Por: Edwin F. Ackerman
¿Cómo hizo el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador para convertir una campaña anticorrupción en una oportunidad para la redistribución económica?
Las elecciones presidenciales que tuvieron lugar en México el 2 de junio entregaron al partido dirigente Morena y a su candidata, Claudia Sheinbaum, una victoria decisiva. Fundado en 2014 por Andrés Manuel López Obrador, conocido como AMLO, Morena obtuvo el 60 por ciento de los votos en una contienda de tres candidatos y una mayoría de dos tercios en la Legislatura. Sheinbaum asumió el cargo en octubre, con un mandato indiscutible. E hizo campaña con la promesa de continuar las políticas que AMLO aplicó durante su mandato como presidente, en el que se produjeron avances apreciables para los trabajadores.
Las cifras oficiales muestran que los salarios reales aumentaron aproximadamente un 30%, la participación de los trabajadores en los ingresos creció un 8% y los ingresos del 10% más pobre crecieron un 98,8%. Además, el coeficiente de Gini del país, una medida de la desigualdad, mejoró, y la pobreza general cayó un 8,5%, con más de nueve millones de personas que salieron de la pobreza, la mayor reducción en veintidós años. Las tasas de desempleo son ahora las más bajas de la región, junto con un ligero descenso del trabajo informal.
Una política anticorrupción de izquierda
No es de extrañar que AMLO mantuviera unas cifras de aprobación extraordinariamente altas durante toda su gestión, con una media de 60 puntos porcentuales y acercándose al 80% hacia el final del mandato. Es cierto que el líder de setenta y un años recibió críticas por parte de progresistas de diferentes tendencias. Durante su mandato, afirman sus críticos, AMLO no rompió del todo con el neoliberalismo, no atendió las demandas de feministas o ecologistas y reforzó la militarización de los asuntos públicos: muchos grandes proyectos de infraestructura en México siguen siendo construidos y gestionados por el ejército. Estas críticas no carecen de fundamento.
Lo que es incontrovertible, sin embargo, es el progreso que Morena encabezó en nombre de la clase trabajadora, confirmado en las urnas a principios de junio. Con razón, esto suscitó un renovado interés en el mundo anglosajón, que durante décadas se vino preguntando cómo revitalizar a una izquierda centrada en las clases populares.
Si hubo un rasgo distintivo del estilo político de AMLO, fue su capacidad para tratar al neoliberalismo como sinónimo de corrupción. Históricamente, la política anticorrupción fue el pilar de la derecha neoliberal que busca privatizar industrias estatales plagadas por la corrupción. En América Latina, al menos, las clases media y alta fueron el electorado más fiable para este tipo de políticas. Pero AMLO supo adaptar hábilmente la política anticorrupción para atraer a las masas sin abrazar el antiestatismo neoliberal ni una antipolítica tecnocrática que empodere a funcionarios no elegidos.
«Suena fuerte, pero privatización ha sido en México sinónimo de corrupción», dijo AMLO en su discurso de toma de posesión en diciembre de 2018. «Desgraciadamente, casi siempre ha existido este mal en nuestro país, pero lo sucedido durante el periodo neoliberal no tiene precedente en estos tiempos que el sistema en su conjunto ha operado para la corrupción», agregó. Y concluyó: «El poder político y el poder económico se han alimentado y nutrido mutuamente y se ha implantado como modus operandi el robo de los bienes del pueblo y de las riquezas de la nación».
Los rasgos clave del Estado neoliberal mexicano fueron el aumento de la subcontratación de servicios a empresas privadas, los subsidios a un sector privado al que se alienta a competir con las empresas estatales (la electricidad es uno de los ejemplos más atroces), los mecanismos para ceder el control de los fondos públicos a través de fideicomisos administrados de forma privada, y toda una serie de mecanismos más o menos esetablecidos para la evasión fiscal. En el centro del diagnóstico de AMLO sobre el malestar de su país se encuentra una redefinición fundamental del neoliberalismo. Contra la creencia común, el neoliberalismo no consistía en la contracción del Estado. Para AMLO, representaba la instrumentalización del Estado al servicio de los ricos.
Austeridad republicana
La reinterpretación del neoliberalismo por parte de AMLO aportó una sofisticación a los debates sobre economía que sigue siendo ajena a gran parte del mundo anglófono. Gracias a Morena, el debate en México no gira, como en Estados Unidos, en torno al eje gobierno pequeño contra gobierno grande. México funcionó bajo un «gobierno grande» durante el neoliberalismo, pero éste estuvo sistemáticamente al servicio de la clase alta, a través de medios legales e ilegales. El reconocimiento de este hecho sentó las bases para una política anticorrupción de clase.
Entender esto ayuda a explicar el concepto insignia del gobierno de AMLO, que quizá sea contraintuitivo: austeridad republicana. El término se refiere a la continua reorganización y recentralización del gasto público con el objetivo de recortar desde arriba. Según lo entiende Morena, el neoliberalismo en México no significa la contracción general del Estado sino su descentralización e instrumentalización al servicio de los ricos, por lo que la austeridad de un tipo específico podría ser una herramienta para combatir al neoliberalismo.
Aquí es clave la conexión con el diagnóstico más amplio de AMLO sobre la corrupción. La austeridad republicana busca combatir la corrupción a través de la eliminación de intermediarios de todo tipo entre el Estado y la ciudadanía en lo que hace a la distribución de los recursos públicos. La visión del gobierno de AMLO era que estas redes de intermediarios —partes del sector privado, intermediarios clientelares, ONG que recibían fondos del gobierno, fideicomisos, o simplemente empresas privadas contratadas por el Estado para llevar a cabo servicios específicos— facilitaban la captura presupuestaria. Por lo tanto, fue central en la política de Morena un impulso para recentralizar las funciones gubernamentales que habían sido subcontratadas a entidades privadas o semiprivadas.
En una conferencia de prensa en mayo de 2021, AMLO vinculó su proyecto político a una visión distintiva de la historia mexicana:
En nuestro país, la acumulación de capital no necesariamente se dio a través de la explotación del burgués o del patrón sobre el trabajador; la acumulación de capital en México se dio a través de la corrupción. Esto no es nuevo, se incrementó en la última etapa, en el periodo neoliberal (…). No se trata de hacer a un lado al marxismo, no es [que las discusiones] sobre la lucha de clases o la plusvalía no sean válidas, sino que el caso de México es algo especial.
Hay, por supuesto, muchas objeciones que uno podría hacerle a los argumentos de AMLO, especialmente a su afirmación de que esta forma de redistribución hacia arriba es una característica única de la política mexicana. Esta narrativa, sin embargo, explica en gran medida la perspectiva y los objetivos de Morena. Más que una serie de delitos individuales o escándalos aislados, para AMLO la corrupción es consecuencia de un reordenamiento en la relación Estado-economía. El neoliberalismo se caracterizó no por la contracción del gobierno sino por su conversión en un Estado rentista inverso en el que el capital drenó el dinero público a través de una serie de mecanismos. Éstos iban desde la externalización de funciones gubernamentales y la contratación a precios excesivos hasta el aprovechamiento de lagunas fiscales, creando una alianza no oficial entre políticos, empresarios y proveedores de servicios especializados.
Este nexo representa una facción de clase que es, si no específica del neoliberalismo mexicano, especialmente prominente dentro de él. Su rasgo definitorio es que genera beneficios no a partir de la producción y venta de bienes en el libre mercado sino de la extracción de recursos públicos.
Los fenómenos que AMLO observó en México tienen análogos en todo el mundo. El historiador Robert Brenner sostiene desde hace tiempo que el periodo neoliberal se caracteriza por la redistribución hacia arriba a través de medios políticos. Los recortes de impuestos, la privatización de activos públicos a precios de ganga y la socialización de pérdidas privadas masivas, como los programas de rescate tras la crisis financiera de 2008, son ejemplos de cómo el Estado intervino en la economía para alterar el equilibrio de poder de clase a favor de los ricos.
En los países ricos, al igual que en el Sur Global, el Estado no se contrajo sin más. El economista Thomas Piketty descubrió que en los países ricos los ingresos fiscales como porcentaje de la renta nacional nunca disminuyeron durante el periodo neoliberal. El neoliberalismo fue, de hecho, un reajuste del Estado para reproducir más fielmente los intereses del capital. Esta fusión del poder político, administrativo y económico sin dudas hizo que el neoliberalismo sea difícil de desalojar. Pero también expuso a las élites al tipo de crítica moral y política que AMLO planteó con fuerza.
Este tipo de política de izquierda contra la corrupción no solo logró legitimar la redistribución sino que también reincorporó a la clase trabajadora a las filas de los partidos de izquierda, revirtiendo la tendencia de desalineación característica de gran parte del mundo más rico.
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