuentra en la eficaz contención del conflicto social.La pax obradorista hunde sus raíces en la combinación de factores como la distribución de recursos limitados pero significativos a importantes sectores de la población —vía una política social asistencial pero expansiva— con una buena dosis de clientelismo, la cooptación o simple integración de grupos dirigentes de organizaciones y movimientos sociales que protagonizaron las luchas antineoliberales de los años 90 y 2000 y el despliegue de una voluntad y capacidad negociadora sin represión en discontinuidad con los gobiernos anteriores.

Contribuyó de forma decisiva el encapsulamiento al interior de Morena del movimiento obradorista y en particular de los sectores de izquierda convertidos en leal base de apoyo, compacta, disciplinada (y tendencialmente acrítica), solo agrietada temporalmente por la pugna por puestos y cargos —resueltos de forma eficaz por el arbitraje presidencial—, en un proceso de centralización y concentración del poder en las cúpulas partidarias y gubernamentales (a nivel tanto federal como local).

El manto presidencial de lo sagrado

Sin embargo, más allá de la ponderación exacta entre transformación y conservación que ha sido parte del debate político y lo será de la valoración histórica del sexenio que acaba de terminar, la mística obradorista logró instalarse, por lo menos en la mayoría que votó por la continuidad de la 4T, en el terreno de las creencias y los imaginarios.

Mientras resulta discutible el alcance real de las políticas que impulsó, hay que reconocer el impacto político del liderazgo de AMLO en el profundo calado simbólico de subversión de un orden cultural clasista y racista. Los rasgos, el discurso y los gestos plebeyos del expresidente tabasqueño apuntaron deliberadamente a la dignificación del México de abajo. Por ello, en este sexenio lo simbólico jugó un papel fundamental como parte de una lógica de legitimación que fue abrevando de tradiciones y de una predisposición y sensibilidad nacional-populares que retroalimentaron desde abajo el discurso de la esperanza y de la regeneración formulado desde arriba.

Por ello la ceremonia del 1º de octubre representa un momento trascendental. Allí lo profano se presenta como sagrado: trasmuta. El sustento profundo de los equilibrios profanos de la 4T radica en su sacralización y, en este caso, en la beatificación del príncipe que trasciende (idealmente en la historia y concretamente a su finca de Palenque) y en su trasmutación en su sucesora en la tierra (en el Palacio de Gobierno). La ceremonia terminó en el zócalo, el lugar simbólico del poder político mexicano, un escenario donde se realizaban rituales de Estado pero donde también se desplegaba la fuerza del contrapoder, de la izquierda y las protestas sociales. Desde 2018, estos planos tienden a confundirse -porque no se pueden fundir: el primero parece haber (temporalmente) fagocitado el segundo.

En la toma de protesta, ante la presencia corporal de AMLO, la nueva presidenta, acompañada por Ifigenia Martínez —respetada nonagenaria nacionalista, fundadora del PRD,  personificando otra generación de luchadoras democráticas— consagró la sublimación histórica de AMLO como prócer de la patria: «el mejor presidente de la historia», solo comparable a Lázaro Cárdenas (otro presidente mítico, criticado solo por escasas pero profundas lecturas surgidas desde el marxismo y el comunismo revolucionario).

Además de sus indiscutibles cualidades como gobernante, Claudia fue elegida por AMLO por su lealtad. En este sentido, es su sucesora en el terreno de la política profana, pero no hereda su carisma, salvo el que históricamente otorga la silla presidencial (así como su contraparte de maldición, misma que hizo que Emiliano Zapata en 1914, a diferencia de Villa, no quisiera sentarse en ella), que ha permitido a varios presidentes priistas liberarse de la herencia de sus antecesores aun cuando seguían substancialmente la misma línea política. El estilo personal de gobernar de Claudia Sheinbaum parece de corte más tecnocrático y socialdemócrata, lo cual apuntaría a una normalización -e incluso una banalización- de la 4T, pero habrá que ver si, frente a escenarios de confrontación, no se tenga que desempolvar recursos y retórica del obradorismo más populista.

En el Zócalo, la ceremonia de la entrega del bastón de mando de mano de una delegación de mujeres indígenas y el corolario de la investidura popular con lectura de 100 compromisos de gobierno, calco y copia de lo realizado por AMLO en 2018, más allá de la cortina de humo de copal, apareció como la institucionalización de un ritual, en donde el desborde del entusiasmo ciudadano fue subsumido por la disciplinada presencia de los contingentes de Morena, servidores públicos del área metropolitana y de sindicatos oficialistas. No hereda el carisma, pero Claudia Sheinbaum recibe un gran capital político: además de las riendas del aparato de Estado, millones de electores, miles de electos y de dirigentes políticos y sociales unidos por intereses y aspiraciones bajo el manto del obradorismo.

Es mucha responsabilidad y son numerosos también los riesgos. Porque, más allá de la existencia de esta comunidad imaginaria, el futuro no está escrito, como cantaba The Clash.Y, agregaría, se presenta como particularmente incierto detrás de las apariencias de una solidez que algunos ya denominan «régimen» (generalmente opositores y críticos de derecha pero también, en un sentido positivo, un intelectual obradorista como Lorenzo Meyer).

El próximo sexenio difícilmente sea una fiesta religiosa, un tiempo litúrgico en el cual se pueda repetir el acontecimiento mítico de la fundación, ya sea el desafuero y el fraude de 2005-2006 donde nació el obradorismo o la elección de 2018, cuando surgió la llamada 4T. La lógica de la fe y de la esperanza puede y suele convertirse, en el terreno de lo profano, en desánimo, frustración o rabia. En efecto, varios frentes amenazan la pax obradorista: la coyuntura económica, la posible elección de Trump en Estados Unidos, el inevitable resurgimiento de una fuerte y agresiva oposición de derechas, el aumento de la conflictualidad social, la crisis ambiental, la persistencia y expansión del crimen organizado y las probables divisiones al interior del vasto y diverso universo obradorista (amén del arbitraje que pueda seguir operando AMLO desde su atalaya de Palenque).

Terminada la comunión espiritual del día de la asunción, la mañana siguiente, 2 de octubre, los estudiantes mexicanos salieron a marchar para reiterar que «no se olvida» la matanza de Tlatelolco, reivindicando las luchas del pasado e, implícitamente quizás, advirtiendo que la lucha sigue. No podría ser de otra manera en un país donde creció a desmesura el poder militar y no se sabe qué pasó ni donde están los 43 estudiantes de Ayotzinapa. La lucha seguirá, ya que lo único que podemos prever -sugería Gramsci- es el conflicto pero no sus formas y sus desenlaces.

Valga la advertencia que nos dejó Daniel Bensaid en Éloge de la politique profane que, por dura que suene, vislumbra los desafíos de lo profano detrás de las ilusiones de lo sagrado:

¿No quieren más a las clases y a sus luchas? Tendrán las plebes y las multitudes anómicas. ¿No quieren a los pueblos? Tendrán las manadas y las tribus. ¿No quieren más partidos? Tendrán el despotismo de la opinión (…) La lucha de clases se disuelve en la comunión solemne del pastor y su rebaño. Es el grado cero de la política como estrategia.