Ayer, 14 de junio, se cumplieron 28 años de la rendición de las Fuerzas Armadas en Puerto Argentino. Hablar de Malvinas duele. La dimensión trágica de la derrota, visible en tantos jóvenes que perdieron su vida, acompaña a los 11.700 kilómetros cuadrados de roca y turba isleña. El gobierno de Galtieri fue eficaz en su lucha por prohibir a John Lennon y Pink Floyd en las radios argentinas durante los meses que duró el conflicto armado, pero incompetente a la hora de defender el territorio nacional. Sin embargo, la justicia de la causa no debería empañarse por la aventura patriotera de la dictadura.
Malvinas, como símbolo y como causa, no puede anclarse indefinidamente en la guerra de 1982. Y no puede, fundamentalmente, porque en los últimos años algo cambió. El reclamo sobre las Malvinas ha dejado de ser un hecho exclusivamente nacional, para convertirse -cada vez con más fuerza- en una causa latinoamericana. En un paralelismo nada casual, la soledad argentina en su lucha por recuperar las islas, fue contemporánea con una política exterior que veía en países vecinos como Brasil y Chile eventuales ejércitos enemigos, con hipótesis de guerra incluida. No era una originalidad nuestra: por aquellos años, todos los países sudamericanos pensaban su inserción internacional en forma absolutamente fragmentada. Incluso, en términos de competencia entre sí.
Quizás, quien mejor sintetizó todo lo que se ha modificado desde entonces ha sido el actual presidente ecuatoriano Rafael Correa, cuando señala que “no vivimos una época de cambios, sino un cambio de época”. La frase enmarca el fin de la ofensiva neoliberal en el Cono Sur: esa gran política de disciplinamiento social, inaugurada por los terrorismos de Estado en los setenta, y profundizada luego por las recurrentes crisis económicas y planes de ajuste en los 80 y 90. Por el contrario, el presente muestra a casi todos los gobiernos de la región modificando las pautas económicas y sociales que sustentaron el despojo de las décadas pasadas.
La forma en que los países sudamericanos conciben hoy la relación con sus vecinos es otra señal de ese cambio de época. En 1982, bajo el paradigma de la fragmentación y la desunión continental, la causa Malvinas no consiguió el apoyo de ningún país sudamericano, con la excepción peruana. Es más, la dictadura pinochetista brindó logística en el sur de Chile para la potencia imperial. En la actualidad, por el contrario, el reclamo pacífico de la Argentina cuenta con el apoyo enérgico de Brasil y de distintos espacios regionales como la UNASUR, MERCOSUR, OEA y la Cumbre de Países de América Latina y el Caribe. El cambio es notable y estructural. En el marco del actual proceso de integración regional y de sintonía política por parte de nuestros principales líderes, Malvinas se convierte en un caso testigo para todos. Constituye, hoy, el único territorio sudamericano en situación de colonia, reconocido así por el Comité para la Descolonización de las Naciones Unidas.
En un mundo convulsionado por crisis financieras y aventuras bélicas unilaterales, la defensa de la soberanía territorial debe ser encarada a escala regional, posibilitando así una acumulación de fuerza y de presión internacional que tuerza el rumbo infructuoso que hasta ahora tuvo nuestro reclamo nacional.
Malvinas muestra, asimismo, la vigencia de cierta modernidad. Nos recuerda que las categorías de imperio, colonia, explotación y usurpación de los recursos (¡qué recurso más propio de la modernidad que el petróleo!), son aún tristemente válidas.
Hablar de Malvinas duele y seguirá doliendo. Pero aunque sea un agujero negro en nuestra historia, los hechos enumerados demuestran que su tiempo no debe ser otro que el presente.
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