El 7 de julio de 2024, una coalición de izquierdas, el Nuevo Frente Popular (NFP), logró una victoria sorprendente en las elecciones legislativas francesas. Compuesto por La France Insoumise (LFI), socialistas, ecologistas y comunistas, el NFP superó contra todo pronóstico a la extrema derecha y al bloque de Emmanuel Macron. Este triunfo no solo frustró los planes de la extrema derecha para acceder al poder, sino que también desbarató la estrategia de Macron de marginar a la izquierda aprovechando sus divisiones internas.
Sin embargo, la unidad del NFP resultó ser efímera. En la mañana del 6 de febrero de 2025, la coalición quedó fracturada cuando los socialistas decidieron abstenerse, junto con la extrema derecha, en una moción de censura presentada por el NFP contra el gobierno de François Bayrou. Este acto marcó el fin de la alianza y dejó en evidencia las tensiones latentes dentro de la izquierda francesa.
Francia es, hoy por hoy, el único país europeo donde la izquierda radical conserva una fuerza suficiente para enfrentarse a la extrema derecha. En otras palabras, es el único lugar donde el debate político no se reduce a una confrontación entre la extrema derecha y el social-liberalismo, a pesar de los repetidos intentos de gran parte de la élite francesa por imponer este esquema.
Este hecho, que desarrollaré a lo largo del artículo, nos obliga a analizar con detenimiento la situación política francesa para extraer lecciones útiles para la militancia en otros contextos. En particular, es crucial evitar caer en el «mal menorismo», que renuncia a un horizonte revolucionario mientras se intenta navegar en las tácticas a corto plazo.
Mayo del 68: un legado que perdura
La política francesa sigue profundamente marcada por un hito histórico: la revuelta obrera y estudiantil de mayo de 1968. Aunque este movimiento no culminó en una revolución —aunque quizás sí en una situación prerrevolucionaria— ni transformó sustancialmente el sistema político (las elecciones de junio de 1968 dieron la victoria a la derecha gaullista), el temor que infundió en la clase dominante llevó a importantes concesiones a favor de las clases populares. Este episodio ilustra cómo la fuerza social y la fuerza institucional no siempre van de la mano, y cómo es posible lograr avances significativos a través de la lucha sin que estos se traduzcan inmediatamente en cambios institucionales.
Desde entonces, las clases dominantes han intentado revertir esas conquistas, mientras las clases populares, debilitadas y desorganizadas por procesos como la atomización social, la precarización laboral, la desindustrialización, el declive del movimiento obrero y la desaparición de la URSS, han luchado por resistir. El capitalismo, lejos de ser un sistema moralmente malvado, se encuentra en un callejón sin salida: su única forma de perpetuarse es intensificando la explotación de la clase trabajadora (reduciendo derechos y salarios) y mercantilizando los servicios públicos.
El ocaso del macronismo
La economía francesa está lejos de estar saludable. Con una deuda pública que supera el 110% del PIB y un déficit superior al 6% en 2024, el país enfrenta un crecimiento estancado, una productividad en declive y sectores enteros sostenidos por subsidios estatales. Esta crisis no es exclusiva de Francia; es un reflejo de los problemas estructurales de la Unión Europea, atrapada en una guerra comercial entre Estados Unidos y China sin capacidad para definir una posición independiente.
En este contexto, la reforma de las pensiones impulsada por Macron en 2023 se convirtió en un punto de inflexión. Aunque esencial para el capitalismo francés, la reforma fue rechazada por la mayoría de la sociedad y por casi toda la clase política, excepto la coalición gubernamental. La burguesía francesa no dudó en sacrificar la popularidad de su opción política preferida para imponerla, confiando en que Macron y sus aliados recuperarían el apoyo popular con el tiempo.
La única «solución» del capitalismo a su crisis es apretar las tuercas a las clases populares, aumentando la explotación y el extractivismo. Frente a esto, la resistencia es inevitable, y en un contexto de necesidades acuciantes, la represión se intensifica. Ejemplos recientes incluyen el uso de gases lacrimógenos contra el movimiento Soulèvements de la Terre y los planes del gobierno para adquirir granadas de guerra destinadas al control de civiles. Los Chalecos Amarillos, un movimiento de base popular, ostentan el récord de detenciones en protestas recientes, con más de 10.000 arrestos.
El problema de Macron es claro: la mayoría de la sociedad francesa rechaza su programa de ajuste económico. Este descontento quedó reflejado en las elecciones europeas de junio de 2024, donde la coalición gubernamental sufrió una derrota significativa y la extrema derecha avanzó a la primera posición. Confiado en su capacidad para dividir a la izquierda, Macron convocó elecciones legislativas anticipadas. Sin embargo, su estrategia fracasó cuando toda la izquierda, desde el anticapitalista NPA hasta el social-liberal PS, se unió en el Nuevo Frente Popular (NFP). El resultado fue un nuevo revés para Macron, que quedó en tercer lugar tras el NFP y la extrema derecha.
Desde ese momento, la crisis política francesa no ha dejado de intensificarse. El sistema político del país no está diseñado para gestionar un escenario en el que el Parlamento y la Presidencia avancen en direcciones opuestas. Para evitar esta situación, tras años de cohabitation—cuando la mayoría parlamentaria y el presidente pertenecen a fuerzas políticas distintas—, a principios del siglo XXI se reformó el sistema electoral para que las elecciones legislativas coincidieran con las presidenciales. El objetivo era garantizarle al presidente electo una mayoría parlamentaria.
Ese mecanismo ha colapsado y Francia ha regresado a un régimen de cohabitation, aunque en una versión aún más inestable: no existe una mayoría clara en la Asamblea Nacional, ni a favor del presidente ni a favor de ninguna otra fuerza política.
La respuesta de Emmanuel Macron a su renovada debilidad ha sido persistir en la designación de primeros ministros de su coalición—pese a que su espacio quedó en tercer lugar en las elecciones legislativas—confiando en que la Asamblea Nacional no los censuraría. Para sostener estos gobiernos—ya sea el nombrado en septiembre o el actual, encabezado por François Bayrou—el macronismo necesita el respaldo de una parte del Parlamento. Con gran parte de la izquierda descartando cualquier colaboración con Macron—tema sobre el que volveremos más adelante—, la única opción viable para el oficialismo ha sido buscar entendimientos con la extrema derecha, con la que, además, comparte cada vez más posiciones políticas.
La extrema derecha al alza
Agrupación Nacional—nombre actual del partido de Marine Le Pen—es una fuerza que hunde sus raíces en el Frente Nacional de su padre, Jean-Marie Le Pen, recientemente fallecido. Fundado con la participación de antiguos fascistas y exintegrantes de la organización terrorista Organisation armée secrète (OAS), el partido fue durante décadas una formación marginal, excluida del sistema político y percibida como un residuo del pasado, en particular por su antisemitismo y su retórica xenófoba.
Sin embargo, esta lectura sobre la extrema derecha—que la presenta como una anomalía en el sistema—no solo es errónea, sino que ha sido funcional a la clase política burguesa, ya sea en su versión conservadora o progresista. Como señala Ugo Palheta:
La demonización de Le Pen no detuvo la propagación del lepenismo, pero sirvió de válvula de escape. Ha permitido ocultar la amplitud y el carácter sistemático del racismo en la sociedad francesa, de modo que no es necesario cambiar nada fundamental en la estructura social o en el funcionamiento de las instituciones, salvo exorcizar el fantasma del fascismo con la mano en el corazón durante las noches electorales […]. Pero el panorama es claramente muy diferente si consideramos el racismo—y el racismo colonial en particular—como una dimensión principal de la construcción del Estado francés (en el contexto de la República imperial y luego neocolonial), como un eje central de la hegemonía burguesa y como un operador fundamental de la división en el seno de la clase explotada.
Si el lepenismo ha logrado expandirse y consolidarse es porque las bases de su discurso—la exclusión social, la fragmentación de la clase trabajadora, el imperialismo y la dominación colonial—son características estructurales del capitalismo francés. La extrema derecha no busca introducir elementos ajenos al sistema, sino profundizar rasgos ya existentes, cerrando de forma autoritaria la democracia burguesa. Su ascenso no significa un desmontaje inmediato de las instituciones democráticas—como en el modelo clásico de 1933 en Alemania—sino un proceso progresivo de erosión de los derechos sindicales, los servicios públicos y las conquistas sociales. Un proceso, además, que no es exclusivo de la extrema derecha, sino que se ha desarrollado bajo gobiernos de toda la gama política del establishment.
Este trasfondo compartido explica por qué la extrema derecha se ha convertido en un aliado fiable para Macron. Desde una posición calculada, Le Pen presiona al gobierno para radicalizar su agenda racista, sabiendo que la islamofobia y la exclusión de la población de origen o descendencia migrante son ejes esenciales para cimentar su proyecto político. Al mismo tiempo, mantiene una tensión constante con el oficialismo, consciente de que Macron es ampliamente detestado en la sociedad francesa. Esta estrategia explica por qué la extrema derecha apoyó la moción de censura contra Michel Barnier en septiembre, pero ahora sostiene a Bayrou, cuyo gobierno es prácticamente idéntico al anterior.
El acercamiento entre Macron y Le Pen
Marine Le Pen sabe que su partido nunca ha contado con el respaldo pleno de la burguesía francesa. Históricamente, la clase dominante ha preferido interlocutores políticos más previsibles y controlables, evitando experimentos que pudieran desencadenar una ola de movilizaciones o reactivar a la izquierda en caso de un gobierno abiertamente de extrema derecha. Por eso, hoy Macron sigue siendo su opción preferida.
Frente a este obstáculo, la estrategia de Agrupación Nacional ha sido presentarse como una fuerza garante del orden. Al respaldar a Macron en momentos clave, han buscado generar confianza dentro del establishment económico, transmitiendo la idea de que, pese a su retórica populista, son un actor predecible y capaz de gobernar sin provocar un caos político. En esta línea, han suavizado su discurso en temas económicos, eliminando de su programa cualquier referencia al mantenimiento o refuerzo del Estado de bienestar, incluso en su versión restringida para los «franceses blancos».
Sus dos grandes promesas de campaña en el último ciclo electoral—derogar la reforma de las pensiones y reducir los precios—fueron discretamente eliminadas antes de la votación. Tampoco hablan ya de abandonar la Unión Europea, su rusofilia parece haber desaparecido y Le Pen evitó felicitar públicamente a Donald Trump, consciente de que la burguesía francesa sigue defendiendo una relativa autonomía frente a Estados Unidos.
El objetivo estratégico de la extrema derecha es llegar al gobierno, y para ello ha optado por una política de adaptación mutua con el sistema político y empresarial. Mientras el establishment asimila cada vez más elementos del lepenismo, Le Pen pule los aspectos más conflictivos de su programa para hacerlo digerible a las élites. Esta simbiosis—que antes parecía improbable—se ha convertido en el eje estructurante del régimen político francés actual.
La gran familia de la izquierda francesa
El tercer gran bloque de la política francesa es la izquierda. Sin embargo, a diferencia de los otros dos, no constituye un espacio cohesionado, sino que está profundamente dividido en dos tendencias: una izquierda antineoliberal, representada por Francia Insumisa (LFI), y una corriente socioliberal, encabezada por el Partido Socialista (PS).
Desde hace décadas, la izquierda radical francesa comprendió que oponerse al neoliberalismo—representado tanto por los gobiernos socialistas como por los conservadores—requería un instrumento político autónomo del PS. En este sentido, el Partido Comunista Francés (PCF) ya no era una opción viable. Pese a los intentos de organizaciones como el Nuevo Partido Anticapitalista (NPA), quien finalmente logró consolidarse como alternativa al socioliberalismo fue el Front de Gauche (Frente de Izquierda), fundado por Jean-Luc Mélenchon, exministro socialista que rompió por la izquierda con el PS. Con el tiempo, el Front de Gauche evolucionó hasta convertirse en Francia Insumisa (LFI).
Más allá de la indudable capacidad política y oratoria de Mélenchon, la construcción de LFI se basó en su oposición frontal al socialismo institucionalizado. Su discurso proponía una gran «revolución ciudadana» para romper con un sistema político verticalista—«la monarquía presidencial»—y con cuarenta años de neoliberalismo. La piedra angular de su programa era la convocatoria a una Asamblea Constituyente para dar paso a la VI República.
No debe subestimarse la profundidad de la ruptura que propone LFI. En una reciente entrevista en El País, Mélenchon resumía así su visión sobre la política francesa:
¡La democracia no es consenso! Al contrario, cuando organizas consensos entre partidos razonables, ¿qué opciones tienen los descontentos? Solo les queda la extrema derecha.
Su programa para las elecciones presidenciales de 2022—donde obtuvo un 21,95% de los votos—planteaba un desmantelamiento de las estructuras neoliberales que han definido a Francia en las últimas décadas. Entre sus principales propuestas figuraban:
- Una moratoria sobre las colaboraciones público-privadas para auditarlas y eliminar la legislación que las permite.
- La reversión de todas las privatizaciones, incluidas las de la empresa ferroviaria SNCF.
- La socialización de los bancos generalistas.
- La eliminación de subsidios a los combustibles fósiles.
- El restablecimiento de la jubilación a los 60 años tras 40 años cotizados.
- Un aumento del salario mínimo a 1.400 euros.
- La prohibición de la propiedad privada sobre bienes comunes como el agua y la sanidad.
- La requisa de viviendas vacías para destinarlas al mercado según criterios de vivienda digna.
La apuesta de la NUPES y sus consecuencias
Sin embargo, Mélenchon no logró pasar a la segunda vuelta. Los votos obtenidos por los Verdes (4%), el PCF (2%) y el PS (2%) fueron determinantes en el resultado. En la Asamblea Nacional—elegida por un sistema mayoritario—LFI contaba con apenas 17 de los 577 escaños.
En ese contexto, LFI intentó capitalizar su fuerza electoral en las presidenciales para imponer su programa en una lista unitaria de la izquierda en las legislativas. Así nació la Nouvelle Union Populaire Écologique et Sociale (NUPES), una coalición que reunió a socialistas, comunistas y ecologistas y que, en 2022, obtuvo 131 diputados, de los cuales más de la mitad pertenecían a LFI.
A corto plazo, esto pudo ser percibido por el aparato insumiso como una victoria: el ala más radical arrastró a la socialdemocracia y a otras fuerzas vacilantes hacia un programa de ruptura con el neoliberalismo. Sin embargo, los efectos fueron evidentes: la alianza no solo legitimó nuevamente al PS como actor dentro de la izquierda, sino que le permitió disputarle a LFI la orientación de la NUPES, debilitando las posiciones rupturistas.
El desenlace era previsible: la NUPES terminó desintegrándose. Mientras el sistema político francés ha dejado de demonizar a la extrema derecha, ha dirigido toda su hostilidad hacia los insumisos. En ese escenario, el PS—junto con el PCF y algunos sectores de los Verdes—operó como una suerte de «sombra» de la burguesía dentro de la NUPES. A pesar de haber firmado un programa conjunto con LFI, estos partidos no tardaron en desmarcarse de sus aspectos más radicales, demostrando que, como suele ocurrir, el papel lo soporta todo.
Este desgaste fue particularmente perjudicial para LFI, que no solo recibió ataques desde el establishment, sino también desde dentro de su propia coalición. Un ejemplo claro fue su postura sobre Palestina: mientras LFI mantuvo una posición antiimperialista (aunque errónea en su adhesión a la solución de los dos Estados), el PS, Macron y la extrema derecha los acusaban de antisemitismo.
LFI tenía otra opción: haber priorizado la clarificación política, es decir, haber mantenido una separación firme entre el social-liberalismo y las posiciones de ruptura con el mismo, en lugar de apostar por una alianza que le garantizara más diputados. A veces, menos es más. Pero su inclinación por el pragmatismo electoral evidenció algunas de las limitaciones estratégicas más serias de LFI.
Del colapso de la NUPES al Nuevo Frente Popular
Para las elecciones europeas de 2024, la NUPES ya estaba rota, y cada partido compitió por separado. Sin embargo, tras el anuncio de elecciones legislativas anticipadas por parte de Macron—y ante el riesgo real de una victoria de la extrema derecha—las mismas fuerzas que habían roto la NUPES volvieron a unirse en el Nuevo Frente Popular (NFP). Esta vez, la presión social jugó un papel clave: sindicatos como la CGT y amplios sectores de la sociedad exigieron la unidad de la izquierda para frenar a la extrema derecha.
Tanto la NUPES como el NFP presentan serios problemas desde una perspectiva que considere al socioliberalismo parte del problema. Han sido las políticas implementadas por figuras como Joe Biden en EE.UU., François Hollande en Francia, Pedro Sánchez en España o el peronismo en Argentina las que sentaron las bases para el ascenso de la extrema derecha. Reintegrar al social-liberalismo en una coalición «de izquierda» equivale a meter al enemigo en casa. Estas alianzas confunden la conciencia de clase y dificultan la distinción entre campos políticos. Un ejemplo concreto fue la concesión programática de LFI en el NFP: el nuevo programa reflejaba la relación de fuerzas de las elecciones europeas, más favorable al PS.
El socialismo institucional juega, además, una doble estrategia: no puede alejarse de la izquierda porque eso lo llevaría a la irrelevancia, pero tampoco puede romper con su lealtad al orden burgués.
Dicho esto, para evitar caer en un sectarismo grandilocuente, es imprescindible evaluar los argumentos de quienes defienden esta táctica en el contexto en el que fue concebida. La extrema derecha tenía una alta probabilidad de acceder al poder. ¿Qué significaba esto? En palabras de Frédéric Lordon:
Líderes políticos fuera del ámbito institucional arrestados sin motivo, organizaciones disueltas ad nutum y sin recurso, imposibilidad de la más mínima manifestación de apoyo a algo mediante represión inmediata, leyes antisindicales que prohíben efectivamente cualquier acción por parte de los empleados.
Frente a semejante escenario, limitarse a una denuncia ultimatista del instinto popular que, ante un peligro real e inminente, busca la unidad de la izquierda a corto plazo, resulta insuficiente. Esto no implica respaldar sin matices la táctica del NFP ni asumir que era la única opción posible. Pero sí exige plantear pacientemente la necesidad de una estrategia alternativa que responda tanto al horizonte estratégico de la ruptura con el orden neoliberal como a las urgencias inmediatas de la clase trabajadora.
El voto, en muchos casos, no es más que una herramienta táctica, moldeada por las peculiaridades del sistema político—en Francia, extremadamente distorsivo y hostil a las minorías—y por el contexto de la coyuntura. Considerar que los votantes del NFP han transitado «orgánicamente» al socioliberalismo es un error: lo que esta táctica refleja, más bien, son las inconsistencias de Francia Insumisa y las limitaciones de la izquierda revolucionaria para construir e imponer un frente único sin pasar por la alianza con el socioliberalismo.
El NFP logró su objetivo inmediato—bloquear, aunque sea temporalmente, la llegada de la extrema derecha al gobierno—pero a costa de concesiones sustanciales al macronismo agonizante. Sin embargo, la implosión de la coalición ha vuelto a evidenciar el agotamiento de este tipo de alianzas, incapaces de articular un proyecto político sólido y coherente. Mientras algunos sectores del NFP coqueteaban con un acercamiento a Macron bajo el pretexto de garantizar la «estabilidad del país» (¿estabilidad para quién? Para el capital, evidentemente), Francia Insumisa ha sostenido que censurará cualquier gobierno de Macron por ser minoritario, antipopular y dependiente de la extrema derecha. Si bien lograron convencer al resto de la izquierda para derribar el gobierno de Barnier en diciembre, el panorama ha cambiado con el nuevo gabinete de Bayrou: los socialistas han anunciado que no lo censurarán, marcando así su alineamiento definitivo con el régimen.
Esta dinámica de clarificación política no es menor: mientras LFI refuerza su posición como una alternativa de ruptura, el PS reafirma su rol como pata izquierda del sistema. Sin embargo, la cuestión clave es si esta clarificación logrará traducirse en una estrategia coherente y en una mayor solidez organizativa para la izquierda antiliberal.
Macron, por su parte, ha intentado dividir a la izquierda atrayendo a los sectores más proclives al establishment dentro del NFP—socialistas, comunistas y, en menor medida, verdes—mientras excluía deliberadamente a LFI. Su objetivo es claro: conformar un gobierno con su coalición y algún sector de la izquierda, construyendo la ficción de un «frente republicano» contra los supuestos extremos de Le Pen y Mélenchon, equiparándolos como amenazas equivalentes. Sin embargo, los demás componentes del NFP, conscientes del costo político que esto implicaría, han evitado plegarse del todo a este juego. Aun así, la lealtad al sistema ha terminado pesando más para los socialistas, que ya han dejado claro que no votarán una moción de censura contra Bayrou. Los verdes y los comunistas siguen en la indefinición, aunque dentro del PCF empiezan a surgir críticas a la deriva reaccionaria de su actual dirección.
Ante este panorama, la manera en que se resuelvan las tensiones dentro del NFP no es indiferente para la izquierda revolucionaria. La escisión debe darse con LFI consolidándose como la fuerza hegemónica en el espacio político que hoy referencia al NFP. La tarea de las fuerzas revolucionarias debería ser empujar en esa dirección, influyendo para que LFI mantenga y profundice sus posiciones, sin por ello perder la independencia política y organizativa respecto de Mélenchon y su partido. Lo fundamental es que, en la conciencia popular, la idea de unidad esté indisolublemente ligada a la radicalidad, y que sean las posiciones social-liberales las que queden expuestas como las responsables de cualquier ruptura, debido a su subordinación al orden establecido.
Dicho con claridad: en Francia sigue existiendo una alternativa antineoliberal de masas que no ha claudicado ante la gestión del capitalismo. Esta situación contrasta con la experiencia reciente de otros países: en Grecia, donde Syriza fue brutalmente derrotada; en el Reino Unido, donde la presión interna y los errores propios expulsaron a Corbyn del liderazgo laborista; en Italia, donde la izquierda del social-liberalismo lleva décadas enterrada; o en el Estado español, donde el ciclo post-15M terminó en un proceso transformista que llevó a las fuerzas «del cambio» a convertirse en administradoras del régimen.
Francia aún no ha atravesado ese proceso de disolución de la izquierda antineoliberal dentro del sistema. Esto implica que las posibilidades de acción política insurgente siguen abiertas. En ese sentido, la resolución de la crisis política francesa tendrá repercusiones decisivas en la lucha de clases a nivel continental.
No repetir errores
La izquierda antineoliberal francesa y, en general, cualquier fuerza que aspire a una transformación real del orden capitalista, debería tener muy presente la última gran batalla política librada en Europa: la capitulación de Syriza frente a la troika. A la luz de aquella experiencia, podemos evaluar los límites y potencialidades de la izquierda francesa.
Francia Insumisa (LFI) es una organización construida en torno a la lógica de las elecciones presidenciales. Esto plantea un problema central: durante años, ha descuidado la construcción partidaria y el arraigo orgánico en la sociedad. Su estructura se asemeja a lo que Íñigo Errejón definió como una «máquina de guerra electoral» en referencia a Podemos: un liderazgo fuerte con cuadros seleccionados por Jean-Luc Mélenchon, un vasto grupo de militantes digitales que difunden sus posiciones en redes y una activación política fundamentalmente vinculada a los ciclos electorales. Este modelo de organización tiende a generar una relación instrumental con los movimientos sociales, donde la participación se reduce a la ocasional presencia de un diputado en un piquete o manifestación. En el peor de los casos, puede incluso ser contraproducente, al absorber a dirigentes sociales en posiciones institucionales sin un trabajo real de inserción y construcción política. No hay nada objetable en que activistas sindicales o de movimientos populares se integren a la lucha política electoral, pero si esto no se acompaña de un vínculo estructural con las organizaciones de base, se refuerza la desconexión entre sociedad civil y política institucional, con consecuencias potencialmente desastrosas.
El caso griego ofrece una lección clave al respecto: la clase trabajadora no estaba preparada para una ruptura con las instituciones europeas porque no existía una dirección política capaz de organizar y sostener ese escenario. La falta de arraigo de Syriza en los sectores populares y su incapacidad para estructurar un poder social independiente facilitaron su capitulación. Para evitar ese desenlace, cualquier fuerza que busque una transformación radical debe contar con un anclaje sólido en sindicatos, asociaciones y otras instituciones de la sociedad civil, pero también impulsar la centralización de instancias de autoorganización popular capaces de desplegar una estrategia de ruptura en momentos de crisis.
Incluso en el escenario ideal de una victoria presidencial de Mélenchon, ¿existe una estructura política y una base social organizadas para sostener la aplicación de su programa? El programa de LFI supondría una ruptura con el modelo económico dominante, lo que inevitablemente desencadenaría una respuesta feroz del capital. Como señala Martín Mosquera, cada vez que una fuerza hostil a los intereses de la burguesía accede al gobierno, esta reacciona mediante «medidas de sabotaje económico, huelga de inversiones y fuga de capitales que introduce el país en un progresivo desorden social y económico». ¿Está Mélenchon preparado para este escenario o confía en una cierta excepcionalidad francesa, heredera de su republicanismo? Hay indicios de que LFI ha comenzado a estructurarse mejor, formar cuadros y participar más activamente en la vida social. Pero está lejos de ser suficiente. Y esto sin mencionar su escasa democracia interna: ¿cómo aspirar a construir una sociedad democrática y emancipadora con un partido que no refleja esos valores en su propia organización?
Con todo, las probabilidades de que Mélenchon llegue al poder son limitadas. El sistema de doble vuelta hace que en la segunda ronda muchos electores voten en contra de la opción que más rechazan, antes que a favor de su preferida. En un eventual enfrentamiento entre LFI y la extrema derecha o entre LFI y el macronismo, es probable que la mayoría de los votantes de estos últimos bloques se inclinen en contra de Mélenchon. Sin embargo, su presencia en segunda vuelta sería un acontecimiento de gran relevancia: demostraría que existe una alternativa política de masas al duopolio Macron-Le Pen. En la historia de la lucha de clases, siempre es preferible una derrota tras una batalla que una derrota sin combatir. Más aún, en un contexto europeo de reflujo y fragmentación de la izquierda, la posibilidad de una fuerza antineoliberal con peso electoral y social constituye un factor clave.
En definitiva, LFI no está hoy en condiciones de librar una guerra de posiciones en el sentido gramsciano, es decir, de convertir sus ideas en una fuerza material institucionalizada en la sociedad civil. Si bien es difícil pensar una hipótesis revolucionaria en países con democracias liberales consolidadas sin algún tipo de conquista del gobierno, empezar la casa por el tejado es garantía de fracaso. La última década nos ha enseñado que las clases populares no necesitan únicamente maquinarias electorales, sino organizaciones con densidad, complejidad y presencia real en la vida de la clase trabajadora, que les permitan enfrentarse al enorme poder del capital.
Por último, conviene retomar una reflexión de Stathis Kouvelakis sobre la derrota griega. En su opinión, uno de los problemas centrales fue que los dirigentes de Syriza nunca creyeron realmente en la transformación del sistema. Provenían de un Partido Comunista forjado en la derrota y, aunque eran ajenos al establishment, tampoco confiaban en la posibilidad de un cambio real. Una perspectiva semejante dificulta la acción política efectiva. De ahí la importancia de un horizonte regulador en política: no basta con tener un buen programa electoral, ni siquiera con un programa de transición (como Mélenchon ha definido al programa de LFI, en una reminiscencia de su juventud trotskista). Es fundamental nombrar y proyectar el tipo de sociedad que se busca construir. En este sentido, el socialismo o el ecosocialismo no son simples consignas o reliquias conceptuales, sino brújulas que permiten orientar la acción política hacia una sociedad emancipada de la explotación, donde la producción se ajuste a los ritmos de la naturaleza y donde todas las personas puedan desarrollar su vida con libertad.
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