Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
«Cuando todo parece perdido, hay que poner manos a la obra comenzando desde el principio» —Antonio Gramsci.
Siguen vigentes, mutatis mutandi, las cuestiones de fondo que subyacen a la disyuntiva y la combinación entre reforma o revolución que han inquietado a tantos socialistas y fueron problematizadas de manera ejemplar por Rosa Luxemburgo. En nuestros aciagos días latinoamericanos, atravesados por la derechización y por la crisis del progresismo y de la izquierda anticapitalista, podemos formular y problematizar una antinomia solo parcialmente diferente —surgida justamente de las experiencias políticas de la región en las últimas décadas— entre reformismo y antagonismo.
Asumir esta bifurcación evita caer en dos distorsiones generadas por el análisis centrado en el dualismo populismo-movimientismo. La primera distorsión, de carácter político, es que asumiendo, sin conceder, que son equivalentes en tanto tienen vicios en el plano táctico-estratégico, no se puede no reparar en sus diferencias a nivel ético e ideológico ya que no comparten las mismas responsabilidades políticas —en términos de impacto— y porque, en todo caso, no es lo mismo errar de un lado que del otro de la frontera de clase.
La segunda distorsión, de carácter lógico, es que este dualismo ampara la idea de una posible y necesaria vía socialista unitaria, la línea correcta que combina de forma adecuada reformas y revolución y que resuelve el pasaje de la mera protesta a una política socialista que, apoyándose en la organización y la lucha social, se realice plenamente en el momento institucional y electoral.
En contraste con esta postura, creo que la tensión entre reformismo y antagonismo atraviesa el debate y configura un campo socialista irreductiblemente plural, ilustrando una incompatibilidad de fondo que tenemos que reconocer y aceptar si queremos vislumbrar, acorde con los tiempos y los retos que tenemos enfrente, la posibilidad o la necesidad de una convivencia en lugar de una lucha fratricida o, mejor dicho, compañericida.
Reformistas y antagonistas
Me permito simplificar, por necesidad, las coordenadas de la antinomia de las principales perspectivas socialistas actuales, tipos ideales a través de los cuales agrupo una serie de expresiones concretas similares, que no idénticas (omito todas las variantes y las razones de su contraste). A grandes rasgos, los socialistas reformistas apoyan —más o menos críticamente— a líderes, partidos y gobiernos progresistas, buscan modificar a la formación socioeconómica capitalista en la medida de lo posible, se orientan por una noción de hegemonía entendida como ampliación del consenso y de construcción de un sujeto popular con rasgos clasistas a través de la combinación de participación electoral y organización social y, cuando es conveniente, de tácticas de lucha social.
En contraste, los socialistas que propongo llamar antagonistas son críticos y opositores de los progresismos, asumen a la lucha social como estrategia y no como táctica, apuestan a la movilización permanente (subordinando las eventuales incursiones electorales, cuando son posibles), se oponen radicalmente al modo de producción capitalista —aunque sin desdeñar la posibilidad de conquistas parciales en su interior— y pretenden impulsar la autonomía de sujetos clasistas a partir de la organización desde abajo como base de la construcción de un contrapoder que dispute la hegemonía existente.
Ambas corrientes comparten un arsenal teórico marxista —amén de sus interpretaciones y ramificaciones— y un mismo objetivo de largo plazo. Incluso comparten una lógica gradualista de acumulación de fuerzas, impuesta por las circunstancias desfavorables a corrientes que otrora se nutrían de optimismo revolucionario. Los socialistas se oponen a todas las derechas (no solo a las fascistizantes, como ocurre con sectores populistas y liberales) pero se separan en la selección de métodos y trincheras, es decir, en las concepciones de la acción y de organización política, así como del Estado.
No hay que perder de vista que, a diferencia del autonomismo, el socialismo antagonista defiende el valor de la organización partidaria y problematiza, pero no niega, el lugar y el papel del Estado como ámbito de disputa. Aunque —hay que reconocerlo— se trata de dos puntos controvertidos que generan variaciones estratégicas que se suman a las dificultades prácticas por levantar una alternativa anticapitalista eficaz y atractiva. Por ello el socialismo antagonista tiende a ser un espacio político-ideológico plural y disperso que en pocos lugares logra estructurarse y articularse. Un reto de asentamiento político en tiempos adversos que, con aristas parcialmente diferentes, enfrentan los socialistas reformistas que optan por convertirse en el ala izquierda (interna o externa) del progresismo.
Horizontes compartidos y límites de compatibilidad
Socialistas reformistas y antagonistas comparten un álbum de familia, una historia —con las distorsiones de la memoria y los rencores acumulados— y, en particular, el peso de la derrota de los años 70 y de la crisis que le siguió. Comparten también las esperanzas provocadas en América Latina por el ciclo de luchas antineoliberales y los gobiernos progresistas de los años 90-2000, que cambiaron temporalmente la dirección del viento aunque sin modificar el mar de fondo, la inercia y el sentido del oleaje.
El «fin de ciclo de la izquierda socialista», si así lo podemos llamar, es un proceso de mediana duración, al interior del cual vivimos una coyuntura particularmente difícil, marcada por un endurecimiento de la derechización política y cultural. En este contexto, a diferencia de épocas de ascenso, los márgenes de síntesis teórico-práctica entre opciones estratégicas se desvanecen, mientras que las posibilidades de una convivencia pacífica y, eventualmente, de una división del trabajo, van aumentando.
Pero existe —lo hemos constatado a nuestras expensas— una contradicción de fondo, una incompatibilidad irreductible entre la perspectiva reformista y la antagonista. Hay que aceptarlo: no hay condiciones ni disposiciones para que una sola estrategia socialista equilibrada o, si me permiten, ecuménica, se vuelva hegemónica. Se agotó el margen hipotético para imaginar una estrategia poulantziana o, al estilo del eurocomunismo, del «partido de lucha y de gobierno» o del reformismo revolucionario de la Unidad Popular en Chile. De la misma manera, no se puede pensar que la revolución brotará, tarde o temprano, espontánea o atizada, y que el socialismo surgirá simplemente desde abajo, sin eficaces mediaciones políticas, del seno de las contradicciones del capitalismo y de la disposición de los trabajadores a comportarse como clase anticapitalista.
Lo que está en crisis es la posibilidad misma de la cuadratura teórico-práctica del círculo revolucionario: la estrategia correcta que combine y sintetice tácticas desde abajo y hacia arriba. Por atinado que pueda sonar en términos lógicos, el planteamiento ecuménico implosiona a la hora de su puesta en práctica.
Los límites del reformismo
En tiempos de ofensiva capitalista, para la perspectiva antagonista (a la cual adscribo) no hay reformismo posible, por revolucionario que pretenda ser, que no implique 1) adoptar una postura defensiva (conservadora) que deja espacio a la derecha; 2) capitular sobre cuestiones fundamentales en términos de políticas públicas y de cultura política; 3) instalar modalidades conciliadoras, pasivizadoras y transformistas que atentan contra la dinámica del conflicto de clase, principio antagonista sin el cual no hay izquierda anticapitalista y socialista posible.
La experiencia latinoamericana ha mostrado de sobra cómo los progresismos o populismos de izquierda, detrás de la ilusión de retomar la ofensiva en clave anti y posneoliberal, introyectaban una serie de principios y de reglas del juego capitalista aun cuando buscaban (y, en buena medida, lograban) introducir reformas no irrelevantes ni indiferentes en el plano concreto de las condiciones materiales de existencia de las clases subalternas en términos de salida de la pobreza, aumento de su capacidad de consumo y menor represión de la protesta.
Pero los subalternos no dejaron de ser tales, no dieron pasos ni saltos subjetivos autónomos que los empoderaran. Y esta es una cuestión eminentemente estratégica que una perspectiva socialista y anticapitalista no puede obviar, siempre y cuando sigamos pensando que la emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos. La tendencia espontánea de las clases subalternas hacia el conformismo y conservadurismo es un dato que no elude la cuestión de las responsabilidades políticas de contener el conflicto y desmontar la acumulación de fuerzas desde abajo.
Aquí es donde se inserta un peligroso dualismo analítico: el que opone crisis de dirección y crisis subjetiva de las masas. La culpa es atribuida a unos u otros según convenga, argumental y circunstancialmente. En la óptica presente, sin embargo —y a diferencia de lo que se sostiene desde aquellas lógicas socialistas que tienden al reformismo— no se puede limitar una estrategia socialista a la defensa consecuente de las conquistas democráticas y sociales: las tareas defensivas no pueden ser solamente conservativas, porque tal cosa atrofia e inhabilita la capacidad para sostener proyectos y horizontes emancipatorios en coyunturas más favorables.
Convivencia socialista
Dicho esto, sin eludir la confrontación franca y abierta (pero sana y constructiva) entre perspectivas socialistas necesariamente distintas y separadas, y particularmente a la luz de derechización en curso, habría que poder establecer criterios de convivencia o de compatibilidad circunstancial. Ya que, con todas sus diferencias, compartimos un pasado y un destino común, así como ciclos de ascenso y descenso generalmente paralelos. Paradójicamente, no solo debería ser aceptable sino bienvenida la realpolitik «minimalista» del mal menor electoral que adoptan muchos socialistas antagonistas en países (como México) donde no existen opciones electorales de izquierda radical (como en Argentina) en lugar de optar por un «espléndido aislamiento».
Por otra parte, los brotes «espontáneos» de luchas e inclusive de estallidos y rebeliones, a pesar de sus inobjetables límites políticos y organizativos, deberían ser vistos, festejados y acompañados por socialistas reformistas como demostraciones disruptivas de fuerza popular que rompen equilibrios conservadores y abren posibilidades acumulación política y electoral (que suelen ocurrir como consecuencia de protestas masivas).
Obviamente, es más fácil pensar en cierta convergencia natural en coyunturas en las que el progresismo está en la oposición a gobiernos de derechas, cuando afloran reflejos del tipo frente popular o frente único, según los casos. Cuando el progresismo se vuelve gobierno, la brecha se agiganta y parece insuperable. Y, sin embargo, requerimos instalar en la duración dinámicas y formas de competencia y confrontación que no sean a suma cero, que no impliquen la negación y aniquilación política del otro, el socialista de al lado. Formas de coexistencia que deben asentarse en vínculos personales de respeto y compañerismo, como pasó durante el breve tiempo de la experiencia de la Unidad Popular alrededor de Allende, que permitan el doble movimiento que requerimos impulsar: reformas y revolución.
¿Cómo pensamos calentar las aguas heladas del cálculo egoísta de la sociedad capitalista si no lo logramos entibiar las relaciones entre nosotros, si no somos capaces de poner en marcha un sano ejercicio prefigurativo al interior del movimiento socialista en la óptica de una sociedad sin opresores ni oprimidos? Lamentablemente, el sectarismo es un mal endémico en la izquierda, tanto en tiempos de ascenso (en la disputa por quién tendrá el control del proceso y del movimiento) como en tiempos de reflujo (cuando se rapiñan de forma igualmente mezquina los reducidos espacios de sobrevivencia), y con frecuencia se expresa bajo la forma de repliegue identitario en periodos de reflujo o de autosuficiencia en etapas expansivas.
Pero si compartimos la idea de que la crisis de la dirección es algo importante pero no decisivo —sin por ello cargar toda la culpa a las masas—, es posible bajar el nivel de enfrentamiento entre compañeros y asumir el diálogo crítico como un principio de educación y de cultura socialista. La esperanza es que, algún día, no solo respetando sino aprovechando nuestras diferencias, logremos articular una sola estrategia socialista eficaz a partir de la división política del trabajo revolucionario: de cada quien según sus capacidades.
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