Ante el creciente poderío de la economía china, Estados Unidos está obligado a reaccionar para lograr sobrevivir. El proyecto de reforma fiscal de Donald Trump, tendiente a estimular la producción en suelo estadounidense, fue rechazado por el Congreso, que prefirió proteger las ganancias de las transnacionales. Es por eso que a la Casa Blanca no le queda ahora otra opción que sabotear las inversiones de Pekín a favor de la creación de nuevas vía comunicación y de la exportación global de los productos chinos.
La reforma fiscal estadounidense que se promulgó el 22 de diciembre de 2017 va en el mismo sentido que las anteriores: impone una redistribución de la riqueza hacia los ingresos más elevados. Los contribuyentes más ricos, o sea los que declaran ingresos superiores al medio millón de dólares –un 1% de los contribuyentes estadounidenses–, dejarán de aportar al fisco 60 000 millones de dólares al año. Es lo mismo que dejará de aportar el 54% de los contribuyentes, los que ganan entre 100 000 dólares y 20 000 dólares. Los que ganan entre medio millón y 100 000 dólares obtienen una reducción de impuestos que representa para el fisco 136 000 millones de menos. Esos grupos de contribuyentes son un 22,5% de la población estadounidense susceptible de pagar impuestos y son tan numerosos como los que ganan menos de 20 000 dólares, pero estos últimos sólo dejarán de pagar 2 200 millones, o sea un 0,15% del total que percibe el fisco [1].
En cuanto a las ganancias internacionales de las transnacionales, los impuestos estadounidenses se alinean con los procedimientos europeos. En lo adelante las transnacionales sólo pagarán impuestos sobre sus ingresos estadounidenses, no sobre sus ingresos mundiales. El objetivo es que, a la inversa de lo que sucedía antes, las transnacionales envíen esas ganancias al territorio estadounidense. Para evitar que las empresas estadounidenses escondan sus ganancias en paraísos fiscales, lo que disminuiría su aporte al fisco estadounidense, la ley adopta un modo de cálculo menos conservador al evaluar sus ganancias.
Un cambio en el sentido de la continuidad
La nueva ley palidece ante su modelo. Si bien en 1981 la reforma firmada por el entonces presidente Ronald Reagan se elevaba a un 2,9% del PIB, la de Donald Trump se limita al 1% del PIB. Al mismo tiempo, los 150 000 millones de dólares que vuelven cada año a las cajas fuertes de las empresas estadounidenses constituyen una suma mucho más modesta que los 312 000 millones de la American Taxplayer Relief Act [2], promulgada por Barack Obama en 2013 y que recibió la aprobación de republicanos y demócratas. Esa ley prolongaba las medidas ya adoptadas en 2004 por la administración de George Bush hijo. Existe, en efecto, un consenso entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano a favor de la redistribución de la riqueza hacia los que más ganan, así como para reducir los impuestos que pagan las empresas.
La reforma de Trump sigue una tendencia de larga data, es parte de una política continua de reducción de los impuestos de las empresas, reformas aportadas indistintamente por republicanos y demócratas. En 1952, el impuesto sobre las empresas representaba un 32% de los ingresos federales y el impuesto sobre los ingresos un 42%. Desde entonces, el impuesto sobre las empresas se ha reducido constantemente y ya no representa más que un 9% de los impuestos federales, frente a un 47% en el caso del impuesto sobre los ingresos [3]. Sin embargo, los demócratas hablan ahora de estafa fiscal y se opusieron resueltamente a la reforma. Su virulento rechazo es en realidad una operación de diversión: no tiene que ver con el contenido de la ley adoptada sino con el proyecto inicial de reforma fiscal, proyecto que había que parar a toda costa.
Abandono de una revolución fiscal
El proyecto de reforma fiscal, iniciado por congresistas republicanos en junio de 2016 y retomado por la administración Trump, preveía cambios radicales en el sistema fiscal destinado a las empresas, reduciendo del 21 al 35% el impuesto federal sobre las empresas, reforma que sí fue adoptada. Pero esa reducción no modifica el monto de lo que realmente pagan las empresas. Gracias a las exenciones fiscales, el impuesto efectivo se situaba alrededor de un 20%. Al suprimir muchas de esas exenciones fiscales o limitarlas, la nueva ley impone una tasa nominal que se acerca a la tasa real. De esa manera, al afectar ciertos privilegios fiscales, la nueva ley reinstaura mejores condiciones para la competencia entre las empresas.
Sin embargo, fue abandonada la parte fundamental de la Border Adjustment Tax, que preveía una exoneración para las exportaciones de bienes y servicios desde Estados Unidos y gravaba las importaciones en un 20%. Contrariamente a las empresas que producen fuera de Estados Unidos, las empresas que trabajan en suelo estadounidense habrían sido exoneradas. Ese mecanismo es abiertamente proteccionista.
El objetivo era incrementar la actividad de las empresas estadounidenses en suelo estadounidense y redirigir las inversiones estadounidenses hacia el territorio nacional. Favorecer la producción interna con reducciones de impuestos debía permitir una reindustrialización del país, gracias al regreso, con pocos impuestos, de los 3 100 millardos [4] de dólares acumulados en el extranjero por las filiales de las transnacionales estadounidenses. Ese proyecto contradecía abiertamente el proceso de división internacional del trabajo y era coherente con las decisiones anteriores del presidente Trump de torpedear el Gran Mercado Transatlántico y el TLCAN [5].
Inflar la burbuja bursátil
La Border Adjustment Tax, abandonada a mediados de 2017, dejó su lugar, a principios de octubre, a un proyecto de ley que pretendía gravar en un 20% las importaciones inter-grupos de las transnacionales extranjeras implantadas en suelo estadounidense, así como las importaciones de las filiales extranjeras de las transnacionales estadounidenses. No se trataba, esta vez, de gravar todas las importaciones sino sólo los flujos entre las unidades de un mismo grupo presente en Estados Unidos [6]. El objetivo era evitar que un grupo pudiera reducir los impuestos sobre las ganancias que tendría que pagar en Estados Unidos mediante la compra de bienes intermedios producidos por sus propias filiales en el exterior, con lo cual desplazaría su producción fuera del territorio estadounidense. Ese gravamen sólo habría reportado al Tesoro 155 millardos de dólares en un periodo de 10 años, o sea 10 veces menos que la Border Adjustment Tax. Pero el objetivo no era tanto favorecer la recaudación de impuestos como incitar las empresas a producir en Estados Unidos.
Ese proyecto fue rechazado por los legisladores y fue reemplazado por una ley fiscal clásica que favorece los altos ingresos. Como en las reformas anteriores, los capitales repatriados, gracias a tasas ventajosas (8 a 15,5%), serán sólo transferencias de riqueza. Al no representar más posibilidades de inversiones irán, nuevamente, a inflar la burbuja bursátil. Tanto que, a finales de diciembre, 32 grandes empresas ya anunciaban compras de acciones ascendentes a un total de 90 000 millones de dólares [7]. La repatriación de capitales, estimulada por la reforma fiscal, tendió a consolidar un alza espectacular, en un 25%, del índice Dow Jones durante el año 2017 o fue, al menos, un elemento desestimulador de las ventas de acciones en alza en un contexto bursátil ahora más inestable.
El presidente Donald Trump acaba de presentar un plan de 1 500 millardos de dólares para reactivar la construcción y renovación de carreteras, puentes y aeropuertos. Ese plan encuentra problemas de financiamiento, al extremo que el presidente le asignaría sólo 200 millardos del presupuesto federal mientras que el sector privado y los Estados aportarían la diferencia: 1 300 millardos. La oposición de los demócratas impidió que ese proyecto pudiera financiarse con el aporte de la reforma fiscal.
¿Guerra mundial o desarrollo económico?
La lucha entre demócratas y republicanos puede interpretarse como un conflicto entre dos tendencias del capitalismo estadounidense: una que defiende la globalización del capital mientras que la otra predica una recuperación del desarrollo industrial de un país económicamente en declive. Estados Unidos era el motor y el principal beneficiario político de la internacionalización del capital. Ante el derrumbe de la URSS y el subdesarrollo de China, Estados Unidos fue durante 20 años la única superpotencia, un superimperialismo que organizaba el mundo en beneficio propio. El avance de China y la reconstitución política de Rusia quebraron la omnipotencia económica y política de Estados Unidos.
La constatación de ese hecho conllevó al surgimiento en Estados Unidos de una contradicción interna sobre qué hacer ante esa realidad: huir hacia adelante liberalizando el intercambio u optar por el proteccionismo. Ese problema no es nuevo y ya fue planteado hace más de un siglo por el economista austriaco Rudolf Hilferding. En su libro El capital financiero, Hilferding constataba, en 1910, que
«No es el país del libre comercio, Inglaterra, sino los países proteccionistas, Alemania y Estados Unidos, los que se convirtieron en los modelos del desarrollo capitalista.» [8].
Hemos llegado ahora a una situación similar. En 1910, el país imperialista dominante, Inglaterra, perdía terreno ante las potencias económicas en ascenso. Hoy es Estados Unidos el que ve cuestionada su supremacía económica, principalmente por parte de China. Gran Bretaña había renunciado a ser la potencia dominante, poniéndose bajo la «protección» de Estados Unidos. Ese escenario deja de ser válido en las relaciones futuras entre Estados Unidos y China, aliada de Rusia.
Quedan entonces dos posibilidades: una renovación económica de Estados Unidos, basada en el proteccionismo, como lo plantea un sector de los republicanos; o una conflictualidad militar cada vez más abierta, opción que parece respaldar el Partido Demócrata.
Imperialismo contra ultraimperialismo
La lucha que acaba de tener lugar entre una parte de los republicanos y los demócratas puede verse entonces como un conflicto entre el imperialismo estadounidense y el superimperialismo, también estadounidense.
Los conceptos desarrollados a principios del siglo XX, durante la oposición entre Lenin y Kautsky, cobran así nueva actualidad. Kautsky consideraba que después de la guerra de 1914-1918 debía producirse un periodo, de desarrollo del sistema capitalista, caracterizado por el apaciaguamiento de las contradicciones entre los Estados y los diferentes grupos imperialistas, periodo que caracteriza como «ultraimperialista». Kautsky consideraba que
«de la guerra mundial entre las potencias imperialistas puede nacer una alianza entre las mayores potencias que pondrá fin a la carrera armamentista». [9]
La historia se encargó de desmentir esa tesis. Nunca cesaron los conflictos y hubo una Segunda Guerra Mundial. Pero un equilibrio de fuerzas entre dos superpotencias, Estados Unidos y la URSS, impidió entonces un incremento extremo de las diferentes formas de guerra en las que estaban implicadas.
Ese equilibrio perduró hasta principios de los años 1990. Desde entonces, como consecuencia del derrumbe de la URSS y de la situación de subdesarrollo de China, Estados Unidos fue durante 20 años la única superpotencia, un superimperialismo que organizaba y destruía el mundo en función de sus intereses. El ascenso de China y la recuperación de Rusia han puesto fin a la omnipotencia económica y militar de Estados Unidos. La guerra en Siria es un ejemplo del freno que ha encontrado el despliegue del poderío militar estadounidense.
Al desindustrializar el país, el superimperialismo estadounidense también ha debilitado el poder de Estados Unidos como nación. El proyecto inicial de la administración Trump era proceder a una reconstrucción económica. Los discursos de Trump sobre una posible salida de la OTAN, una reducción de las intervenciones militares de Estados Unidos en el exterior, así como su oposición a una nueva guerra fría contra Rusia iban también en el sentido de aquel objetivo, que la oposición de los demócratas le ha impedido alcanzar.
La consecuencia del éxito de los demócratas en ese sentido es que, si Estados Unidos renuncia a desarrollarse, el único objetivo que le queda es impedir –por todos los medios– que sus competidores y adversarios puedan hacerlo.
[1] Arnaud Leparmentier, «Les gagnants et les perdants de la réforme fiscale de Donald Trump», Le Monde, 20 de diciembre de 2017.
[2] Elsa Conesa «Trump: une réforme fiscale moins ambitieuse qu’elle en a l’air », Lesechos.fr, 16 de diciembre de 2017
[3] Arnaud Leparmentier, Ibidem.
[4] 1 millardo = 1 000 millones. Nota de la Red Voltaire.
[5] El TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) también se designa a menudo con las siglas NAFTA (North American Free Trade Agreement) y ALENA (Accord de libre échange nord américain) y fue firmado a principios de los años 1990 entre Estados Unidos, Canadá y México. Nota de la Red Voltaire.
[6] Elsa Conesa, «Le nouveau projet américain de taxe aux frontières qui inquiète les entreprises françaises», Les Echos, 3 de noviembre de 2017.
[7] Heather Long «America’s 20 largest companies on the tax overhaul», 21 de diciembre de 2017.
[8] Rudolf Hilferding, Le capital financier: étude sur le développement récent du capitalisme [El capital financiero: Estudio sobre el desarrollo reciente del capitalismo], Éditions de Minuit, París, 1970.
[9] Karl Kautsky, Der Imperialismus, Die Neue Zeit, año 32, n° 2, p. 921, in Andrea Panaccione, «L’analyse du capitalisme chez Kautsky», Histoire du Marxisme contemporain, p. 68, Institut Giangiacomo Feltrinelli, collection 10/18, Union Générale d’Éditions, 1976.
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