La diferencia atañe más bien a esa otra, de orden económico, que distingue entre “jugar” y “trabajar”. El niño que tortura a una rana lo hace de manera desinteresada, llevado de una crueldad alegre y pura, sin reconocer en el cuerpo sufriente otra voluntad que la de acoplarse a su sacudida de placer. El soldado o el policía que torturan a un prisionero están “trabajando” y, si ponen por eso “fuera del mundo” la humanidad de la víctima, se aplican sobre su cuerpo como sobre un objeto -una caja fuerte cerrada o un mejillón tenaz- que contiene un tesoro y que se opone a entregarlo. El esfuerzo disciplinado del torturador tiene un propósito y encuentra una resistencia, y esta combinación -finalidad y obstáculo- genera una lógica propiamente productiva mucho más atroz que la crueldad. Hay torturadores sádicos, es verdad, que disfrutan del sufrimiento de sus víctimas, pero en general los verdugos se vanaglorian más bien de su ingenio para “resolver problemas” y de la eficacia de los recursos que, meticulosamente sudorosos, van improvisando a la medida de las resistencias -e incluso son capaces de admirar, como el constructor de maquetas o el matemático descifrador de ecuaciones, un “objeto difícil”.
Mitad cirujano, mitad obrero fordista, el torturador “trabaja”. “Vayamos a la habitación de al lado, hay luz; estaremos mejor para trabajar”. “Ah, es el cliente”. “Desnúdese”. “Túmbese”. “Y ahora, ¿qué le vamos a hacer?”. “Lo vamos a chamuscar”. “No hace falta la mordaza; estamos en el tercer sótano”. “Con todo, es desagradable”. “No me gusta, no es higiénico”. “Volvemos ahora, déjale los cables puestos”. Y como también tienen derecho a su hora de reposo -el café o el bocadillo-, cuando ya no pueden más, justificadamente fatigados, se “sientan alrededor sobre los macutos” y “vacían botellas de cerveza”. Trabajar cansa; torturar da hambre y sed. Degradarse produce estrés.
Es Henry Alleg, comunista, director entre 1950 y 1955 del periódico Alger Republicain , el que cuenta la historia. Detenido el 12 de junio de 1957 por miembros de la décima división de paracaidistas, permaneció secuestrado y torturado -golpeado, electrocutado, quemado, asfixiado y resucitado sin descanso- durante un mes en el Bihar, en la periferia de Argel. Alleg no habló y además tuvo suerte. Eran los años en que Francia intensificaba su guerra sucia contra los independentistas argelinos y muchos de sus amigos habían desaparecido en el abismo del terror colonial, algunos de ellos sometidos a la ingeniosa receta “gambas-Bigeard”, por el nombre del oficial que la inventó: con los pies atados a una piedra o atrapados en un bloque de cemento, los condenados eran arrojados al mar desde un helicóptero. La relativa notoriedad de Alleg, unida a la campaña iniciada por su mujer y sostenida por el PCF, salvó la vida al periodista, quien fue conducido en julio al campo de concentración de Lodi y finalmente, a finales de agosto, a una prisión civil de Argel. Allí, a instancias de sus camaradas, escribió y sacó pedazo a pedazo durante tres meses La question, el relato sobrio, modesto, aterrador, de sus torturas y su resistencia. Publicado en febrero de 1958 y requisado enseguida por el gobierno francés, el libro circuló clandestinamente, contribuyendo de manera decisiva a sacudir la conciencia de la metrópolis, blindada hasta entonces en esa cómoda “neurosis”, como la calificó Sartre, mediante la que los ciudadanos de Francia se negaban a ver los crímenes cometidos en nombre de la “democracia” y la lucha contra el “terrorismo”.
La cuestión – la question – es el “interrogatorio” al que eran sometidas las personas decentes, argelinas o francesas, en las cárceles del terror colonial, pero es también la cuestión más general de la tortura como procedimiento estandarizado -”impersonal como la nieve”, diría Pessoa- de los regímenes despóticos; y la cuestión más general aún del colonialismo mismo; y la cuestión más general todavía de un “sistema” de injusticia estructural que genera humillados y muertos y -del otro lado- la ilusión cobardica e interesada de que, en palabras de Brecht, “se puede estar al mismo tiempo contra la tortura y a favor del capitalismo”. No se puede. No se puede estar a favor del capitalismo, del colonialismo, de la “guerra humanitaria”, y escandalizarse luego ante las revelaciones de Alleg (o de Wikileaks). Lo que siempre se ha sabido no es malo porque se diga ahora sino porque ha ocurrido siempre y porque no hemos hecho nunca nada por evitarlo.
Es la tortura, y no la prostitución, el oficio más antiguo del mundo; y también el más moderno. Alleg está hablando de Francia (¡la Francia de las Luces!) y no de Hitler o Videla, pero podría estar hablando también del Iraq o el Afganistán ocupados, del Guantánamo infernal, de las cárceles de la CIA o -por qué no- de las comisarías españolas, donde la tortura es utilizada de manera regular -y denunciada regularmente por organismos internacionales- sin que políticos, periodistas o consumidores, todos ya neuróticos, hagan otra cosa que ignorar o denostar al mensajero: 59 minutos de cada hora tenemos los ojos cerrados y sólo los abrimos, al chasquido del hipnotizador, el minuto de mirar a Cuba o de recordar el Holocausto o de actualizar los crímenes de Stalin.
La tortura es, sigue siendo, el tema del día. Rescatado por Eva Forest antes de morir y publicado ahora, dos años después, por la editorial Hiru, este libro tiene la dolorosa actualidad de la injusticia todavía vigente contra la que se rebeló Alleg y de los instrumentos, procedimientos y recursos mentales que se aplicaron sobre su cuerpo. La tortura no es un juego sino un “trabajo”; y el trabajo más antiguo del mundo, el más sórdido y degradante, el trabajo que ningún congénere humano puede justificar o trivializar. No hay un uso “legítimo” de la tortura como no puede haberlo del genocidio o la necrofilia. Se puede y se debe discutir sobre la necesidad de la “lucha armada revolucionaria”, pero no puede haber una picana eléctrica “revolucionaria” ni tampoco, claro está, “democrática”. Así lo expresa Alfonso Sastre, con redonda contundencia, en el magnífico prólogo que introduce esta edición: “Mientras que la violencia guerrera es indeseable en cualquier caso pero “no es lo mismo” y un guerrillero revolucionario no sólo “no es lo mismo” sino que es “lo contrario” que un sicario al servicio de la explotación capitalista, la práctica de torturas es tan repulsiva en uno como en otro caso: tanto si se produce en las filas de los opresores como si se da en la de los oprimidos. Ella es odiosa en cualquier caso y de cualquier manera, y quienes la practican se convierten, ipso facto , en pura mierda, hablando mal y pronto”. Pura mierda son, sí, todos los que, en Iraq, en Afganistán, en Palestina, en Egipto, en el País Vasco, en cualquier rincón del mundo, practican, justifican, trivializan o niegan las torturas.
Pero La Question se ocupa de otros “temas del día”. Los editores han tenido el acierto de añadir a este edición una larga entrevista que Henri Alleg concedió en agosto de 2001 -¡apenas un mes antes del 11-S!- al periodista Gilles Martin. En ella no sólo se repasa la historia de la redacción del texto (y de la aventura colonial francesa en Argelia) sino que se abordan cuestiones que nos interpelan directamente a todos en este trance de la lucha contra el capitalismo: el papel de los intelectuales (la diferencia, digamos, entre Sartre y Camus), la recuperación de la memoria (que no puede dejarse en manos de los historiadores, como querrían nuestros dirigentes, si se quiere acometer una verdadera obra de reparación), la colusión orgánica entre nazismo y colonialismo europeo (mientras se nos habla de la conspiración roji-parda o pardi-roja) y la muy política cuestión de la “naturaleza humana” y su “inclinación al mal”, sobre la que no puedo dejar de reproducir esta larga cita del propio Alleg: “Lo que transforma al ángel en demonio y al “valiente soldado raso” en torturador no es el mal latente en cada uno y despertado bruscamente, sino el condicionamiento moral y político en el marco del sistema colonial y de la guerra que pervierte todos los valores y legitima el crimen en nombre de la “defensa de la civilización”, de la lucha contra el comunismo y de un “patriotismo” desviado. Apelar a los buenos sentimientos, invitar a los torturadores a “arrepentirse” individualmente y a volverse “mejores” no impedirá de ningún modo que en condiciones similares aquellos que se encarguen de defender los intereses de los explotadores recurran a los mismos métodos. No creo que unas lecciones de ética individual como las que dispensa la Iglesia católica desde hace cerca de dos mil años puedan modificar de manera fundamental los comportamientos perversos y en cierto modo institucionalizados por el mundo en que vivimos. Lo que se debe cuestionar para cambiar los comportamientos es, por supuesto, este mismo sistema”.
Un clásico, decía Chesterton, es un libro que vuelve; un libro, digamos, actualizado por un acontecimiento presente. Lo que se debe cuestionar -la cuestión- es el orden que actualiza todos los días La Question, convirtiendo la obra, hoy más que nunca, en una denuncia de emergencia y en un manual de resistencia. Si fuese un libro de historia sería ya indispensable; pero es una obra de intervención y de interpelación destinada a los más jóvenes y a los más olvidadizos. Lo que ocurrió sigue ocurriendo y desde hace diez años en un formato cada vez más antiguo. La realidad ha vuelto, no deja de volver. La realidad es un clásico que habrá que transformar, entre todos, en un mal folletín de época, en un viejo recuerdo polvoriento de crímenes y resistencia, de canallas y héroes. Pero ahora La Question -la cuestión- es también nuestra cuestión, tal y como el propio Alleg, dos meses antes de la invasión de Afganistán, dos años antes de la de Iraq, nueve años antes de las revelaciones de wikileaks, recordaba al final de su entrevista con Martin: “Bajo otras formas, “globalizadas”, quienes detentan el poder imperial siguen siendo los verdaderos amos del juego para precipitar al mundo a nuevos desastres si llegado el caso no nos ponemos en guardia. Sabrán mentir una vez más invocando falsamente grandes ideales y la defensa de la “civilización”, de la “democracia”, de la “libertad”. También como ayer no dudarán en soltar a sus nuevos Aussaresses* contra los pueblos y usarán los mismos métodos si pueden”.
En ésas estamos una vez más. Así fue y así será si entre todos no lo impedimos.
NOTA
* Símbolo del terror colonial, el general Aussaresses fue el jefe de los servicios franceses de inteligencia en Argelia durante la guerra de independencia (1954-1961), responsable confeso y orgulloso de la tortura, ejecución y desaparición de centenares de militantes y partidarios del FLN.
Comentario