Por: Jon Sanz Landaluze
Alba Garcia Portela
Son tiempos convulsos en Brasil. Cada uno de los bandos que se han conformado dan coletazos que nos retrotraen a tiempos que algunos equiparan a los momentos anteriores al golpe de Estado de 1964.
El final de agosto nos dejaba la esperada destitución de la ya expresidenta de Brasil Dilma Rousseff por parte del Senado brasileño y la traición de quienes fueran hasta hace muy poco sus aliados políticos e incluso su vicepresidente. Esta traición vino principalmente porque el poder económico y político vio peligrar su hegemonía ya que Dilma era incapaz de hacer nada más en materia económica y así aplicar las reformas neoliberales y de austeridad que dicho poder promovía.
Pero también por los largos tentáculos de la operación Lava Jato, que el poder no podía controlar y que acariciaba a cargos políticos de los principales partidos que apoyaban a Dilma, como el PMDB (centro-derecha), pero también a cargos del Partido dos Trabalhadores, el partido de Dilma Rousseff.
Son tiempos convulsos en Brasil. Cada uno de los bandos que se han conformado dan coletazos que nos retrotraen a tiempos que algunos equiparan a los momentos anteriores al golpe de Estado de 1964. Por una parte, unos se agarran a la mitificación de la palabra “golpe político” sin querer profundizar en las raíces.
Otros, pues lo de siempre: la jueza Moema Miranda Gonçalvez, del juzgado de Belo Horizonte, saltándose los artículos 3 y 5 de la Constitución brasileña, suspende una asamblea universitaria en El Centro Académico Afonso Pena (CAAP), asociación estudiantil perteneciente a la Facultad de Derecho de la Universidad de Minas Gerais (UFMG) que iba a debatir sobre el proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff.
Hablar de golpe político, institucional o golpe a secas oculta más de lo que explica. Al PT y Dilma puede haberles servido como estrategia de defensa política. Sin embargo, lo que aquí se evidencia más claramente es la evaporación de la coalición política gubernamental, donde 367 diputados federales votaron en abril a favor del juicio político a la presidenta.
No queremos dejar de evidenciar que ha habido operaciones sucias y en el límite de lo institucional, como los vínculos entre el juez de la operación Lava Jato Sergio Moro y la omnipresente cadena de medios de comunicación O Globo, por ejemplo, que fueron clave para hacer avanzar el proceso de impeachment (en especial, la divulgación de Moro del audio de la conversación entre Lula y Dilma). Sin embargo, poner toda la fuerza en caracterizar lo sucedido como golpe permite evadir una explicación de lo que sucedió. El PT, Dilma y su coalición cometieron, voluntaria o involuntariamente, por acción u omisión, determinados errores que llevaron a esta situación.
Un apunte. Ojalá por estas lides que nos paseamos tuviéramos algo parecido al “crimen de responsabilidad”, la figura político-jurídica (Ley 1.079 de la Constitución brasileña) que regula los crímenes de responsabilidad y que incluye en esa categoría “proceder de modo incompatible con la dignidad, la honra y el decoro del cargo”. Otro gallo (¿rojo?) nos cantaría.
El primero de los errores de Dilma fue nombrar a Joaquim Levy representante de la ortodoxia económica, como ministro de Hacienda. Dilma había señalado durante la campaña que Aécio Neves, candidato del PSDB y rival en segunda vuelta de Dilma, iba a quitar la comida de la mesa de los brasileños, pero en cuanto ganó la reelección, pasó a hacer un ajuste ortodoxo que era lo que se combatía. Como se dijo, se “aplicó el programa de los perdedores”.
Otra de las cuestiones que provocó contradicciones en su alianza sociopolítica supuso nombrar a Katia Abreu como ministra de Agricultura. Criticada por el MST, el nombramiento de Abreu, representante de los intereses del agrobusiness, retrajo el apoyo de los movimientos sociales hacia Dilma.
Por otro lado, los empresarios y banqueros, que “nunca habían ganado tanto como con los gobiernos del PT” (al decir de Lula), retiraron el apoyo ante la baja en el crecimiento y el aumento en la polarización política. En definitiva, los actores que sustentaban la alianza policlasista del Gobierno de Dilma perdieron durante el segundo mandato los incentivos para seguir apoyando.
Cuatro son las reformas más destacadas que promueven las élites neoliberales de Brasil, en hermanamiento y haciéndole el juego a los poderes internacionales como el FMI o el BM. La primera consiste en la modificación de la Constitución que permita fijar un techo de gasto para los próximos diez años.
La segunda es una reforma que atañe al sistema de jubilación que consta de dos aspectos: aumentar la edad mínima de jubilación y separar el nivel mínimo de la jubilación del nivel mínimo del salario.
La tercera es una mayor flexibilización laboral y pérdida de derechos sociales que se han ganado durante muchos años de lucha. Y por último la ley que prohíbe a Petrobrás tener una participación estatal inferior al 30% en el Presal, la zona del Atlántico profundo con unas reservas de unos 300.000 millones de barriles de crudo.
Brasil vive la peor recesión económica en un siglo, con la proyección de una caída del PIB del 4% para este año, que se suma al descenso del año anterior. La tasa de desempleo subió en todas las grandes regiones del país, llegando a 11,3% de la población económicamente activa y entre los jóvenes llega a 20%.
En el periodo entre 2014 y 2016, la caída del ingreso per cápita del brasileño va a rondar el 10% de acuerdo con proyecciones de la Fundación Getúlio Vargas.
En 2005, el endeudamiento de las familias representaba el 18,42% de la renta. Hoy, se eleva al 44,3%. Por otro lado, la violencia contra la juventud en las periferias mata a 50.000 jóvenes cada año, incluyendo a todos aquellos que han muerto tras las duras operaciones de “pacificación” llevadas a cabo en las favelas antes del Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de este año. El saldo de estos megaeventos ampliamente promovidos por el PT, siendo la principal lacra la limpieza con claros tintes raciales que ha cometido la policía militar con total impunidad, constituye ya una página negra en la historia reciente del país.
La respuesta de Dilma Rousseff y su partido, el PT, a esta situación de crisis ha sido profundizar en las políticas neoliberales, cediendo ante las presiones del capital nacional e internacional, impulsando un durísimo ajuste fiscal que ha ido paulatinamente eliminando conquistas y derechos adquiridos por las y los trabajadores durante años anteriores. Dilma empezó a hacer lo contrario de lo que prometió durante la campaña y en su programa electoral.
El fracaso de dichas políticas comenzó a demostrarse en 2013 con un movimiento increíble de gente (manifestaciones Passe Livre o contra el Mundial de Fútbol) que mostraba que ya existían problemas graves y el PT ya estaba dentro del esquema del poder. Ya no funcionaba más el “social-liberalismo a la brasileña” o “liberal-desarrollismo” que ha implementado el PT durante los mandatos de Lula y Dilma, que conjugaba una política macroeconómica neoliberal y una política social asistencialista centrada en la lucha contra la extrema pobreza, renegando de los ideales del PT para poner la estabilidad macroeconómica y los intereses del capital muy por encima de las reformas sociales prometidas. Este asistencialismo lo que ha hecho es desarticular muchas de las luchas tradicionales.
Lo que el PT hizo fue destruir el movimiento para quedarse en el poder junto a Temer y su partido, en la corrupción sistémica, y ahora tenemos como consecuencia este Gobierno explícitamente de derecha, compuesto únicamente por hombres millonarios y blancos.
¿Y ahora?
Temer va a hacer unas reformas neoliberales que ya se estaban haciendo en el Gobierno de Dilma porque hay que recordar que el partido de Temer lleva diez años con el PT. De hecho, Henrique Meirelles, el ministro de Economía y Hacienda, peso pesado del Gobierno de Temer, es un hombre de Lula. Fue presidente del Banco Central de Brasil durante los ochos años de Gobierno de Lula. Además, el presidente Temer está implicado por un confidente en la investigación judicial del caso Lava Jato, una de las mayores tramas de corrupción de Brasil en las últimas décadas, y por enriquecimiento ilícito. Y hasta siete de los nuevos ministros de su gobierno están implicados en casos de corrupción relacionados con enriquecimiento personal haciendo uso de sus cargos.
En los escasos tres meses de Gobierno de Temer se ha acelerado la implantación de las mencionadas medidas neoliberales que van contra la clase trabajadora: anuncios casi diarios de reforma de las jubilaciones, de políticas de subordinación al capital extranjero con privatizaciones y venta de tierras y la entrega de algunas subempresas de Petrobras, la joya de la corona de las riquezas nacionales, a manos privadas. De un plumazo ha desaparecido el Ministerio de Desarrollo Agrario, donde la lógica era de apoyo a los pequeños productores, responsables del 70% de los alimentos que consume el país.
Amenazó con suprimir el Ministerio de Cultura y puso fin a la Secretaría de Igualdad Racial. La partida para la Funai (Fundação Nacional do Índio) o el PAA (Programa de Aquisição de Alimentos), que ayuda a la adquisición de alimentos a las rentas más bajas, se ha reducido a la mitad. Además, como ya hemos mencionado, ninguna mujer ha entrado en el gabinete. El nuevo Gobierno, como ha afirmado el ministro de Salud, Ricardo Barros, no está para “sostener el nivel de derechos que la Constitución determina”. Blanco y en botella: hay que reducir el Estado, los derechos y los programas de sostenibilidad por el bien de las élites que frecuentan los mercados globalizados.
¿Alternativas?
De momento, después de la destitución de Dilma se han ido sucediendo diferentes manifestaciones en respuesta a las diferentes medidas de profundización neoliberal que ha tomado el Gobierno de Temer. También es cierto que esta reacción popular está cada vez más alejada del PT y responde a dinámicas nada partidistas y más cercanas a otros movimientos sociales. A esto hay que sumar la severa derrota que ha sufrido el PT en las elecciones municipales celebradas el pasado domingo 2 de octubre en lo que eran hasta entonces muchos de sus bastiones más clásicos y perdiendo 2,1 millones del electorado gobernado en las grandes ciudades. La casta política brasileña está en la picota, y entre ella poco se distingue al PT de sus opositores conservadores.
Hay una contratendencia desde abajo marcada por un nuevo activismo social, que se manifestó en 2013 con el Movimento Passe Livre, luego con las ocupaciones de los sin techo, el nuevo activismo feminista y más recientemente con la ocupación de cientos de colegios secundarios por los propios alumnos y alumnas. Estos movimientos ya no obedecen a la vieja lógica (correa de trasmisión de los partidos), sino a nuevas relaciones sociales, entre las que destaca la autonomía de los partidos y los sindicatos, la horizontalidad y el consenso para tomar decisiones. Con este espíritu e intentando coordinar luchas más sectoriales como las del campo, la lucha metalúrgica, los trabajadores de correos o los profesores y otros funcionarios públicos, se están articulando movimientos como el Frente Brasil Popular o el Frente Povo Sem Medo.
Fin de ciclo
Mucho se ha escrito sobre el fin de ciclo que parece estar sufriendo Latinoamérica. Por diferentes medios y diferentes modos, el progresismo sudamericano parece estar en reflujo en los espacios de gobierno que ocupa en el continente, ya sea por elecciones, impeachments jurídico-parlamentarios o crisis interminables. Lo que parece común en todos los casos no es la existencia o legitimidad de proyectos alternativos –la derecha no tiene otra alternativa que no sea reinstaurar la plenitud institucional y reguladora de la lógica del privilegio–, sino los impasses a que han llevado sus propias insuficiencias. Se auguran malos tiempos para la lírica en América Latina, y es función del progresismo comenzar a hacer balance sobre hasta dónde llega su responsabilidad respecto a lo que actualmente sucede en la región.
En todo caso, vuelve un ciclo de luchas, aunque, eso sí, con movimientos sociales en franco debilitamiento y fuertemente divididos tras las gestión de este progresismo latinoamericano en crisis. La única forma de que las experiencias progresistas desplazadas del Gobierno en América del Sur puedan volver a las presidencias reside en una posición crítica con respecto a las mismas. De poco sirve argumentar que Estados Unidos es muy malo, que los medios son muy malos, que la oposición se comportó de un modo destituyente. ¿Qué otra cosa esperamos de esos actores?
Sin una evaluación crítica de los errores cometidos, estas fuerzas tendrán dificultades para volver al gobierno, ya que los mismos errores volverán a repetirse. Ganar elecciones se volvió más importante que promover cambios a través de la movilización. “Llegó, pues, la factura de los errores. Y en las calles del país la reacción al golpe no tuvo fuerza para evitarlo”, concluye Frei Betto. Hoy son –nuevamente– los movimientos sociales los que conforman estos espacios más amplios, redes de diálogo y debate, de articulación, que, desde un balance sincero y sin sectarismo de los tres últimos gobiernos del Partido de los Trabajadores, se rebele para impedir los retrocesos que la derecha pretende promover.
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