El artículo que sigue es una reseña de Did It Happen Here? Perspectives on Fascism and America, editado por Daniel Steinmetz-Jenkins (Nueva York: W.W. Norton, 2024).

Donald Trump acaba de lograr lo que ni Adolf Hitler ni Benito Mussolini consiguieron jamás. El 5 de noviembre de 2024 el presidente entrante se aseguró el poder limpiamente, mediante una clara mayoría popular. Vale la pena pensar en ello ahora mismo, ya que los resultados de las elecciones de 2024 sin duda reavivarán lo que se ha dado en llamar el «debate sobre el fascismo»: la persistente pregunta que se hacen revistas, periódicos y redes sobre cómo se compara el populismo autoritario trumpiano con el fascismo.

Después de aflojar durante un año o dos, el debate retornó y unos pocos artículos recientes argumentaron que el lenguaje cada vez más oscuro de Trump de los últimos dos meses ya saldó la discusión: es definitivamente un fascista. Es más, Kamala Harris utilizó el término durante su campaña, y algunos ex funcionarios de la administración Trump estuvieron de acuerdo. Es cierto que los republicanos subieron el tono recientemente: Trump prometió la «mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos» e hizo un llamamiento a la violencia contra los manifestantes. Kevin Roberts, uno de los arquitectos del Proyecto 2025, afirmó que «estamos en el proceso de la segunda Revolución Americana, que seguirá siendo incruenta si la izquierda lo permite.»

El historiador Daniel Steinmetz-Jenkins editó Did It Happen Here? Perspectives on Fascism and America, una colección publicada en marzo de 2024, que cataloga el debate hasta 2023 e incluye clásicos de figuras como León Trotsky, Angela Davis y Hannah Arendt. En su introducción, Steinmetz-Jenkins escribe que el «camino a seguir es poner el debate sobre el fascismo a descansar», pero la victoria de Trump casi asegura que la discusión está lejos de terminarse.

¿Cuál fue, entonces, el resultado del debate sobre el fascismo hasta ahora? ¿Los años posteriores a enero de 2025 demostrarán que Trump era un fascista desde el principio? Por ahora, esto está claro: la interpretación de Trump a través de la lente del fascismo fue convincente pero, en última instancia, engañosa.

La razón es sencilla, y las elecciones de 2024 no la modificaron. El fascismo nació en el contexto del imperio y las democracias limitadas racialmente, pero ahora los reaccionarios radicales se adaptaron a nuevos entornos, en particular a las democracias multirraciales. El genocidio, los asesinatos en masa y el autoritarismo nunca fueron competencia exclusiva del fascismo, y siguen siendo posibilidades. Pero es probable que el futuro contenga nuevos horrores, no los reciclados de la década de 1930.

Las elecciones de 2024 subrayan la diferencia entre el trumpismo y el fascismo. Antes de las elecciones, los expertos que defienden la etiqueta de «fascismo» predecían que Trump utilizaría fuerzas paramilitares para tomar el poder. Tal vez, si hubiera perdido, se hubiera podido ver una mezcla que incluya este tipo de medidas. Pero no las necesitó: Trump ganó por mayoría popular, respaldado por un número creciente de votantes negros y latinos. Es un autoritario que trabaja a través de la política electoral, prometiendo estabilidad, no revolución.

Washington contra Weimar

Ocho años después, es difícil saber quién fue el primero en levantar la etiqueta de «fascismo» para Trump, aunque sorprendentemente los conservadores lanzaron algunas de las primeras acusaciones. Estos argumentos tenían un claro carácter exculpatorio: querían demostrar que Trump no tenía «nada que ver con el Partido Republicano» y que más bien era devoto de un credo extranjero.

Did It Happen Here? incluye una sección de ensayos dedicados a la política de la analogía: ¿El fenómeno Trump se pareció al de los años 30? ¿Y por qué mirar a la Europa de entreguerras, en lugar de algo más cercano?

La carga de la analogía profascista pasa por mostrar por qué Trump es un fascista, pero sin diluir el término y convertirlo en sinónimo de algo como el racismo en general. Si nos centramos específicamente en el fascismo de entreguerras, existen algunos paralelismos básicos: el trumpismo comparte racismo, nacionalismo y tendencias antidemocráticas. Pero al trumpismo le faltan los elementos centrales del fascismo de entreguerras, especialmente el culto a la violencia como medio de transformación.

El objetivo del fascismo era «traer la guerra a casa», apoyándose en los soldados desmovilizados decididos a transformar la experiencia bélica en una forma permanente de gobierno. Enfrentados a la derrota militar, los fascistas consideraban la violencia y la conquista como motores de la revolución social. «El individuo, mediante el autosacrificio y la renuncia al interés propio mediante la muerte misma, puede alcanzar esa existencia puramente espiritual en la que consiste su valor como hombre», como dijo Mussolini. Por eso, como señala Jan-Werner Müller en su ensayo, los fascistas libraron una guerra de guerrillas interna contra los socialistas y lanzaron programas de revolución interna y conquista externa agresiva. Pretendían hacer de la guerra una forma de vida.

En Estados Unidos, existen grupos que propugnan una política fascista de violencia regenerativa y guerra permanente —especialmente el movimiento White Power (poder blanco) y las milicias—, y el 6 de enero involucró a un gran número de veteranos de guerra. Trump se muestra inquietantemente amistoso con estos grupos («apártense y esperen»), pero no son representativos del modus operandi de Trump, que trató de presentarse como un presidente opuesto a guerras eternas como las de Irak y Afganistán y como opuesto al inicio de un proyecto de expansión imperial. «Queremos un ejército fuerte y poderoso e, idealmente, no tendremos que usarlo», según sus propias palabras. También llaman la atención los llamamientos de Trump a la violencia contra manifestantes y opositores políticos, pero no está librando una guerra de guerrillas contra ellos.

Un punto fuerte a favor de la interpretación del fascismo es la violencia paramilitar antidemocrática que muchos republicanos toleran, cuando no respaldan abiertamente. El anteriormente escéptico historiador Robert Paxton, un aclamado estudioso del fascismo, revisó su postura sobre Trump después del 6 de enero, escribiendo un ensayo (incluido en el volumen) en el que afirmaba que el acontecimiento eliminó «su objeción a la etiqueta de fascismo». Lo comparó con una manifestación fascista fallida en París durante 1934, cuando las ligas francesas de extrema derecha intentaron sin éxito asaltar la Cámara de Diputados, de forma similar a la irrupción de las milicias del 6 de enero en el Congreso.

Aun así, no está claro que el 6 de enero cuente como prueba de que Trump sea fascista. No está directamente relacionado con los agentes más involucrados en la jornada; no es miembro ni líder de grupos como los Proud Boys. En cambio, lo que demuestra el 6 de enero es la disposición de los conservadores autoritarios a colaborar con fuerzas extremas, especialmente cuando se sienten políticamente debilitados. Esto también tiene un precedente de entreguerras: ni Hitler ni Mussolini tomaron el poder mediante un golpe de Estado, sino que fueron invitados por conservadores de tendencia autoritaria.

Muchos observadores creían que lo que importaba eran las consecuencias de la analogía, no solo su exactitud. Así, Samuel Moyn encontró algo pernicioso en la analogía con la Alemania nazi. «Anormalizar a Trump encubre que es la quintaesencia de los Estados Unidos, la expresión de síndromes perdurables y autóctonos», plantea. Daniel Bessner y Ben Burgis también advierten que etiquetar a Trump como fascista conlleva riesgos estratégicos, argumentando que tal alarmismo podría expandir el estado de seguridad, lo que probablemente tendría como objetivo a la izquierda.

¿Existe un fascismo americano?

Did It Happen Here? también incluye una sección titulada «¿Es el fascismo tan americano como la tarta de manzana?», donde los ensayos cuestionan la suposición de que la Europa de entreguerras es el modelo definitivo para el fascismo. Jason Stanley y Sarah Churchwell, en particular, sostienen que el fascismo tiene raíces autóctonas estadounidenses, lo que Churchwell denomina como «fascismo americano».

Estos estudiosos se basan a menudo en las críticas de pensadores negros anticoloniales como Frantz Fanon y Aimé Césaire, que sostenían que el fascismo era una forma de colonialismo que se volvía contra Europa. Bajo el yugo de la supremacía blanca en casa, estos pensadores anticoloniales señalaron las similitudes entre el fascismo y el racismo euroamericano.

Los regímenes fascistas, argumentan estos estudiosos, nacieron de la política imperial tardía: Los fascistas alemanes e italianos, que se perdieron la apropiación de tierras del siglo XIX, anhelaban crear esferas internacionales de influencia comparables al Imperio Británico o a Estados Unidos. Persiguieron la expansión del imperio en Europa y el Mediterráneo y aplicaron más cerca de casa métodos coloniales como la segregación, el trabajo forzado y la limpieza étnica. Hitler, por su parte, veía a países como Ucrania como pizarras en blanco para los «granjeros-guerreros» alemanes. El genocidio de la era jacksoniana se perfilaba como un gran modelo para él, afirmando que el Volga sería «nuestro Mississippi».

Como proyecto colonial de colonos que practicaron el genocidio y la esclavitud, algunos aspectos del fascismo tienen claros precedentes en Estados Unidos. Los grupos paramilitares —como el Ku Kux Klan (KKK) y los Camisas Rojas— durante la Reconstrucción y la época de las leyes Jim Crow anticiparon algunos de los rasgos básicos de los movimientos fascistas de entreguerras, como señala Robert Paxton en su libro. El primer KKK era un grupo paramilitar que aspiraba a funcionar como un Estado dentro del Estado, glorificaba la violencia y estaba formado por veteranos, todas características clave del fascismo de entreguerras. El KKK y los fascistas tenían incluso funciones de clase paralelas. Si los fascistas hicieron la guerra a los socialistas y a los sindicatos, el KKK de la época de la Reconstrucción tenía una némesis de clase homóloga: los trabajadores negros emancipados.

Estos autores sostienen que deberíamos reconocer los rasgos distintivos de cualquier «fascismo americano», que podrían pasar desapercibidos si nos centráramos únicamente en la Europa de entreguerras. «Un fascismo americano desplegaría, por definición, símbolos y eslóganes americanos», escribe Sarah Churchwell. Y continúa: «El ultranacionalismo del fascismo significa que funciona normalizándose a sí mismo, recurriendo a costumbres nacionales familiares para insistir en que simplemente está llevando a cabo sus actividades como de costumbre». Como señala Churchwell, Estados Unidos reivindica una tradición de simpatizantes fascistas antiintervencionistas —como el Comité America First—, lo que sugiere que el fascismo estadounidense podría no ser tan amigo de la expansión imperial como los regímenes de Hitler o Mussolini.

Cambio histórico

La relación entre el racismo y el fascismo estadounidenses es quizá el argumento más sólido para aplicar el término «fascismo» a los movimientos conservadores contemporáneos, sobre todo dada la sorprendente similitud entre la violencia paramilitar en el Sur y los movimientos fascistas.

Sin embargo, la idea del fascismo estadounidense tiene sus limitaciones. Tiende a generalizar en exceso: ¿se refiere el fascismo estadounidense al KKK? Si es así, ¿qué versión? ¿John C. Calhoun o Andrew Jackson? ¿Todos los anteriores? Ni siquiera está claro que el fascismo se inspire en costumbres nacionales conocidas: después de todo, la esvástica no era alemana. Además, cuando nos fijamos en casos no controvertidos de «fascismo realmente existente» en Estados Unidos —pensemos en los neonazis contemporáneos—, éstos se parecen notablemente a los fascistas de otros lugares. Esto sugiere que la tesis del fascismo estadounidense exagera la cuestión de la variación nacional.

Incluso si pudiéramos resolver estas ambigüedades, los paralelismos históricos entre el KKK, Jim Crow y el fascismo no demuestran necesariamente que el trumpismo sea fascista. Señalar a los precursores del fascismo en la historia estadounidense es fácil, pero el argumento debe tener en cuenta el cambio histórico. Churchwell escribe que «las energías fascistas estadounidenses de hoy son diferentes del fascismo europeo de los años 30, pero eso no significa que no sean fascistas; significa que no son europeas y que no estamos en los años 30». Sin embargo, si los grupos afines al fascismo se alejaron de los rasgos fascistas básicos e intentaron asimilarse a fuerzas conservadoras más dominantes, la etiqueta de «fascismo» se vuelve cuestionable.

Uno de los ensayos de Did It Happen Here? se pregunta: «¿Ha adoptado el fascismo una nueva forma en la actualidad?». Los movimientos conservadores actuales a veces toman prestadas ideas de una fase anterior del conservadurismo, anterior a la Segunda Guerra Mundial (por ejemplo, America First), que era más nacionalista, racista y antisemita. Lo que hacen estos movimientos afines al fascismo es ilustrativo: intentan adaptar la política fascista a una nueva era, a menudo sin éxito. Como señalan Leah Feldman y Aamir Mufti, «aunque el fascismo parece inmediato y presente en una serie de acontecimientos espectaculares» como Charlottesville, el fascismo también «sigue siendo periférico, desorganizado, siempre tambaleante y fracasado».

La italiana Giorgia Meloni ilustra bien este fenómeno. En su juventud, fue miembro del Movimento Sociale Italiano (MSI), una organización fundada por antiguos fascistas tras la Segunda Guerra Mundial. Hay un vídeo famoso de una joven Meloni describiendo a Mussolini como un “buen líder” en 1993. Sin embargo, en su política actual, se distancia conscientemente del fascismo, aunque de forma ambigua (los Frattelli D’Italia conservan la simbología del MSI). Meloni es hoy más una conservadora al uso que una fascista que busca la regeneración nacional a través de la violencia.

En Estados Unidos, las conexiones institucionales son aún menos claras, ya que no hubo grandes partidos fascistas. Pero existe la misma dinámica. Grupos como los paleoconservadores de la década de 1990, asociados con Patrick Buchanan, y más tarde la alt-right, persiguieron conscientemente algo parecido a un fascismo americanizado. Pero estos grupos fracasaron en gran medida: los paleoconservadores son desconocidos, mientras que Richard Spencer, famoso por su saludo «Heil Trump», fue demandado y condenado a la oscuridad después de Charlottesville. Al parecer, ahora se describe a sí mismo como un «moderado» en Bumble.

Los nuevos proyectos de purificación nacional

La dinámica clave aquí es lo que se llama «dependencia del camino». Es la idea de que las elecciones del pasado limitan las del presente: las decisiones del pasado hacen posibles ciertas opciones mientras que imponen un alto costo para otras que, de otro modo habrían sido más fáciles. No se trata simplemente de que el fascismo necesitara de las condiciones de entreguerras, como la amenaza socialista o la guerra total, sino de la corta vida histórica del fascismo. A diferencia de otros «ismos» como el liberalismo, el fascismo surgió a principios del siglo XX, subió al poder y se autodestruyó en pocas décadas. En 1945, ya no había gobiernos autodenominados fascistas.

Grupos como el movimiento White Power siguen siendo marginales. Muchas figuras favorables al fascismo —como Alain de Benoist en Francia— intentan cambiar de marca, enfatizando eufemísticamente valores como la diversidad cultural por encima de la raza y minimizando la violencia. Es la opción más racional si se quiere seguir siendo viable en la política contemporánea. Pero al alejarse de la guerra y de las ambiciones raciales utópicas, aunque sea de forma poco sincera, estos grupos se separan de los elementos centrales del fascismo. Como escribe Müller, «una de las razones por las que no estamos asistiendo al segundo advenimiento de un pasado antidemocrático concreto es simplemente que los antidemócratas de hoy también aprendieron de la historia». La violencia y el racismo siguen animando a los movimientos autoritarios, pero en formas que contrastan de manera importante con el régimen fascista.

En términos más generales, los cambios políticos radicales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, especialmente los movimientos a favor de la participación de la mujer en el mercado laboral y los derechos civiles, limitaron el resurgimiento fascista. El fascismo, al menos en su forma de entreguerras, fue un producto del periodo de los imperios formales y las democracias limitadas racialmente, y es tan fácil que encaje en un mundo configurado por los derechos civiles y las democracias multirraciales. El ascenso de Spencer a la fama fue un testimonio del profundo racismo de Estados Unidos, pero su declive muestra el alto precio de abogar por un etnoestado.

El trumpismo pone de relieve este cambio, incorporando selectivamente el statu quo posterior a los derechos civiles al tiempo que mezcla el racismo con el pluralismo cultural. Su mitin en el Madison Square Garden estuvo plagado de retórica racista, pero la victoria de Trump en 2024 contó, no obstante, con encuestas a pie de urna que mostraban un mayor apoyo entre los votantes negros y latinos. «Vinieron de todas partes. Sindicados, no sindicados, afroamericanos, hispanoamericanos», como afirmó Trump en su discurso de aceptación. «Tuvimos a todo el mundo, y fue hermoso».

Quizá sea teóricamente posible un fascismo multirracial. Y está claro que el trumpismo sigue siendo un proyecto racista: se puede ser racista y aun así atraer a un electorado multirracial. Pero la conclusión es que la extrema derecha contemporánea evita deliberadamente el racismo y que sus proyectos de purificación nacional no se basan en la raza de la misma manera que las democracias restringidas racialmente del sur de Estados Unidos, la Alemania nazi o Sudáfrica.

Acabar con el debate sobre el fascismo

Siempre ha habido un elefante en la habitación en lo que respecta al debate sobre el fascismo: no todos los movimientos racistas son fascistas. Así que no está claro por qué deberíamos subsumir a los movimientos autoritarios contemporáneos bajo la etiqueta de fascismo.

Las colonias de colonos, los nacionalistas liberales, los capitalistas, los conservadores —incluso algunos socialistas— apoyaron o practicaron el genocidio, el racismo, la eugenesia y el imperialismo en un momento u otro. No todo lo racista es fascista. Los autores del volumen ofrecen formas de análisis contrapuestas —«populismo autoritario de derechas» para Jan-Werner Müller, o «bonapartismo» para Anton Jäger— y estos relatos más deflacionarios, aunque menos dramáticos, conservan la claridad analítica.

«Populismo autoritario de derechas» podría ser la mejor categoría para entender al trumpismo, al menos por ahora. A diferencia de los fascistas, los autoritarios no buscan ni una revolución ni la movilización de masas. En cambio, son más «estáticos», como dice Müller, y promueven la jerarquía, el orden y la antidemocracia sin agitar demasiado las cosas. El Partido Republicano, por su parte, propugna ahora un autoritarismo producto del capitalismo neoliberal. El deseo repetido de «deconstruir el Estado administrativo» o de «iniciar una larga quema controlada» en el gobierno tiene un precedente en los neoliberales de mentalidad autoritaria, cada vez más preocupados por la compatibilidad de la democracia y el capitalismo.

Aunque el marco del «fascismo» invoca una urgencia apocalíptica, hay pocas razones para suponer que la historia se repetirá de este modo. La forma en que los reaccionarios reinventan la dominación, y no sus semejanzas con formas sociales anacrónicas, sigue siendo el enigma más profundo.