Por: Daniel Amelang
Abogado Penalista de Red Jurídica
En nuestro mundo hiperregularizado todo, incluso lo que queda fuera del mundo, está regulado. En lo que al espacio exterior se refiere, la legislación internacional pone coto a la apropiación de cuerpos celestes por parte de Estados, por muchas banderas que se planten en ellas
En unos días se estrenará en cines la película First Man, el esperado biopic de Neil Armstrong, rodeado de polémica. Sin haber visto el filme, miles de personas –incluyendo Donald Trump– han llamado al boicot porque, al parecer, omite el icónico momento en el que el astronauta plantó la bandera estadounidense en la luna.
Obligado a responder por la desplegada falta de patriotismo, su guapérrimo protagonista, Ryan Gosling, explicó hace unas semanas que, a su entender, el director había decidido prescindir de esta escena porque la llegada a la luna no fue un logro exclusivamente americano, sino un hito de toda la humanidad. Esto no sentó muy bien en the land of the free, máxime teniendo en cuenta que Gosling es canadiense y, por tanto, un sujeto bajo sospecha perpetua.
Al entendimiento de los sectores conservadores, que ya han anunciado que no darán un duro a la película, los pasos que dio Armstrong en nuestro satélite fueron un logro de la humanidad, sí, pero de un grupo muy específico de seres humanos: los norteamericanos, una suerte de pueblo elegido que acumuló todo el conocimiento y las mejores ideas de la humanidad para crear el sistema de gobierno óptimo en Filadelfia en 1776. Un sistema de libre participación política, regido por la economía de mercado en el que, gracias a la feroz competencia, se pudo emprender e innovar como no se había hecho antes en el mundo. Desde la superioridad moral insinúan que sólo un país con los valores y el desarrollo de Estados Unidos sería capaz de generar las herramientas necesarias para llegar a la luna.
Pero esta superioridad debe ser muy frágil si necesita reafirmarse con la imagen de una bandera que apenas puede ondear sobre un trozo de roca en una película. Como diría el famoso astrofísico Neil deGrasse Tyson, “puesto que el Universo no tiene un centro, tú no puedes serlo”.
Lo que esos mismos críticos obvian es que esas ideas que convergieron en la Nueva Inglaterra del siglo XVIII no nacieron allí. Fueron un cúmulo de saberes o teorías obtenidas a lo largo de los siglos en las principales ciudades occidentales. La democracia ateniense, el protestantismo alemán, inglés y suizo y la Ilustración francesa y escocesa moldearon los valores de los padres (todos hombres) fundadores. También omiten que la construcción del país se logró, como nos recuerda Howard Zinn en su genial Historia Popular de los Estados Unidos, con la utilización de mano de obra esclava proveniente de África y de Asia y con la relegación a tareas domésticas y de cuidados de millones de mujeres –carentes de derechos políticos–, oriundas de las áreas rurales de Irlanda y del resto de Europa. Hizo falta todo un genocidio de los pueblos indígenas para que el hombre blanco pudiera hacerse hueco en la América del norte. La verdad, es que nunca en la historia han intervenido tantas culturas y procedencias en la creación de un país.
En cualquier caso, no es el propósito de este artículo defender a Ryan Gosling –que a juzgar por lo que vimos en Blade Runner 2049, sabe hacerlo él solito– sino analizar si, desde un punto de vista puramente jurídico, Estados Unidos (o cualquier otro Estado) puede reclamar algún derecho sobre la luna u otros cuerpos extraterrestres. Porque sí, efectivamente, el Derecho Espacial existe. Y es que en nuestro mundo hiperregularizado nada, absolutamente nada, se escapa de la regulación humana, ni siquiera lo que queda fuera del mundo.
El Derecho Espacial es una rama del Derecho Internacional desarrollada principalmente por Andrew G. Haley, conocido como el Space Lawyer. Se compone de cinco tratados internacionales, siendo el primero y más importante de ellos el Outer Space Treaty o Tratado del Espacio Exterior, de 1967.
Este tratado, firmado por 130 países, prohíbe a todos los Estados instalar armas de destrucción masiva en la órbita de nuestro planeta y limita el uso de la luna y otros cuerpos celestes a fines puramente pacíficos. Las naciones no pueden experimentar con armas o instalar bases militares en ellos. Asimismo, proscribe la apropiación de nuestra luna o de otros cuerpos celestes por una nación y establece que la exploración espacial se ha de llevar a cabo en beneficio de todos los países, sin restricciones para nadie.
La llegada del Apollo 11 a la luna se produjo dos años después de la aprobación de este tratado. Por ello, no resulta descabellado que, respetando su espíritu, colectivicemos este hito y lo convirtamos en patrimonio de la humanidad. La colocación de la bandera no fue más que un gesto político dirigido a la Unión Soviética en plena Guerra Fría, pero no tuvo efectos jurídicos. Esa necesidad de reproducir el fútil gesto patriótico como recordatorio del mantra yanki we’re number one resulta un tanto patético. Especialmente, si el promotor de ese sentimiento es el propio presidente.
El Tratado, como digo, establece que no se puede reclamar ningún tipo de soberanía sobre la luna, aunque sí prevé un reparto de jurisdicción y responsabilidad. El Estado que lance algún tipo de nave sobre el satélite mantendrá su jurisdicción sobre ella pero, también, responderá por los daños que esa nave u objeto pudiera causar. En este sentido, el cómico sudafricano, Trevor Noah, se desvincula del logro espacial. En su programa The Daily Showreivindicaba la conveniencia de que quedara claro que la llegada a la luna había sido 100% obra de Estados Unidos. Nadie más. “Vemos en el vídeo que plantan la bandera y lo cortan. No sabemos qué hacen después. Quizás exterminaron a todos los indígenas lunares, los enterraron en una fosa común en el lado oscura de la luna, y algún día los supervivientes bajarán a la Tierra y nos dirán ‘¡nos exterminasteis!’ y podremos contestar ‘no fuimos nosotros, fueron los americanos, ¿no veis la bandera?’”.
El resto de tratados que componen el Derecho Espacial son el Acuerdo sobre Rescate de Astronautas y Devolución de Astronaves (1968), la Convención de Responsabilidad por Provocación de Daños (1972), la Convención de Registro de Objetos Lanzados al Espacio (1975) y el Acuerdo de Actividades en la Luna y otros Cuerpos Celestes (1979).
Todos ellos profundizan en la idea de que la jurisdicción espacial pertenece a la comunidad internacional, de manera similar a las aguas internacionales de nuestro planeta. Se redactaron en un momento en el que la exploración espacial contaba con una antigüedad inferior a los diez años, tras haber pasado por una larga y cruel guerra mundial e inmersos en una esquizofrénica carrera armamentística. Buscando no repetir los errores del pasado, se decidió consolidar los fines pacíficos de la exploración espacial.
La ficción acompañó e, incluso, se inspiró en esta nueva legislación. O, quizás, fuera al revés. En series como Star Trek (1966) los humanos vagan entre las estrellas en nombre del planeta Tierra y no sólo representando una nación. Cincuenta años después el gobierno de Trump parece haberse olvidado del espíritu de estas normas.
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