Por: Branko Marcetic
En un principio, el gobierno estadounidense impuso sanciones a Siria como castigo al dictador Bashar al-Assad, a su régimen autocrático y a la represión a la que sometía a su propio pueblo. En la práctica, sin embargo, estas sanciones aplastaron sobre todo a los sirios de a pie a los que supuestamente debían proteger. Así que, ahora que por fin se ha ido Assad, se podría pensar que es el momento ideal para levantarlas.
Pero no. Es simplemente «demasiado pronto» para hacerlo, dijeron hace unos días varios legisladores estadounidenses, haciéndose eco —o, más exactamente, guiando— las declaraciones de los funcionarios europeos, que también se niegan a poner fin a las sanciones hasta que vean que el gobierno entrante se comporta de la mejor manera posible. Según estos funcionarios occidentales, lo que está en juego es el historial de extremismo de los victoriosos rebeldes sirios y sus antecedentes terroristas, así como la cuestión de si respetarán los derechos de las minorías, de «las mujeres y las niñas» y los derechos humanos en general.
Aquí hay capa tras capa de absurdo indignante. Recordemos primero a quién perjudican realmente estas sanciones: no a la odiosa clase dirigente siria sino a sus millones de ciudadanos de a pie, inocentes.
Sancionar la miseria
Siria es uno de los países más sancionados del mundo, y esto, sumado a las diversas crisis que ha sufrido en la última década —incluida su brutal guerra civil de trece años de duración y un terrible terremoto que no fue suficiente para que Washington dejara de pulverizar su economía— convirtieron al país en un infierno para su pueblo. En 2022, antes de que el terremoto causara daños por valor de 5.000 millones de dólares, el 90% de sus 24 millones de habitantes vivía en la pobreza. Más de doce millones sufrían inseguridad alimentaria, 14,6 millones necesitaban ayuda humanitaria y sufría de escasez debilitante de necesidades básicas como combustible, alimentos, agua potable, medicinas y suministros médicos.
Mientras tanto, Assad, el objetivo ostensible de estas sanciones, vivía en una opulenta mansión, comprando marcas de consumo de alta gama y manteniendo una colección de coches de lujo. Esto subraya lo absurdo de la situación; ya que al fin y al cabo fue su gobierno continuado sobre Siria lo que justificó las sanciones.
Ya en 2006, un cable diplomático filtrado reveló la estrategia de Washington para desestabilizar a Assad explotando las debilidades de la economía «perpetuamente de bajo rendimiento» de Siria, incluyendo planes para desalentar la inversión extranjera directa en Siria, lo que las sanciones finalmente lograron. Donald Trump calificó las sanciones que su gestión aplicó a Siria como una forma de «promover la rendición de cuentas por los actos brutales contra el pueblo sirio por parte del régimen de Assad». Barack Obama enmarcó de manera similar sus sanciones anteriores como una respuesta a «la flagrante falta de respeto del gobierno de Assad a la dignidad del pueblo sirio» y como un intento de «presionar al presidente Assad para que se apartara del camino» de una transición política en Siria.
Pues bien, ahora Assad se fue y los funcionarios estadounidenses ya lograron lo que dijeron que buscaban. Sin embargo, parece que Washington va a seguir sancionando a Siria y empobreciendo a su pueblo de todos modos: primero, por el delito de estar gobernada por un dictador y ahora por haber sido liberada de él por una escisión de Al Qaeda.
De Al-Nusra a HTS
Por supuesto, los funcionarios estadounidenses argumentan que los desagradables antecedentes de los rebeldes hacen que las sanciones sean necesarias para mantenerlos a raya y evitar que maltraten a los sirios de a pie. Sin embargo, aparte del hecho de que, una vez más, estas sanciones perjudican abrumadoramente a los mismos sirios a los que se supone que deben proteger, este razonamiento es particularmente hipócrita. Washington fue plenamente consciente durante mucho tiempo de que la situación actual era un resultado probable del cambio de régimen que esperaba apoyar en el país.
Ya en 2012, la Agencia de Inteligencia de Defensa elaboró un memorando en el que argumentaba que Al Qaeda y otros grupos islamistas violentos eran «las principales fuerzas impulsoras» de la insurgencia armada contra Assad. La idea de que hay «rebeldes moderados» que Estados Unidos puede entrenar en Siria fue literalmente risible desde el inicio del programa estadounidense de apoyo a los rebeldes, con el entonces vicepresidente Joe Biden admitiendo en un momento dado que no había «ningún medio moderado» en la guerra civil siria. Y, según el New York Times , los funcionarios de Obama habían temido desde el principio que las armas y los combatientes entrenados que proporcionaron en la guerra civil acabaran en el Frente Al-Nusra, afiliado a Al-Qaeda, que es lo que acabó ocurriendo. Al-Nusra se transformó más tarde en Hay’at Tahrir al-Sham (HTS), los rebeldes que acaban de derrocar a Assad para tomar el control del país.
En otras palabras, el gobierno de Estados Unidos está castigando al pueblo sirio por una situación de la que no sólo es cómplice en parte, sino que era plenamente consciente de que este desenlace era una posibilidad si caía Assad, y todo por razones totalmente fuera del alcance de los sirios de a pie.
La afirmación de que los sirios deben seguir pasando hambre y empobreciéndose por la profunda preocupación de los funcionarios occidentales por los derechos humanos es especialmente atroz. Además del hecho de que los gobiernos de Estados Unidos y Europa apoyan alegremente a las brutales y discriminatorias autocracias de Oriente Medio —saluden al pueblo, Egipto y Arabia Saudita—, ahora mismo seguimos viendo cómo nuestros gobiernos facilitan impávidamente uno de los crímenes más monstruosos del siglo: la destrucción sistemática por parte de Israel de la vida y la sociedad palestina en Gaza.
Castigar a los inocentes
Según el informe más reciente de Naciones Unidas, la guerra en Gaza ya dejó a 50.000 mujeres embarazadas «sin lo esencial para sobrevivir» y a 38.000 niñas adolescentes «enfrentándose a condiciones similares a la hambruna». Esto hace que las invocaciones occidentales de preocupación por «las mujeres y las niñas» en Siria parezcan extremadamente poco sinceras. Es una reminiscencia de Afganistán, donde Estados Unidos también diseñó una crisis económica supuestamente destinada a obligar a los talibanes a cumplir con las normas básicas de igualdad de género, pero en su lugar terminó sumiendo a las mujeres afganas en el hambre y forzando a las familias a vender a sus hijas por comida. Esa estrategia no acabó convirtiendo a los talibanes en defensores de los derechos de la mujer, un sombrío presagio del éxito que puede llegar a tener su nueva aplicación en Siria.
La política estadounidense en Siria no tiene ningún sentido. Durante años, funcionarios estadounidenses y europeos quisieron derrocar a Assad, aceptando como costo el riesgo de un vacío de poder ocupado por grupos extremistas y la pauperización de sirios inocentes. Ahora que lograron cumplir ese deseo, de todos modos van a seguir castigando económicamente a esos sirios.
Es un testimonio de la falta de rumbo de la política occidental hacia el país. Pero, tras el caos del año pasado en Oriente Medio, esto sin duda también llevará a la región a preguntarse seriamente si Estados Unidos y sus socios tienen alguna estrategia coherente para su parte del mundo que no sea simplemente la de sembrar la muerte y el caos.
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