Larsson murió, debido a un ataque de corazón y a la edad de cincuenta años, poco después de entregar al editor los dos últimos volúmenes y antes de que se publicara el primero. La novela es, entonces, póstuma, con la peculiaridad de ser la única, la primera del autor. Las consecuencias de este hecho se han manifestado en la edición de dos libros más: el primero, Millennium, Stieg y yo, escrito por su compañera, Eva Gabrielsson, y La voz y la furia, recopilación de lo que se nos presenta erróneamente como “las investigaciones periodísticas del creador de Millennium”.
El fenómeno editorial del best-seller resultaría incomprensible de no asociarlo a las acciones de explotación y expropiación culturales. La democratización de la obra literaria no ha sido impulsada por autores procedentes de la clase trabajadora, a los que difícilmente se les atribuiría una posición cultural articulada ideológicamente, sino por la posibilidad de disociar la diversidad ficcional del compromiso ideológico del autor, especialmente en aquéllos interesados en elaborar ficción política. En otras palabras, la clase trabajadora no es capaz de generar una ideología susceptible de mercantilización, mientras que la clase media, ya tenga ambiciones humanísticas o utilitaristas, representa el objetivo ideal a explotar y expropiar ideológicamente.
En este caso, lo improbable no es aquello en lo que se transformará un determinado fenómeno cultural, sino lo que el fenómeno era antes de su reconocimiento mediático. Resulta del todo improbable que el lector de Millennium imagine al autor, en 1995, escribiendo para la revista Expo el artículo “En Estocolmo también pueden producirse atentados terroristas”. Lo que en ese artículo se presentaba como denuncia desde el compromiso ideológico, en la novela es una representación ficcional que, en el mejor de los casos, será valorada por criterios de verosimilitud, y no de veracidad.
La literatura realista no tuvo nunca un público popular, su contenido de denuncia lo reconocían lectores que compartían el entorno cultural del autor. El fenómeno mercantil y populista del best-seller ha neutralizado y trascendido el contenido crítico de la denuncia, facilitando un mayor acceso al producto literario, dejando, para una minoría, la tediosa labor de buscar, entre la enorme oferta de la diversidad ficcional, las obras que aún conservan la denuncia sólo accesible desde una lectura crítica y no superficial. Obviamente, frente a esta tarea, muchos renuncian.
Desde Suecia, además, nos ha llegado otra revelación artística, tal vez menos espectacular porque su responsable sigue vivo, el director de cine Tomas Alfredson y su película Let the right on in (2008). ¿Podría algún lector de Millennium establecer la posible vinculación ideológica entre ambas obras, una novela negra y una revisión del mito vampírico, ambientadas en una Suecia deprimente por algo más que el frío y la nieve? Me parece del todo improbable que el lector del mercado literario capitalista haya sido sensible a la operación de desmitificación de la perfecta democracia sueca, representada en Millennium, dado que ese lector no demanda veracidad, sino una trama verosímil, desarrollada en cualquier parte del mundo o del universo. El espectador del mercado capitalista cinematográfico puede aún ser más pragmático, esperando ver la versión norteamericana de la película, cosa normal tratándose de un asunto de vampiros.
Frente a cualquier clase de fenómeno cultural susceptible de ser integrado en la cadena de producción capitalista, se debe denunciar la discontinuidad que ese modo de producción genera entre el origen y las consecuencias de esos fenómenos susceptibles de mercantilización masiva. Por ejemplo, parte de la obra periodística de Stieg Larsson se ha publicado después de su inesperada muerte, por lo tanto, no sólo porque Millennium haya sido un best-seller; es decir, la sucesión de los hechos ha quedado forzada y violentada: si Larsson no hubiese muerto, su compromiso editorial habría priorizado la publicación de nuevas novelas, manteniendo su producción periodística anterior sin vinculación con su nuevo rol social de autor de best-seller.
En la obra periodística de Stieg Larsson, de lectura recomendada, no se expone una crítica clara y sucinta al modelo social capitalista, sino la defensa de unos valores democráticos que, en nuestro periodista, pueden resumirse en principios antirracistas y feministas. La democracia allí defendida, si no está más allá de la historia, parece estarlo de toda posible contaminación ideológica. Los aciertos analíticos se pagan, entonces, con la incapacidad de nombrar el fenómeno problemático global, ya sea tratado como asimetría económica y de recursos entre los dos bloques Norte-Sur, o por medio de la manifiesta incompatibilidad entre el capitalismo y la democracia popular.
El 19 de abril de 1995, en Oklahoma City, la ciudadanía norteamericana pudo constatar que los enemigos de la democracia podían ser ciudadanos norteamericanos. La grieta en la cohesión patriótica se mostró mucho antes de su restitución frente a la amenaza musulmana fundamentalista derivada del 11-S. Mientras que en Estados Unidos la paranoia neonazi atentaba contra su propio gobierno, en la patológica convicción de estar pervertido por intereses sionistas, en Suecia, la posibilidad de un atentado en Estocolmo, contemplada por Larsson, resultaba verosímil desde la paranoia neonazi acerca del expolio nacional a manos de los flujos migratorios. La revelación de un enemigo interno que defiende una democracia blindada, impermeable a los conflictos económicos internacionales, acababa así con el espejismo de una democracia modélica, aquella que sólo tiene enemigos bárbaros más allá de sus fronteras.
En 2003, Larsson ya detecta claramente los efectos de la crisis democrática en el propio establishment político. La solidez democrática de otro país nórdico, Dinamarca, iba a resentirse con la participación del Dansk Folkeparti como partido bisagra: “(…) los partidos democráticos se adaptan en igual medida a la retórica y al mensaje que proclama la extrema derecha (…) De pronto, opiniones que diez años antes habían sido tachadas de xenófobas y propias de un burdo racismo se pudieron presentar sin que nadie se escandalizara (…)”. Es sin duda éste el estado anímico más propicio para la elaboración de una novela negra.
Nietzsche creyó acertar al ver en el género trágico griego un síntoma de la fuerza y vitalidad de esa cultura, pero las expresiones artísticas más impactantes de Suecia, en esta primera década del nuevo siglo, desde el género de la novela negra o del cine de terror, no parecen tener nada que ver con una forma de descanso y de entretenimiento que deje fuera del ocio a la confianza, la seguridad y el optimismo de nuestros conciudadanos comunitarios nórdicos.
Desde el sur, la ingenua inquietud de nuestro periodista por el avance, la contaminación y la asimilación de posiciones antidemocráticas puede parecernos conmovedora. El lector portugués, español, italiano o griego ya sabe de esa asimilación, siempre la ha tenido presente gracias al populismo de sus partidos conservadores parlamentarios. Nuestra conmoción se refiere a otro avance, contaminación y asimilación: la desaparición de la bipolaridad ideológica con la tácita asunción, desde todos los partidos del establishment político, del discurso neoliberal.
¿Qué clase, entonces, de conocimiento o de lección se oculta para nosotros, lectores más maduros y desencantados, meridionales, en el adolescente fanatismo democrático de Stieg? Su antirracismo no habría tenido necesidad ni sentido sin ese trauma político de los países nórdicos que es el nazismo. Puede ser entonces terapéutico denunciar que esa aberración ideológica sea un tumor en el saludable cuerpo de la democracia, sin ninguna vinculación con el desarrollo capitalista, pero, en nuestro caso, no hubo solución de continuidad entre el fascismo y el incipiente desarrollismo de miserable bienestar. ¿Quiénes son, en esta cuestión, los avanzados y quiénes los retrasados? ¿Cómo ha podido desarrollarse un modelo social de producción capitalista sin alterar el modelo formal de representación soberana? Retrasados estarán, en todo caso, aquellos que aún sigan evitando vincular la crisis democrática y la capitalista. De haberlo hecho Larsson, habríamos tenido mejores artículos, pero no ese estremecedor desahogo de su impotencia política y social, sublimada en la forma artístico-literaria de su novela negra.
Mantengo mi recomendación de la lectura de los artículos de opinión, y no investigaciones periodísticas, de este joven periodista que murió como si fuera ya un autor literario consagrado, prematuramente envejecido. En mi opinión, el obsesivo y frenético trabajo que llevó a Stieg Larsson a realizar Millennium, representó una renuncia ideológica que habría acabado por bloquear su vitalidad periodística. De no haber muerto, nos habría dado más novelas, el anonimato de su compañera y el desconocimiento de su obra periodística. Tal vez de aquí a unos años, algún director norteamericano realice la adaptación cinematográfica de su vida. Para entonces, ya le habremos olvidado.
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