Por: Juan Torres López
Me atrevo a pensar que cualquier persona con una mínima formación o cultura general sabe que la productividad es el resultado de dividir la cantidad producida por algún recurso (un trabajador o una máquina, por ejemplo) entre el número de horas necesitadas para producirla. Al definirla así, el diccionario de la Real Academia pone este ejemplo: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora.
También es bien sabido que el incremento de la productividad está directamente relacionado, casi siempre, con la utilización de nuevas técnicas, con el desarrollo tecnológico.
Sin embargo, tan sólo a partir de esas dos ideas que conoce casi todo el mundo aparecen ya algunas paradojas interesantes.
La primera es que el concepto de productividad que se utiliza por economistas y servicios estadísticos para calcular su magnitud y hacer comparaciones no es el que acabo de indicar -cantidad producida (q) dividida por el número de horas (h)-. Para estimarla dividen el Producto Interior Bruto (PIB) entre el número de horas utilizadas para producirlo.
La diferencia es sustancial porque el PIB no registra una cantidad producida (q) sino un valor monetario, es decir, una cantidad producida multiplicada por el precio al que se ha vendido (q*p).
La razón de por qué ocurre esto es muy sencilla.
En un proceso productivo elemental, en el que un trabajador produjese un solo producto y de contenido material, sería factible medir su productividad como cantidad producida dividida por las horas empleadas: 200 ladrillos por hora o doce televisores por hora, como en el ejemplo de la Academia. Pero ¿qué ocurre cuando la producción es de un servicio, de un bien con un alto contenido de recurso inmaterial, o cuando se producen diferentes productos -como en la mayoría de las empresas o en una economía en su conjunto- y se quiere obtener la productividad global?
¿Cómo se mide la cantidad exacta producida por una enfermera, un maestro, una investigadora, un policía, un ingeniero informático, un matemático, un directivo de banca, un arquitecto, un asegurador, una publicitaria…?
Además, en el caso de que sea posible calcular exactamente la cantidad producida (doce televisores por hora), no tendría sentido hacer comparaciones, ni a nivel de empresa ni al de actividad, o -mucho menos- al de una economía en su conjunto: ¿tiene sentido decir que un trabajador que produce doce televisores por hora es más productivo que una cirujana que realiza solo una operación al día?
No tiene sentido ni es posible hablar globalmente de la productividad de una empresa que fabrique varios productos distintos o de la de una economía, en la que se producen cantidades relativas a millones de productos. La razón, todo el mundo la sabe: no se pueden sumar peras con manzanas.
Para superar ese escollo es por lo que los economistas hacen la trampa de calcular la productividad como lo que no es, dividiendo el PIB (cantidad producida por su precio) entre el número de horas necesitadas para producirlo.
De ahí surge una segunda paradoja.
Aunque casi todo el mundo sabe que la productividad aumenta cuando hay desarrollo tecnológico y se aplican nuevas técnicas que mejoran la forma de producir, lo cierto es que, en las últimas décadas de revolución tecnológica, la productividad, como dijo Robert Solow, «no aparece en las estadísticas». Todas ellas indican que está disminuyendo.
Hay muchos y buenos estudios empíricos que han tratado de mostrar las razones de por qué ocurre esto último. Entre ellas y por citas solo algunas más importantes: desaceleración global, crisis financieras, variaciones en la composición del trabajo, problemas de medición, menor impacto de las nuevas oleadas de innovación, retardo en sus efectos, concentración del capital que produce grandes diferencias entre empresas, incremento del trabajo no automatizable, disminución en la contribución que el capital hace por trabajador, crisis del comercio internacional o pérdida de eficiencia en la asignación.
A mi juicio, sin embargo, los estudios convencionales eluden el problema fundamental que es mucho más elemental: en el capitalismo actual, es inevitable que la productividad se minusvalore mientras se utilice el PIB como numerador para calcularla
El PIB, como he dicho, es un valor monetario, el valor de las ventas o, si se quiere, un ingreso. Por tanto, cuando se utiliza no se está midiendo, en realidad, la productividad, es decir, la producción de un factor (trabajo o capital) por tiempo empleado, sino el ingreso de cada uno de esos factores. La diferencia es fundamental, entre otras razones, porque ese ingreso no depende sólo de la cantidad, sino también del precio.
Las consecuencias de ello son muchas y tremendas, aunque mencionaré sólo una de ellas. Se suele decir, por ejemplo, que los salarios de determinados empleos son bajos porque los llevan a cabo trabajadores y, sobre todo, trabajadoras poco productivas. La realidad es otra: la productividad así calculada de esos empleos es baja porque el ingreso (salario) es reducido.
La productividad no aparece en las estadísticas con la magnitud que realmente tiene porque el PIB no puede recoger correctamente los componentes que hoy día están añadiendo más valor a los procesos económicos y que son determinantes de los cambios en la productividad: información, conocimiento, digitalización o aprendizaje automático. Una limitación que, además, se refuerza porque el capitalismo de nuestros días multiplica los trabajos y actividades de suma cero que no generan producción (desde las especulativas, hasta la abogacía, pasando por gran parte del comercio financiero y la gestión de activos, hasta la publicidad y el marketing para construir marcas a expensas de otras). La aportación al PIB de empresas o actividades como Googleo, Facebook o WhatsApp se limitan a su ingreso publicitario porque sus «clientes» no pagamos por utilizar su motor de búsqueda, su red o el servicio que proporcionan. Su «cantidad producida» recogida en el PIB a la hora de calcular la productividad está claramente infravalorada.
El uso del PIB produce otro efecto paradójico. Esa magnitud sólo registra las actividades que tienen expresión monetaria. Por tanto, cuantos más recursos se dediquen, por ejemplo, a combatir las externalidades ambientales negativas, al trabajo voluntario, a los cuidades y la reproducción de la vida… menos productivo se dirá que es el uso general de los recursos. Aunque, al mismo tiempo, se producirá otra paradoja. Sabemos que, cuanto más bienestar creen esas actividades no monetarias, más desahogado y productivo será el trabajo en el resto de actividades de expresión monetaria. Así, se podrá creer que las economías alemana o japonesa son muy productivas gracias al esfuerzo y mérito de sus empleos retribuidos monetariamente, cuando quizá lo sean por la elevada extensión de la actividad no monetaria e invisibilizada que en ellas se lleva a cabo.
Y todo ello con independencia de que la bondad de la productividad que se mide como vengo señalando se basa en otra falacia, cuya falta de fundamento viene demostrándose día a día: aceptar que producir más con menos recursos implica necesariamente un mejor rendimiento, más eficiencia o mayor beneficio o bienestar para las empresas y la economía en general.
En conclusión, es imprescindible replantearse el concepto de productividad y su medición, para recoger todos los insumos de la producción, incorporar todos sus efectos o resultados y utilizar criterios de valoración realistas y no sólo monetarios, generando, para ello, nuevos tipos de datos y registros estadísticos.
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