Por: Daniel Bernabé
“A medida que cada día aprendo más y más, llego a la conclusión de que lo que está ocurriendo no es un juicio político, es un GOLPE DE ESTADO, destinado a quitar el Poder a las personas, a quitarles su VOTO, sus Libertades, su Segunda Enmienda, su Religión, su Ejército, su Muro Fronterizo y sus derechos otorgados por Dios como Ciudadano de los Estados Unidos de América”.
Este párrafo, lleno de mayúsculas y redacción confusa, podría salir del guión de una película como Objetivo: La Casa Blanca o de una novela como El hombre en el castillo, donde Estados Unidos está a punto de sucumbir a un gran mal y su presidente, última frontera ante el desastre, apela a los ciudadanos para que frente a la usurpación de sus libertades reaccionen valerosamente.
Realmente son dos tuits del presidente Trump fechados el dos de octubre de 2019 en los que define lo que para él significa el impeachment o juicio político al que podría ser sometido por sus llamadas con el presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, para que investigara a Biden, ex-VP demócrata, por supuestas actividades de corrupción. Más allá del hecho, hoy nos interesa la estética que lo arropa.
Trump es la cúspide de una forma de comunicar que está infectando la política de medio mundo y que tiene como principal ariete las redes sociales, pero cuyo fin último trasciende a las propias maneras y a la propia normalidad con que un político fija posición y hace saber sus posturas. Lo que este tipo de comunicación pretende es crear una audiencia fiel que se vea atrapada en un clima extremo de sospechas, conspiración y conflicto.
El político conservador clásico prometía grandes medidas que iban a modificar para mejor la vida de los ciudadanos, de todos. Quizá, en determinadas ocasiones, hacía énfasis en aspectos de especial interés para sus votantes: la religión, la propiedad o las tradiciones. Al adversario se le atacaba, aludiendo a que su programa político iba a ser peor para el país. Existía un juego político liberal con una reglas pautadas que pocos se atrevían a romper.
Además, los medios de comunicación eran pieza esencial en la transmisión de estos mensajes. Los políticos conservadores tenían una amplia variedad de altavoces, de publicaciones afines que prestaban atención a sus palabras. Aún así había que pasar un peaje de buenas relaciones, otorgar exclusivas y dar entrevistas donde el periodista necesitaba al menos ser mínimamente incisivo para conservar su credibilidad.
Este escenario ha cambiado radicalmente. Trump no trata a sus simpatizantes como votantes, condición variable que además se refiere a un momento preciso, sino que les habla como a una audiencia de un programa televisivo, habitualmente de ficción, que necesita un espectáculo constante para no desconectar y cambiar de canal.
Trump no es un político de promesas concretas, fiscalizables en su ejecución. Alude siempre a grandes temas (inmigración, seguridad, libertades) situándolos en un contexto de extrema urgencia que sólo él puede resolver con alguna medida abstracta e inconmensurable. Su adversario político no es tan sólo el Partido Demócrata, sino una gama indefinida donde entran desde los medios de comunicación hasta los senadores de su partido que no le bailan el agua.
Son precisamente estos medios de comunicación los que necesita desprestigiar ya que han dejado de ser útiles en la ecuación. Su medio son las redes donde no tiene que soportar impertinencias de ningún periodista y, además, donde puede conducir su show con total libertad y eficacia. Sucede además algo bien interesante: su público se siente directamente aludido, estableciéndose una conexión emocional donde se crea la fantasía de cercanía.
A principios de septiembre, el presidente de Brasil, Jail M. Bolsonaro, fue sometido a una operación de cirugía. En sus redes aparecía en la habitación del hospital rodeado de familia y colaboradores viendo la popular serie El chavo del ocho. Además de la entrañable escena, dio gracias a Dios y a los que habían rezado por él. La respuesta no se hizo esperar. Miles de personas se sintieron partícipes, casi protagonistas de su recuperación.
Y aquí viene otra de las claves: aunque Trump y Bolsonaro puedan dirigirse a los norteamericanos o brasileños, realmente lo que hacen es aplicar esta condición de ciudadanía simbólica tan sólo a su público. Están los suyos, que representan a la buena gente normal, y luego el resto, los que se encargan de adjetivarse ellos mismos con su ideología.
Así, Trump y Bolsonaro, crean una brutal brecha social sin rehuir el conflicto pero presentándolo siempre como un ataque del que son víctimas, conducido por un enemigo difuso que se atreve a contradecir sus políticas, percibidas por sus fieles como lo natural, lo único, sensato y razonable, mientras que las de los opositores se guían por una suerte de mezquindad ideológica que pretende acabar con el país y sus buenas y laboriosas gentes.
Orban en Hungría, Le Pen en Francia o Salvini en Italia siguen de una u otra forma maneras de utilizar las redes muy parecidas, pero incluso políticos de una supuesta raigambre liberal como el británico Boris Johnson o el español Albert Rivera, se han contagiado, gustosamente, de este modus operandi. El salvadoreño Nayib Bukele, como ya comentamos en estas mismas páginas, se ha convertido en un alumno más que aventajado llevando el trumpismo comunicativo a cotas que incluso superan al original.
Sin embargo, sería injusto detenernos aquí y culpar sólo a Trump y compañía de esta situación. Aunque esta nueva raigambre de políticos derechistas ha pulverizado gran parte de las reglas de la institucionalidad liberal, el ecosistema político ya se hallaba en serios aprietos antes de su irrupción.
Una política al servicio de las élites económicas, centrada en la globalidad de las finanzas pero descuidada del ciudadano de a pie. Unos medios de comunicación que habían cultivado unas relaciones con el poder demasiado estrechas. Una falta de alternativas que reducía a la oposición de izquierda a un mal menor.
Lo paradójico no es que estos nuevos políticos derechistas favorezcan, al margen de su retórica, tanto o más a esas élites económicas. Lo paradójico es que ya son capaces de hacerlo y poner el foco de las iras populares en quien menos culpa tiene, enfrentando al penúltimo con el último, siendo líderes en este trepidante espectáculo de la política en el siglo XXI.
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