‘Piperos’ llenando cubos en Lomas de San Juan de Ixhuatepec (México). R.A.
Nazaret Castro⎮La Marea⎮16 de abril de 2015
La ciudad boliviana de Cochabamba se coló en los titulares de medio mundo cuando, entre enero y abril de 2000, miles de personas tomaron las calles para exigir al Gobierno que diera marcha atrás a la privatización de la gestión del agua. Los más pobres se quedaron literalmente sin agua porque la empresa concesionaria, filial de la estadounidense Bechtel, elevó las tarifas un 100%, y decidieron tomar las calles cuando la ley les prohibió recoger la lluvia. Y fue También la lluvia, como bautizó Icíar Bollaín su película sobre la “guerra del agua” boliviana, la primera de las revueltas populares indígenas que culminaron en 2003 con el derrocamiento del gobierno neoliberal de Hugo Banzer y la elección de Evo Morales, el primer indígena que preside un país con un 62% de población originaria.
Quince años después, muchas otras batallas se libran en América Latina. En São Paulo, la ciudad más rica y poblada de América del Sur, la abundancia de recursos hídricos no evitó llegar a una situación crítica: en enero de 2015, la presa que abastece a la ciudad, la Cantareira, descendió al 5% de su capacidad, al borde del colapso: comenzó el racionamiento y empeoró la calidad, así que 20 millones de paulistas se vieron conminados a comprar agua embotellada, o a beber menos si el bolsillo no llegaba. Mientras la peor crisis hídrica de la región en 84 años se extendía a los Estados vecinos de Rio de Janeiro y Minas Gerais, el gobernador del Estado de São Paulo, Geraldo Alckmin del PSDB (Partido de la Socialdemocracia brasileña, de orientación conservadora y principal oposición al Partido de los Trabajadores de Dilma Rousseff), pasó de negar la crisis a responsabilizar al clima. Unas semanas después, las lluvias típicas del final del verano han calmado la emergencia, pero el problema de fondo sigue sin resolverse.
Desde las universidades y las calles, cada vez más voces, incluida la relatora de la ONU para este asunto, responsabilizan de la situación a la privatización de la Compañía de Saneamiento Básico (Sabesp), la cuarta mayor empresa del sector por número de clientes en el mundo, que empezó a cotizar en Bolsa en 2002 y colocó el lucro por encima del cuidado de un recurso vital. La Sabesp privilegió el pago de dividendos frente a la manutención del sistema: en 2013, los accionistas percibieron 534 millones de reales (unos 182 millones de euros), pero no quedó dinero para invertir en infraestructuras. Desde el punto de vista del mercado, el agua es dinero; importa la ganancia, no el derecho. Y, aunque las lluvias típicas del verano austral han calmado la emergencia, nada hace pensar que no vuelva a repetirse.
Otros casos de privatización en América Latina tienen como protagonistas a empresas españolas como Canal de Isabel II y Aguas de Barcelona (Agbar), cuyas prácticas en Colombia y México, respectivamente, han sido llevadas por las comunidades locales ante el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP). En el municipio mexicano de Saltillo, donde Agbar adquirió en 2001 la filial Aguas del Saltillo, se ha denunciado a la multinacional por deteriorar la calidad del líquido y encarecer el servicio: se la acusó además de sobreexplotar acuíferos y cancelar las campañas de conservación y ahorro.
Algo similar sucedió en las localidades colombianas de Santa Marta y Barranquilla, en la costa atlántica de Colombia. El TPP, en la sesión celebrada en Madrid en 2010, consideró probado que las prácticas de Metroagua y Triple A, filiales del Canal de Isabel II, “atentan contra los derechos de los pobladores, usuarios y trabajadores, desarrollan prácticas que encarecen el precio de los servicios públicos, minoran su universalidad, fomentan la opacidad de su gestión, precarizan a los trabajadores, contaminan la naturaleza y perjudican a las comunidades indígenas”. En ambos municipios se han detectado vínculos entre el gobierno local y los grupos paramilitares, cuyas amenazas y agresiones se han puesto al servicio de la represión de sindicatos y movimientos sociales. El pasado diciembre, el ayuntamiento de Santa Marta decidió cancelar un contrato con la empresa madrileña por considerar que el acuerdo, firmado por un regidor corrupto, resultaba lesivo para el municipio.
La lógica de la acumulación del capital puede salir cara cuando lo que está en juego son recursos naturales como el agua. “Sólo en 2011-2012 se registraron 100.000 conflictos ambientales, según el Instituto de Derechos Humanos de Chile; de ellos, el 70% son mineros o energéticos. Todos los días aparecen nuevas inversiones y, en paralelo, nuevas revueltas populares, porque el modelo extractivista es cada vez más agresivo”, señala Lucio Cuenca, director en Santiago de Chile el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA).
Ríos para la vida, no para la muerte
Hay varias razones para las incipientes guerras del agua, desde la devastación ambiental a los intereses del negocio del agua embotellada. El problema de fondo en América Latina es un modelo de desarrollo extractivista que, basado en la extracción masiva de materias primas destinadas a la exportación, no sólo profundiza la deforestación y quiebra así el ciclo vital del agua, sino que también demanda grandes cantidades de este elemento y contamina las fuentes hídricas. La minería en Chile, según el diario El Mercurio, poco sospechoso de izquierdista, se traga por día el equivalente al consumo de agua de 23 millones de personas. Por eso los movimientos contra la megaminería recuerdan que “el agua vale más que el oro”.
En la misma línea, los movimientos contra las centrales hidroeléctricas exigen “ríos para la vida, no para la muerte” y repiten que “agua y energía no son mercancías”. A lo largo y ancho de América Latina, comunidades campesinas e indígenas y movimientos urbanos asamblearios se agrupan para frenar proyectos de grandes centrales hidroeléctricas que crecen como setas en la región, al calor de las crecientes necesidades energéticas del extractivismo. Sólo en la Amazonia andina se proyectan 150 nuevas represas, pese a que la Organización Mundial de la Salud (OMS) desaconseja estas construcciones en zonas tropicales y subtropicales, donde habitan los ecosistemas más biodiversos del planeta, vitales para la preservación medioambiental.
Más obvios si cabe son los efectos sociales, económicos y culturales, que se repiten allá donde se alza una megarrepresa: expulsión de las comunidades rurales e indígenas de sus tierras, ruptura de sus modos de vivir y economías; inflación, prostitución, militarización de los territorios, destrucción de culturas indígenas; criminalización y judicialización de las resistencias. No sólo está en jaque el agua, sino las formas de vida comunitaria que se forman en torno a ríos y lagos. Corren el riesgo de ser destruidas, siempre en aras de un progreso y un desarrollo que nunca llegan para los más vulnerables; para ellos, el capitalismo reserva la proletarización y el despojo. Pero de la experiencia se aprende. No extraña entonces el vigor de las resistencias, que comienzan a articularse en redes como el Parlamento del Agua o el Movimiento Ríos Vivos.
Estas luchas transcienden así las problemáticas locales y cuestionan la irracionalidad de un sistema donde incluso las fuentes de vida más elementales, como el agua y las semillas, se dejan al arbitrio de las leyes del mercado. Porque, como ironiza Samuel Leiva, activista de Greenpeace Chile, “el libre mercado no se autorregula: se autodestruye”. Y destruye a su paso ecosistemas y pueblos enteros.
Mercancía o bien común
La imposición del agua embotellada y la concesión de licencias para minas y represas son otras formas de privatización. Frente a esa tendencia, el activista Oscar Oliveira, que vivió la guerra en Cochabamba, no cree que el Estado sea la solución, sino que reivindica formas de gestión comunitarias y democráticas: “Si persiste este modelo de desarrollo continuo, se generarán cada vez más conflictos entre pueblos. El destino del uso del agua debe ser discutido por el pueblo, no por las corporaciones transnacionales ni por los gobiernos que insisten en decidir por nosotros. El agua es un bien común y forma parte de una discusión que tiene que ver con la democracia política”, explica en en una entrevista a la revista brasileña Caros Amigos.
No opina lo mismo Peter Brabeck, presidente de Nestlé, para quien el agua debería ser tratada como cualquier otro bien y tener un valor de mercado establecido por la oferta y la demanda. Desde 2013, Brabeck difunde el mantra de que el mercado es el mejor administrador posible de los recursos, y que así debiera ser también en este caso. Mientras, Nestlé, Danone, Coca-Cola y otras multinacionales ven crecer sus beneficios: en 2012, el consumo de agua embotellada alcanzó los 249.000 millones de litros, un 7% más que el año anterior, y Brasil es ya el cuarto consumidor mundial, según datos de Agencia Pública Brasil.
Como sostiene la activista india Vandana Shiva, los ejecutivos de estas multinacionales están a un extremo de las guerras globales del agua; al otro están las comunidades que comparten la visión del agua como una necesidad ecológica, y no como potencial lucro monetario. América Latina cuenta con una característica especial: es la región más rica en recursos hídricos del planeta. Y las corporaciones transnacionales lo saben.
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