La masividad de los festejos por el Bicentenario de la Nación Argentina desbarató la Operación Amnistía, impulsada desde un cuidadoso segundo plano por el Episcopado Católico. La solicitud del perdón fue transmitida al gobierno nacional por un obispo de esa iglesia y lleva las firmas de los ex dictadores Jorge Rafael Videla y Benito Bignone, el general Santiago Omar Riveros y el vicealmirante Hugo Siffredi, el comisario Miguel Etchecolatz y el sacerdote Christian von Wernich, el Turco Julián y El Nabo Barreiro, el ex jefe del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Carlos Tepedino y su especialista civil en organizaciones religiosas Julio Cirino, los miembros del grupo de tareas de la ESMA Raúl Scheller y Pablo García Velazco, los procesados por la masacre de Margarita Belén y un centenar de ex militares, marinos, policías, penitenciarios y agentes civiles de Inteligencia detenidos por su participación en crímenes de lesa humanidad. Como la jerarquía eclesiástica obvió el protocolo para entregar la solicitud al Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto, en forma extraoficial, sin una nota introductoria, el gobierno no le dará respuesta. Sólo contestará si el Episcopado se hace responsable de la solapada gestión que emprendió.
Desde hace tres décadas el Episcopado Católico repite que según el catecismo de esa entidad el sacramento de la reconciliación o la penitencia requiere algunas condiciones ineludibles: el reconocimiento de los yerros, su detestación y la búsqueda de posibles caminos de reparación. Pero la carta de Videla & Compañía no cumple con ninguna de esas condiciones. Los represores rechazan la justicia y no tienen la humildad de pedir perdón, por crímenes que no reconocen ni de los cuales se arrepienten. Sólo ofrecen olvidar el mal que les habrían hecho a ellos y no vengarse. Pese a que no se ajusta a sus propios cánones, la jerarquía católica se prestó a canalizar el planteo.
Setenta veces siete
Un grupo de laicos denominado “Proyecto setenta veces siete”, del que forma parte José María Sacheri, quiso participar del acto realizado en Luján hace tres semanas por el presidente del Episcopado, Jorge Bergoglio, pero no se llegó a un acuerdo. Setenta veces siete es la expresión del Evangelio para el perdón (Pedro pregunta si tiene que perdonar hasta siete veces las ofensas de su hermano. “Hasta setenta veces siete”, le responde Jesús. El pasaje se refiere a ofensas personales y el diálogo habría tenido lugar muchos siglos antes de que nacieran los estados nacionales y su justicia y se tipificaran los crímenes al por mayor contra la humanidad). Sacheri es hijo del ex conductor de la organización integrista Ciudad Católica, Carlos Sacheri, asesinado en diciembre de 1974 por un grupo que según el Ejército pertenecía al ERP22 mientras sus amigos sospechaban de la Triple A de José López Rega. “Setenta veces siete” se puso en contacto con el obispo emérito Carmelo Giaquinta, quien ese mismo día acompañó al grupo en una presentación en la Feria del Libro, durante la cual leyó un documento propio. Giaquinta es un teólogo que estuvo próximo al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y cuya casa fue ametrallada en 1976, según él porque alojó allí al sacerdote y militante montonero Justino O’Farrell. Ya como obispo fue uno de los pocos que hicieron una reflexión autocrítica, por haber festejado el campeonato mundial de fútbol de 1978 en las calles, “gritando como un estúpido el que no salta es un holandés”, en una Argentina “que tenía la obligación de estar de luto”.
La justicia como venganza
En la feria del libro, equiparó la justicia con venganza y odio y le opuso “el misterio del perdón”. Giaquinta no explicó la diferencia entre los crímenes de lesa humanidad por cuyos autores aboga y los pecados que enseñaba a perdonar Jesús, cuando aún no existía un tercero neutral como el Estado que al impartir justicia evitara una escalada de represalias. Su rudimentario fundamento evangélico es que Dios “hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”. Su larga introducción teórica desemboca en un escueto final sobre “la reconciliación de los argentinos” que, según cree este obispo, están “prisioneros en el pasado” y sólo el perdón les permitiría desatarse esas presuntas ataduras para volver “a caminar como Nación”. Giaquinta advierte que no debe confundirse reconciliación con impunidad, pero no explica en qué consistiría en el concreto caso argentino. Cristo es “el reconciliador universal” y en consecuencia lo son la Iglesia, sus ministros y los fieles que disponen para ello de la oración, el Evangelio y los sacramentos, y “las iniciativas públicas y privadas de los cristianos”. Los únicos ejemplos que atina a proponer son la mediación de Juan Pablo II en la cuestión del Beagle y la denominada Mesa de Diálogo, con la que el senador Eduardo Duhalde legitimó su breve interinato a cargo del Poder Ejecutivo. Como es ostensible, ninguna de esas circunstancias son comparables con el perdón que el derecho internacional niega a los autores de crímenes contra la humanidad. Pero de inmediato Giaquinta añade que la Iglesia no puede presentarse “como un ente jurídico mediador ordinario de los conflictos sociales, pues ello desnaturalizaría su finalidad y dañaría a las instituciones mediadoras previstas en la Constitución”. Es decir, los tres poderes del Estado, que se pronunciaron por la imposibilidad de amnistiar esos delitos o cesar su persecución por el paso del tiempo. Giaquinta fue acompañado en la mesa por Arturo Cirilo Larrabure, hijo del coronel Argentino Larrabure, quien murió en cautiverio el 23 de agosto de 1975. Las Fuerzas Armadas, parte de la justicia federal y grandes medios de comunicación impusieron la idea de que el oficial había sido torturado y luego asesinado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que lo había secuestrado un año antes al copar la Fábrica Militar de Villa María. Una investigación realizada por el periodista Carlos Del Frade señala que según el expediente original de la causa, que incluye la autopsia realizada en el momento del hallazgo del cuerpo, no hubo tortura ni asesinato y avala el relato del empresario René Vicari, secuestrado durante los últimos días de vida de Larrabure en una celda contigua. Otro panelista fue el ex montonero Luis Labraña.
La declaración impulsada por la Corporación de Abogados Católicos pidiendo que se clausure “la venganza, la persecución implacable”, el acto de Bergoglio con los laicos en Luján, la convocatoria para el 25 de mayo a una movilización en la Plaza de Mayo inspirada en la de Corpus Christi de 1955 y la cita de las cámaras patronales agropecuarias a manifestarse ese mismo día en las rutas, formaban parte de esta Operación Amnistía. El modelo de carta que se envió al gobierno por intermedio de la jerarquía fue sugerido por un sacerdote colombiano que asiste en las cárceles de ese país a parapoliciales detenidos. Pero la difusión temprana de lo que se estaba preparando y, sobre todo, la escasa asistencia a Luján para un acto que no se justificaba, a pocos días del Te Deum del 25 de mayo en la misma Basílica, el fiasco del llamamiento ruralista, que no reunió más de treinta personas en los principales puntos de reunión, y la ausencia de público para escuchar la prédica de Bergoglio, condenaron la jugada a la insignificancia. Hasta Clarín on line dijo que en la Plaza de Mayo apenas había “centenares de personas”.
Bergoglio y la política
La eficacia de los actos políticos de Bergoglio depende de que no sean vistos como tales. Su esquema habitual es una lectura del Evangelio, en la cual injerta conceptos políticos sin relación o con algún vago contacto con el tema, cuyo sentido se vuelve explícito en las interpretaciones de sus voceros oficiosos, en los principales diarios de la Capital. Así ocurrió cada vez que Bergoglio descargó su mal disimulado encono contra el gobierno que asumió en 2003. Esa es una de las razones por las cuales tanto el ex presidente Néstor Kirchner como la actual CFK han preferido no ponerse al alcance de su dedo recriminador. La opción no fue suprimir la anacrónica institución medieval del Te Deum, como sería razonable en una república secular, sino desplazarlo a otros lugares del país, en busca de obispos sin la motivación ideológica y política de Bergoglio, quien como parte de las luchas internas del peronismo tuvo fuerte influencia durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón, fue militante de Guardia de Hierro y ofreció la Universidad del Salvador para honrar al dictador Emilio Massera. Cuando el gobierno decidió solicitar el Te Deum del 25 en Luján, Bergoglio decidió realizar otro en la Catedral. Pero convertirlo en un acto político de la oposición requería del sigilo que se perdió cuando esos preparativos se hicieron públicos. Inquieto al quedar tan expuesto, en una institución cuya forma de hacer política es decir que está por encima de la política, tuvo que cambiar de planes y poner distancia, al punto de escabullirse hacia la sacristía para que ni lo saludaran los jefes políticos presentes, como los hermanos enemigos Maurizio Macrì y Francisco De Narváez. También decidió no leer un texto propio acerca del Bicentenario, sino el que la Comisión Permanente del Episcopado aprobó en marzo, más una zalamería hacia las autoridades que en el mismo momento estaban en la Basílica de Luján. Ese texto, “La patria es un don, la Nación una tarea” afirma que “la celebración del Bicentenario merece un clima social y espiritual distinto al que estamos viviendo”, que según los obispos sería “de confrontación permanente que profundiza nuestros males”. La pluma episcopal atribuye a presuntas deficiencias institucionales un alto costo social. En una excursión por terrenos que no son de su especialidad pregona que “la calidad institucional es el camino más seguro para lograr la inclusión” y como es usual agrega que “si toda la Nación sufre, más duramente sufren los pobres”. También opone “leyes que respondan a las necesidades reales de nuestro pueblo” a otras que atribuye a intereses ajenos a una imaginaria “naturaleza de la persona humana, de la familia y de la sociedad”. Es decir la reforma antidiscriminatoria del Código Civil en los artículos sobre el matrimonio.
Aguer sobre odio y venganza
El mismo día, en la Catedral de La Plata, su Arzobispo, Héctor Aguer, criticó que se prescinda “de la referencia fundante a las raíces” y a la tradición, “como si fuéramos seres sin herencia”. Esto explicaría el individualismo y una “inclinación atávica a la discordia”. Pero lo más grave sería la dramática “tergiversación de la historia, en la que se han filtrado imposturas manifiestas canonizadas como dogmas. Así ha ocurrido con sucesos clave del siglo XIX, y ocurre nuevamente con hechos más o menos recientes, observados con mirada tuerta, cuya interpretación sesgada mantiene abiertas heridas dolorosas, incentiva la división, perturba los ánimos y extravía el juicio de los jóvenes y de los desprevenidos”. Para Aguer “la memoria debe ser integral, la verdad completa; las medias verdades ofrecen mordiente al resentimiento, atizan los rencores, perpetúan el desencuentro. La aspiración ardiente a la justicia no debe servir de disfraz al odio y a la sed de venganza”. El “deber sagrado para quienes presiden la comunidad” sería “procurar la reconciliación”. Como Bergoglio, también Aguer habló del “recto ordenamiento jurídico de la sociedad” que los tres poderes del Estado deben tutelar y no deformarlo con “leyes inicuas que alteren la esencia natural del matrimonio, que minen la solidez de la familia y entreguen al estrago la vida de los niños por nacer”.
Memoria e Identidad
El arzobispo de MercedesLuján, Agustín Radrizzani, es una persona encantadora en comparación con sus colegas de Buenos Aires y La Plata. Carece de la ambición de poder y el ánimo belicoso de Bergoglio y de la manía por el control y la disciplina de Aguer. Su percepción de la realidad social se forjó en los años que pasó junto a Jaime de Nevares en Neuquén y luego como obispo del conurbano en Lomas de Zamora. Su preocupación por los más destituidos no es hipócrita ni oportunista. Tampoco está enfermo de hostilidad hacia el gobierno nacional. Por todas esas razones y porque Kirchner se resbaló del brazo del sillón en el que estaba sentado, CFK decidió pedirle que oficiara el Te Deum del Bicentenario. Radrizzani usó un tono más sutil que Bergoglio y Aguer, pero el contenido de su predicación no fue muy distinto. Dijo que le preocupaba un presunto “deterioro de nuestro acervo cultural” y reclamó que las leyes promuevan “la defensa de la vida, la familia y el bien común”. Luego de establecer que en ese día no diría más sobre “estos aspectos conflictivos” anunció que pensaría el futuro “desde nuestra identidad”, es decir el catolicismo, en cuatro dimensiones: memoria, identidad, reconciliación y desafíos. Memoria e identidad son dos conceptos emblemáticos de las luchas populares en las últimas décadas, asumidos por los organismos defensores de los Derechos Humanos y por la justicia. Radrizzani se apropió de ellos en una clave por completo distinta. La memoria sería la de la catolicidad del Estado, expresada en el Te Deum que acompañó a la Nación Argentina desde el 25 de mayo de 1810 (sin recordar la abierta oposición de los papas Pío VII y León XII a la Independencia americana y el consecuente alineamiento de los obispos de entonces con la potencia colonial). También exaltó un “plan de Dios”, que habría ayudado a superar conflictos, “a abrazar los ideales democráticos”, a recibir a millones de inmigrantes y a “cultivar el espíritu de tolerancia”, afirmaciones dogmáticas que los hechos de la historia desmienten. La misma operación aplicó a la identidad. Exaltó los valores cristianos que impregnaron la vida pública aun antes de la emancipación y dijo que unidos a la sabiduría de los pueblos originarios y a las sucesivas inmigraciones formaron “la compleja cultura que nos caracteriza”, dentro de la cual no incluyó a los otros cultos que también forman parte del país y que junto con agnósticos y ateos suman un cuarto de su población. En esa cultura prevalecen valores que tienen origen en Dios, como “el respeto a la dignidad del varón y la mujer”, que son los únicos “verdaderos sobre los cuales podemos avanzar hacia un nuevo proyecto de Nación”. Como ejemplo de esos valores mencionó a Belgrano, “de profundas convicciones cristianas” que en septiembre de 1810 mandó celebrar una misa en Luján pidiendo protección divina para sus campañas, y a San Martín, quien llevó en sus campañas un relicario de la Virgen de Luján. Esta visión exclusivista fue reforzada luego de la homilía cuando un obispo ortodoxo, una pastora evangélica, un rabino judío y un sheik musulmán fueron invitados a sumarse a la celebración, como representantes de los hombres de buena voluntad que llegaron para habitar este suelo, es decir extranjeros a la nacionalidad argentina, que es católica. Algunos de ellos lo eran, pero otros tienen más generaciones en esta tierra que el arzobispo lujanero. Una vez establecidos esos límites, Radrizzani predicó sobre la reconciliación luego de las “tremendas luchas fratricidas”, lo cual adquiere todo su sentido con la solicitud de amnistía de Videla y los suyos. El arzobispo no dejó de implorar una mayor transparencia, una justicia más efectiva, una mejor y más equitativa distribución de la riqueza y una mayor independencia de los poderes republicanos. El desafío consiste en “mejorar la calidad de nuestras instituciones”, sin “perder nuestra identidad”, enriquecernos integrando “la patria grande soñada por San Martín y por Bolívar”, y lograr una educación para todos que forme “buenos cristianos”. Esas “referencias comunes y constantes”, que están “más allá de partidismos e intereses personales” son las que permitirán “fortalecer el consenso”. Por último, hace falta la ayuda divina para “incluir a todos, promover la igualdad y el desarrollo social”, ya que “la mayor pobreza es la de no reconocer la presencia del Misterio de Dios y de su amor en la vida del hombre”. Es decir que la memoria debida es la de la catolicidad de la Argentina, la identidad de la patria es el catolicismo y su desafío es aplicar una receta católica para cada problema. Por ejemplo, el perdón a los represores.
La fiesta
La respuesta colectiva a la convocatoria oficial por el aniversario patrio fue imponente. El Estado se propuso agasajar al pueblo convirtiendo a Buenos Aires en un gran parque de diversiones, gratuito y de alta calidad. El pueblo acudió con alegría, pese al sex symbol que calificó de “deserotizante” al Bicentenario y al columnista que despreció el estruendo hiriente que sólo merece un sarcasmo sordo, mientras la gente circula con aire ajeno porque la fiesta no la interpela. Como en otras ocasiones de la historia, la presencia en la calle de un actor colectivo rompió todos los moldes y enardeció a las elites. Los canales de noticias recién comenzaron a transmitir los actos cuando ya había millones en las calles, pero ayer y hoy compitieron con programas especiales de repeticiones, en los que pasaron desde el desdén al éxtasis. La concepción de la fiesta que aportó CFK fue política, aunque no partidaria ni proselitista. Tanto la proyección sobre el Cabildo como el desfile alegórico de estructuras gigantescas en movimiento, con ecos del futurismo de Marinetti, llevaron una cuestión ideológica al debate de masas. Todos los medios reprodujeron la imagen de la presidente cuando bailaba en el palco al ritmo de la murga que escenificó el regreso a la democracia. A pocas filas de CFK, los cuatro uniformados jefes de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas marcaban el ritmo con manos y pies mientras la murga repetía la consigna “Militares nunca más”.
Comentario