Por. Ruth Potts
Imaginar un mundo mejor es el primer paso para crearlo.
“El primer paso hacia la construcción de un mundo alternativo ha de ser el rechazo de la imagen del mundo implantada en nuestra mente… En la cultura de la globalización, como en… el infierno, no se vislumbra otro lugar ni otra cosa. Lo que hay es una cárcel. Pues desde una posición ventajosa distinta, es la diversidad de la resistencia –individual y colectiva, sobre uno y varios temas, organizada y desorganizada, visible y fugaz, ruidosa y silenciosa, ordinaria y extraordinaria– lo que la convierte en notable, es decir, en aquello que exige más que el mero comentario. Y en algunas partes es así”.
John Berger
Como nos recuerda John Berger, el primer paso hacia un mundo alternativo es negarse a aceptar que lo que tenemos es lo mejor que podemos hacer. A los utópicos se les despacha como soñadores insensatos e ingenuos, pero son fundamentales para el florecimiento humano. La creencia de que el mundo podría ser más justo y la vida mejor nos alienta y crea el espacio que posibilita el cambio. En el mundo moderno, un concepto restrictivo del progreso ha sofocado nuestra imaginación, con consecuencias perjudiciales para todo el mundo.
Los sueños utópicos son un catalizador para las personas oprimidas y excluidas. Nos recuerdan que otros mundos sí son posibles y nos proporcionan la esperanza que, en palabras de la escritora y activista Rebecca Solnit, posibilita la acción. La utopía es inmediata y polémica, una motivación para soñar y actuar. Logra cambios inmediatos en el mundo real, ahora.
El pensamiento antropológico reciente sugiere que fue el desarrollo de nuestra imaginación seguido de nuestra capacidad para construir estructuras e instituciones sociales lo que permitió la evolución de sociedades complejas. Las grandes sociedades y el pegamento que las mantiene unidas se conforman de naciones, tribus, religión, dinero y los poderes de un juez para hacer cumplir la ley, todos ellos productos arbitrarios de nuestro pensamiento creativo colectivo. Según el antropólogo Maurice Bloch, hay momentos en los que la arbitrariedad de dichos sistemas se hace evidente. Tras examinar algunos de los cambios que tienen lugar actualmente en el mundo, Bloch concluye que estamos desarrollando “una conciencia de la naturaleza imaginaria de las instituciones en las que vivimos”.
Utopía de Tomás Moro, que el pasado diciembre cumplió 500 años de su primera publicación, proporciona un recuerdo oportuno del poder imperecedero de la imaginación y su capacidad para modelar el mundo que habitamos. La utopía de Moro siguió un conocido tropo: el viajero que narra su experiencia en una tierra en la que una serie de problemas se ha resuelto. Es un formato que existe o ha existido de alguna manera en todas las culturas. La República de Platón, cuya lectura había influido a Moro, se cita a menudo como una de las primeras obras sobre la utopía.
Hay también gérmenes de ficción utópica en antiguas descripciones del paraíso, en el Poema de Gilgamesh, La Odisea, los Campos Elíseos o la ciudad perdida de Atlántida. Vislumbramos la utopía en la literatura clásica griega y en latín, el Viejo Testamento, el budismo, el confucianismo y el hinduismo. Tao Hua Yuan o La fuente del jardín de los melocotoneros, una fábula de Tao Yuanming (365-427), ambientó su mundo utópico en una arboleda tras unos melocotoneros. Hay tradiciones utópicas orales en los pueblos aborígenes de Australia, las Primeras Naciones de Canadá, los maoríes de Nueva Zelanda y los pueblos indígenas de las Américas. Lo que hizo Moro no fue novedoso, pero al nombrar su mundo imaginario, dotó al concepto de utopía de forma y de una ambigüedad irresistible (que significa tanto ningún lugar como buen lugar) que ha cautivado la imaginación humana desde entonces.
Contemporaneidad
Utopía es uno de aquellos libros que casi todo el mundo cree que conoce, pero pocos han leído. Lo que llama la atención al releerla hoy es su contemporaneidad. Desde la preocupación por el acceso a la tierra a la corrupción de una élite desconectada y el comportamiento sin escrúpulos de reyes al iniciar guerras cruentas y amasar dinero fraudulentamente, es llamativo cómo perdura la conjura de los ricos. En Utopía, Moro ataca la barbaridad irracional de la pena capital por robo. Para Hythlodaeus, el viajero que relata la vida en la isla de Utopía, la única manera de reducir el número de ladrones es reducir el número de personas que deben robar si no quieren morir de hambre.
Por contraste, Moro ofrece una visión alternativa de la sociedad europea, enraizada en la tradición humanista. En la isla de Utopía no existe la propiedad privada; las casas se asignan por sorteo y la gente se muda cada diez años. Las puertas de las casas están abiertas de par en par para permitir el paso libre de las personas, se comparten los jardines, las comidas son comunales y se respeta a las personas mayores. La jornada laboral sólo dura seis horas, suficiente para cubrir las necesidades de todos. Después de las comidas, se lee o se interpreta música. Se celebran conferencias públicas todas las mañanas y se valora el trabajo manual. La sociedad es igualitaria y el oro y la plata no tienen más consideración que su valor intrínseco, ‘evidentemente mucho menor que el hierro’.
La popularidad de Utopía aumenta en tiempos de gran cambio, ya que se reeditó con ocasión de la Revolución Francesa y a principios del siglo XX. En su tratado de 1930 sobre la esperanza, el filósofo Ernst Bloch exploró las maneras bajo las cuales ocultamos y expresamos nuestras esperanzas en los sueños, los cuentos de hadas, la música, el amor y hasta el deporte. Bloch argumenta que todas ellas son expresiones de esperanzas que no pueden realizarse todavía. La idea fundamental de su argumentación era la del ‘todavía no’, la característica universal que nos hace humanos. Las visiones alternativas, bajo sus innumerables formas, son en realidad maneras de desconcertar al presente, haciendo que lo familiar parezca extraño y revelando lo posible.
Siempre un paso más allá
Teniendo en cuenta que la utopía se sitúa ‘en otro lugar’, se podría argumentar que las visiones utópicas son necesariamente desempoderadoras. El mundo utópico está siempre un paso más allá y por tanto es inalcanzable. ¿Y si ésa es su intención? En palabras del cineasta argentino Fernando Birri, citadas por el escritor Eduardo Galeano: “La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”.
Para dar pasos hacia la utopía necesitamos también reconocer y celebrar los retazos de utopía que nos rodean, la infinidad de formas en las que las personas se organizan para crear un mundo mejor y más humano. Para Rebecca Solnit, escritora estadounidense cuya obra Hope in the Dark [La esperanza en la oscuridad] se volvió a publicar en 2016, “los fundamentos para la esperanza están en las sombras, en las personas que están inventando el mundo mientras no mira nadie, sin saber todavía si sus acciones tendrán efecto”.
Si el utopismo empieza por imaginarse cómo queremos vivir, se puede empezar por lo cotidiano y particular. En palabras de Ruth Levitas, cofundadora de la Sociedad Europea de Estudios Utópicos, la utopía es “la expresión del deseo de vivir o estar mejor”. Es “la búsqueda de la integridad, de estar a gusto en el mundo”.
Todo esto significa que podemos y debemos ser más audaces al imaginar cómo podría ser el mundo. Lo que tenemos es, después de todo, el producto de nuestra imaginación. Esto no pasa por alto el poder, la opresión y los intereses creados, sino que reconoce el poder subversivo y práctico de la imaginación. Existe un territorio rico para ocupar con una visión mayor, más luminosa y confiada.
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