Por: José Agustín Ortiz Pinchetti
Todo viaje a Brasil resulta superficial. Es un país dilatado y complejo de cultura abigarrada: alimentada por portugueses, indios, negros y por más de 10 etnias europeas. Es el quinto país en extensión en el mundo, con 202 millones de habitantes. Uno se deja cautivar por la bonhomía de su gente, por sus playas, por sus hermosasgarotas, por la modernidad de sus urbes, por el gusto de las caipirinhas y del futbol, probablemente el mejor del mundo. La impresión es de vitalidad y progreso. Para enterarse de lo que sucede es necesario leer a un observador eficaz, como Eric Nepomuceno. Siempre hubo cierta rivalidad entre México y Brasil (nunca oficialmente). Los dos países más importantes de América Latina, los dos con enorme potencial, riquezas y grandes problemas. Hoy, ambos pasan por una grave crisis económica y política. Ni Brasil ni México están creciendo, hay desempleo y la moneda se precipita. En ambos, la oligarquía reta o controla al poder.
Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil, tiene el menor índice de aprobación desde el retorno de la democracia. Peña Nieto es también el más impopular en los últimos 30 años. Dilma alcanza 7 por ciento de apoyo y Peña resulta reprobado con 4.5 por ciento. En ambos países las manifestaciones y protestas crecen y, en ambos, el gobierno sufre constantes denuncias por la corrupción. Es difícil saber si la crisis económica es peor que la política, o si la crisis política profundiza el desastre económico. Brasil está al borde de un terremoto institucional. En México ninguna de las instituciones tiene más de 20 por ciento de credibilidad.
Pero también hay diferencias. En Brasil, el vicepresidente de la república está bajo investigación formal. El PT, en el poder, pudiera perderlo si se demuestra que en la última campaña hubo dinero ilegal, propinas, regalos y fraudes. En México, estas prácticas hacen de los comicios una farsa. Mientras en Brasil los presidentes de las cámaras de Diputados y del Senado están siendo investigados, en México sus colegas pueden pasearse cómodamente, a pesar de las graves acusaciones en su contra. En Brasil hay corrupción grave, pero se hace justica. En México la regla es la impunidad. No hay democracia, pero hay cierto grado de liberalización en la opinión pública. Las mordidas, contratos ilícitos, desvíos, son denunciados escandalosamente, el resultado es cero. Los brasileños y los mexicanos piensan que sus países tienen enorme potencialidad y riqueza, pero que están ahogados por el mal gobierno. Mientras en la televisión brasileña uno ve, cada noche, cómo políticos y empresarios del más alto rango son aprehendidos, esposados y llevados a la cárcel por sus delitos, en México vivimos en una desesperación de la que sólo un esfuerzo colosal del pueblo podría librarnos.
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