Sobre el final de su vida, agostada en 2011, practicó un tipo de enseñanza oral que proviene de las más antiguas tradiciones teologales. La admonición del profeta y el agudo estilo crítico de la hermenéutica de los textos sagrados se anudaron en él con la potencia emanada de enunciaciones fuertes asentadas en la certeza de una revelación interior. Sus verdades proceden de su cuerpo, aunque surgen amparadas en los textos a los que descoyunta para mostrar su esqueleto moral pérfido. Lo que las literaturas hacen con la experiencia del mundo es para Rozitchner una invitación al combate.

León leía y desleía los textos hasta el hueso disolviéndolos en una masa informe a la que le hacía decir sus propias posiciones en una guerra simbólica personal contra los poderes. Su escritura emana de su voz. Hoy resulta imposible leerlo sin que se inmiscuya el retintín de una sonoridad cascada que va elevando el tono cuando la frase se prolonga hasta casi derrapar, desparramando el sentido, o colocándolo en situación de laboriosa inteligibilidad, ligándose a la letra en la memoria secreta del lector contemporáneo que somos hasta poner en entredicho la idea misma de texto autónomo cuando cita. Su modo es el de una conversación interior sostenida con los fantasmas que rubrican las tradiciones ideológicas de la dominación a las que combate con unción de poseso.

Teólogo sin dios, acaso sin fe, apóstata gozoso, León Rozitchner procede enmascarado bajo la armadura del filósofo moderno para deslavazar la matriz del cristianismo en su estrategia diseñada para la sujeción. Pero lo hace apelando a una articulación explosiva entre criticismo marxiano, desprovisto de laicismo craso, y discurso mítico de raíz judía con el cual fue asumiendo una mayor cercanía desprejuiciada, producto de su propia, singular elaboración. Conocemos las estaciones de esa trayectoria –medio siglo de intervenciones-, pero me interesa aquí subrayar su estadio final.

León habla desde el lado oscuro del discurso teológico al que peina a contrapelo para intentar dar con su verdad –la de la teología y la suya propia. La voz de los profetas, enmascarada en sordina en sus textos previos, se vuelve eminente, emancipada de prosaísmos, donde recupera poco a poco las dimensiones del pensamiento sacro. Pero no es la suya una lectura talmúdica, pegada a la literalidad del texto, capturada en la fijación de sentidos, sino que su estrategia es la del alegorista: la ensoñación materialista como método crítico, como lo llamaba, demarca la dimensión específica en que se desenvuelve. De la crítica a la alegoría y de esta al mito: tal es su tránsito. La duermevela del pensamiento, el estado hipnótico de su verba, le permite arrojarse sobre las hipótesis más aventuradas con la libertad de aquel que actúa sin culpa al rapiñar el acervo de los lenguajes disponibles.

Su intuición siempre tuvo al sujeto como núcleo último de verdad y por lo tanto de resistencia a los poderes, y al cristianismo como máquina de daños que hace sistema con el capitalismo. La restitución del poderío materno (desplazado por el logocentrismo patriarcal en la lengua), en el cuerpo, en el cuerpo de la historia, será su mito de reparación final. Sus hipótesis, en el límite de su formulación, adquieren peso por sí mismas como preguntas que anuncian la inmarcesible instancia de redención en el sujeto –no ya en las multitudes, los Estados, o en cualquiera de sus formas de agregación. Quijotesco, León pondrá en tela de juicio el fundamento último de la historia, de su sujeto, su finalidad y consumación.

A Rozitchner le interesan los conversos. En Max Scheler descubrió el carácter sagrado de la persona humana sujeta a pasiones, y decidió llamar Absoluto relativo a esa entidad en viaje hacia lo concreto con la mezcla de lenguajes filosóficos de entonces, despojados de restos teológicos. Absoluto relativo: así nombró al sujeto, haciendo alarde de la paradoja, en la cual le confiere el carácter, por su anclaje en la historia, de ser núcleo de sentido último y reparador. A esta concepción mitológica le irá sumando napas discursivas que quedarán articuladas en su lengua. Generaba así las condiciones para deshilachar el edificio del marxismo, carente de una teoría de la subjetividad, a la vez que del existencialismo, y despejaba su asunción crítica del psicoanálisis, tradiciones con las que dialogará a varias bandas con su prosa asaetada de ironías.

Si con Persona y Comunidad -que fue su tesis doctoral sobre Max Scheler- saldó cuentas con su formación de la mano de Jean Wahl (que, según gustaba repetir, ufano, le habría dicho: “usted no es un profesor de filosofía, usted es un filósofo”), en el postperonismo se iniciaba su asunción de la política en clave filosófica. Su momento contornista es conocido: las lecturas morales en clave política de la literatura y, más en general, de la cosmovisión epocal, darán paso a la asunción del marxismo humanista sesentista en discusión franca con las ortodoxias usuales.

Pero al calor de la revolución cubana sucedería el encuentro de la singularidad de la problemática nacional: nada mejor que la experiencia de extrañamiento para instigar al pensamiento a reflexionar sobre el propio origen. Será en la discusión con John W. Cooke –su tan citado La izquierda sin sujeto- y en Moral burguesa y revolución, su libro sobre los prisioneros de Playa Girón cuya voz captura e invierte para mostrar la verdad cruda de la invasión, donde su asunción de la situación latinoamericana se hace más eminente. Su Simón Rodríguez póstumo, producto del exilio venezolano, será un momento crítico de consumación de su deriva, en contrapunto con sus otros libros de exilio: Perón, entre el tiempo y la sangre, y Malvinas, de la guerra sucia a la guerra limpia, en los que salda su distancia con sus contemporáneos cuestionándoles ambos fervores.

Para el Rozitchner lector, la verdad está siempre en otro lado. No en las estructuras desubjetivantes del estructuralismo, a las que fustiga como organismos de captación de la sacralidad de la persona, sino en una instancia que permanecerá como terra incógnita a la que llamará sujeto, y que anclaría en ciertas puntuaciones freudianas en una operación de articulación que si bien es propia de la época tendrá en él una forma específica de desviarse de las ortodoxias disponibles. El freudomarxismo sesentista desde el que ausculta los síntomas textuales tendrá en él su máximo referente local en contraposición al lacanismo creciente.

La condición por la que el discurso crítico se autoengaña y cae en sus propias celadas radica en su heteronomía con respecto a lo que critica. Sabedor de sus tretas, León opuso a la teología, como al marxismo y al psicoanálisis, cuyos respectivos edificios conceptuales bombardeó desde sus cimientos, un nuevo fundamento: el de la mitología personal de la Diosa Madre. De allí deriva la soberanía del lenguaje materno, condición de posibilidad de un pensar libre, no sujeto a otra cosa que la disputa por el sentido de la historia, cuyo fundamento estriba en la sensorialidad constituida en el infante judío al que supone no capturado por la mitología dualista cristiana de escisión de cuerpo y alma. De ese modo llega a postular su excepcionalidad en relación a la universalidad del incesto al que considera un falaz mito griego.

Si en Ser Judío había dado con las marcas étnicas como la dimensión en que anclar la resistencia a la producción del hombre abstracto y descarnado propuesto por el cristianismo y requerido por la lógica del capital, en su Freud y los límites del individualismo burgués hallará la clave de bóveda que fructificará dos décadas después en La cosa y la cruz. Allí postuló que “…aún los hombres no religiosos estamos determinados férreamente, más allá de nuestras decisiones conscientes, en la conformación de nuestro imaginario más hondo, por la cultura cristiana de Occidente –judíos incluidos”. El cuerpo de la madre virgen “es la primera máquina social abstracta productora de cuerpos convocados por la muerte”. Opuestas a las impalpables vírgenes cristianas, las diosas-madres paganas plenas de corporalidad, que según él habían dado en Las Madres de Plaza de Mayo su figura política resistente, también explican la etnogénesis indígena por la restitución del poderío de las madres en los mitos amerindios.

Para Rozitchner “el mito cristiano lucha contra el mito judío porque el poder ha descubierto que allí, en el judaísmo, está el germen de una resistencia”. El poderío restitutivo de la mater es un atributo exclusivo del ser judío, en guerra libertaria con el cristianismo que requiere su mutación, su conversión y, en última instancia, su aniquilación. En él hay una confiscación del Cuerpo por el Espíritu, la madre se vuelve Virgen abstracta y ventrílocua, que habla la lengua del Dios Padre para instalar la ley de la sumisión. La lengua materna primordial destituida por el poder cristiano sería recuperable por un arrebato colectivo que restañe la herida originaria. Pero la salvación es sólo por los judíos. Es terrenal y esperanzada. No como la cristiana: celestial, descarnada; en suma, de imposible concreción. Al describir ambas posiciones fundantes del ser social Rozitchner espeta un ultimátum: “Elijan”. Pero culmina constatando la derrota actual con una frase terrible: “no tenemos salida”.