Por: Homar Garcés
Ahora no parece bastarles con acumular grandes fortunas, tan cuantiosas que logran superar con creces los presupuestos anuales de varias naciones. Como se vio en décadas pasadas en Italia, con Silvio Berlusconi, en Bolivia con Gonzalo Sánchez de Lozada, en México con Vicente Fox, en Chile con Sebastián Piñera, en Argentina con Mauricio Macri, en Paraguay con Horacio Cartes, en Panamá con Juan Carlos Varela, en Ecuador con Daniel Noboa, incluyendo entre estos a Venezuela con el breve mandato dictatorial de Pedro Carmona Estanga, los empresarios decidieron participar directamente en la política, ya no financiando a los candidatos de su preferencia, comprometiéndolos a gobernar en su favor, sino transformándose ellos mismos en presidentes de sus naciones con la finalidad de consolidar la orientación económica neoliberal recomendada por los grandes centros de poder hegemónicos, ubicados en Estados Unidos, Japón y Europa occidental; privilegiando, en consecuencia, el valor del mercado.
Un ejemplo de esta irrupción del empresariado en el mundo de la política lo constituye sin duda Elon Musk, quien le donó a Donald Trump una cantidad superior a los 250 millones de dólares para su campaña electoral, siendo luego incluido por éste en su gabinete al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental. En todas sus acciones «políticas», Musk demuestra querer influir (manipular, sería la palabra más apropiada) en la opinión y la intención de voto, ya no solo del electorado de Estados Unidos sino del mundo entero, a través de sus empresas de tecnología digital. «El peligro -como lo advierte Javier F. Ferrero- es que Musk está diseñando el futuro a su medida, como un titiritero que mueve los hilos de la tecnología, la política y la opinión pública para que todo acabe en sus manos». Si se toma en cuenta el poder económico y político que tiene en sus manos, sumados al control de las comunicaciones globales, los datos económicos y el acceso a la información suministrada por los usuarios de internet, Musk y, con él, los demás dueños de las grandes empresas transnacionales informáticas (aunque se crea algo irreal y lejano) representa un serio peligro para la libertad y la privacidad de todas las personas sobre la Tierra, de activarse una única plataforma de datos unificada y actualizada en todo instante, como ya se anunció en Washington. Sería una versión extrema del Gran Hermano, el personaje omnipresente de la novela distópica de George Orwell, «1984»; una comparación nada casual, dada su inclinación ideológica autoritaria, reaccionaria y supremacista. En consecuencia, a pesar de algunas similitudes con el fascismo clásico, este tipo de autoritarismo reaccionario apunta más al desmantelamiento del Estado y no a su fortalecimiento y único control como ocurrió en Italia, Alemania y España; su especial objetivo es la supremacía y la autonomía plena del mercado capitalista (sin mucha o ninguna intromisión de los gobiernos), especialmente en las áreas de mayor conveniencia para sus grandes corporaciones transnacionales, lo cual requiere la supresión de miles de estatutos, leyes y reglamentos que regulan las acciones del gobierno.
Junto con todo lo anterior, hay un dato que no se puede dejar de mencionar. Es lo escrito por el historiador ecuatoriano Juan José Paz y Miño Cepeda: «En todos los países con gobiernos directos de empresarios millonarios, los estudios comprueban que se desestabilizaron e incluso se agravaron las condiciones de vida y trabajo de la población, mientras la riqueza se reconcentra en forma vertical y jerárquica». En tal sentido, la historia de Nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina durante los últimos años del siglo pasado y los años iniciales de éste da cuenta de lo que sucedió con la «prosperidad» alcanzada en sus países, lo que fue elogiado y recomendado por políticos y economistas neoliberales como la ruta a seguir por éstos y, de esa manera, insertarse en los mercados internacionales; todo a costa del sacrificio de los derechos sociales de las grandes mayorías.
La probabilidad nada remota de que se instaure en Estados Unidos, como se entrevé con la nueva presidencia de Trump, una tecnocracia hipereficiente sin una supervisión democrática que esté pendiente de sus acciones, en lo que sería su función principal dedicada únicamente a sostener la infraestructura fiscal y material del capitalismo digital, cosa cónsona con los intereses de una clase tecno-capitalista o plutocracia digital; una cuestión que poco se ha analizado a profundidad, recurriéndose a conceptos y perspectivas que no se ajustan al momento presente y que poco contribuyen a entender acertadamente lo que está pasando, menos a anticipar el futuro, como les ocurre a los aliados de Estados Unidos. En algo sí hay consenso: En el reconocimiento general del papel potencialmente antidemocrático que ya empiezan a exhibir estos empresarios en el manejo del poder constituido; así como en la necesidad de la fuerza organizada de los pueblos para entablar una batalla global exitosa en su contra.
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