Por: Alfredo Rada Vélez
En Latinoamérica desde el año 2013 comenzó a sentirse el impacto de la más global de las crisis del capitalismo, iniciada cinco años antes en Estados Unidos con metástasis posterior a Europa y Asia. A Sudamérica la enfermedad llegó a través del deterioro en los términos del intercambio mundial manifestado en el derrumbe de los precios del petróleo, los minerales y los bienes primarios alimenticios, con fuertes efectos en países como Argentina, Brasil y Venezuela, cuyas exportaciones agrícolas, mineras y petroleras significan la mayor parte de sus ingresos.
La especulación financiera internacional llevó al fortalecimiento del dólar, lo cual produjo efectos negativos en casi todos los países sudamericanos, que se vieron obligados por razones de competitividad comercial a devaluar sus monedas. Así es que se ha configurado un crítico escenario económico, en el que confrontan problemas de financiación las políticas sociales impulsadas por los gobiernos de Cristina Fernández, Dilma Roussef y Nicolás Maduro. Como agravante en el caso venezolano se da el sabotaje económico que efectúa la burguesía con el ocultamiento, desabastecimiento y especulación de productos.
Todo esto -sumado a las fallas programáticas y los errores políticos de los propios gobiernos- ocasionó un malestar social que ha sido aprovechado por las fuerzas políticas de derecha en Argentina y Venezuela. El ajustado triunfo de Mauricio Macri que le convirtió en presidente dio paso a medidas económicas de típico corte neoliberal: 1) El levantamiento del control cambiario ha significado una fuerte devaluación del peso argentino, que al mismo tiempo que favorece a la burguesía agroexportadora, disminuye por el efecto inflacionario los salarios reales de los trabajadores. 2) La disminución de las retenciones (impuestos) que pagan los agroexportadores, incrementó la tasa de ganancia de los grandes empresarios del campo, a cambio de que éstos traspasen divisas al tesoro argentino. 3) El recorte de los subsidios (por ejemplo a las facturaciones domésticas de energía) y de los planes sociales del kirchnerismo, grandes avances logrados en la última década que ahora se los cambia por bonos compensatorios de carácter limitado en el tiempo.
La restauración del neoliberalismo en Argentina no pasó inadvertida en Bolivia. Fueron los obreros de las minas reunidos en el XXXII Congreso de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), en la lejana localidad de San Cristóbal (Potosí), que terminaron aprobando la Tesis Política del sindicato de Colquiri, que en una de sus partes, con la prosa sencilla y directa de los proletarios, afirma: “Vivimos una coyuntura en la que se encuentra la disyuntiva en la que los trabajadores debemos tomar partido. O por el imperio, expresado en los sectores conservadores del país (política de crisis) o estar con la profundización del proceso (política de estabilidad). Por eso se justifica hoy la unidad con el Estado porque el enemigo es uno: el imperialismo estadounidense. Este proceso no es de un grupo de personas; es de los trabajadores”.
La clase obrera habla de estabilidad versus crisis. Identifica la estabilidad con la defensa del proceso de cambio buscando su continuidad y la profundización de las transformaciones, y advierte que en Bolivia hay el riesgo de que la derecha conservadora intente frenar el proceso de cambio, abriendo así un escenario de crisis económica y confrontación política, buscando la restauración neoliberal. Esto es lo que se juega en el referéndum del 21 de febrero de 2016.
No faltará el que niegue este análisis calificándolo de maniqueísta; de seguro será uno de ésos que de tanto relativizar los conceptos políticos termina confundiéndolo todo. Pero al interior de las filas opositoras han comenzado a elucubrar sobre una “salida pendular”, vale decir que del predominio de la izquierda antiimperialista ocurra –como en Venezuela y Argentina- que el voto se desplace al otro extremo en que los neoliberales comiencen a ganar terreno político hasta retornar a los gobiernos. ¿Negará la derecha boliviana que lo que tan buenamente llama “salida pendular” significa nada menos que “salida argentina”? No podría negarlo, peor después de que enviaron a Macri efusivas felicitaciones el gobernador de Santa Cruz, Rubén Costas; el alcalde paceño, Luis Revilla, y Jorge Quiroga, o del viaje a Buenos Aires en busca de la selfie que hizo Samuel Doria Medina.
Pero hay dos abismales diferencias entre el proceso boliviano y el argentino. En primer lugar acá hay solidez y estabilidad económica, sobre los que se despliega un modelo económico fundado en la nacionalización de los hidrocarburos, con redistribución de la renta a través de políticas sociales e importantes inversiones públicas en infraestructura e industrialización. No se ha dado ninguna devaluación de la moneda boliviana, la inflación está bajo control y se siguen tomando medidas (como el segundo aguinaldo) para incentivar la demanda interna. Es cierto que el país está afectado por la caída de los precios de nuestros exportables: gas, minerales, soya y quinua; pero disponemos de las mayores reservas internacionales de nuestra historia que nos permiten asimilar el golpe sin caernos.
En segundo lugar acá en Bolivia hay la fortaleza de un liderazgo social que se sustenta en un bloque de movimientos sociales indígenas, obreros y populares. Periódicamente se mide esa fortaleza en las denominadas encuestas de apoyo ciudadano, cuyo último reporte difundido hace una semana por la red televisiva ATB indica que la gestión de gobierno de Evo cerró el año 2015 con 65% de respaldo. ¿Por qué los afanosos comentaristas de otro sondeo de raquítica muestra y opaca credibilidad no dicen nada sobre este dato? Dejaré a un lado este temita de las encuestas porque es sabido que por ahí vendrán las manipulaciones políticas y mediáticas.
Prefiero resaltar que la legitimidad de Evo ante el pueblo es otra de las razones para el triunfo del Sí.
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