Por: Danien Bernabé
La primera vez que vi a Bukele fue en un programa de televisión, no en un informativo, sino en uno de esos espacios de humor que se nutren en su mayor parte de recortes de actualidad, videos supuestamente divertidos y capturas de las redes sociales. Oí de fondo, mi atención estaba distraída, cómo alguien daba órdenes sobre ceses y nombramientos, cómo se autodenominada “presidente de twitter” y al mirar hacia la pantalla pude ver a un hombre joven que por su aspecto me recordó a un cantante de electro-latino o un actor de esos que, los grandes estudios de Hollywood, utilizan para interpretar al estereotipo de extranjero, es decir, todos aquellos que no tengan pinta de anglo-sajones.
Nayib Armando Bukele Ortez (San Salvador, 24/07/1981) no es un cantante, un actor o un comediante, es el cuadragésimo sexto presidente de El Salvador. Nayib Bukele es quien ha puesto fin a 30 años de bipartidismo en el país centroamericano y, probablemente, uno de los que ha acaparado más titulares de prensa desde que comenzó su mandato a principios de junio de este año. La británica BBC lo definió como el “primer mandatario millenial de Latinoamérica”. Grandes masas de seguidores parecen haber puesto su esperanza en él. Otros muchos ya le detestan desde el primer momento. ¿Quién es y qué significa este político más allá de los tópicos y titulares?
Lo primero que llama la atención de Nayib Bukele es su nombre y apellidos de medio oriente, heredados de su familia paterna que emigró de Palestina a Centroamérica a principios del siglo XX. Su padre, fallecido en 2015, fue líder islámico de la comunidad musulmana de El Salvador. A pesar de unas fotos donde se ve al actual presidente rezando en una mezquita en Ciudad de México, fechadas en 2011, y publicadas en plena campaña electoral con intención de dañarle, Bukele ha manifestado que no profesa ninguna religión en particular, mostrando a sus numerosos seguidores en redes sociales imágenes con diferentes líderes religiosos incluido el Papa Francisco.
Bukele se empezó a dedicar pronto a los negocios y entró en contacto con el FMLN al trabajar con ellos en diferentes campañas de publicidad. Da su salto a la política con el partido heredero de la histórica guerrilla al ser elegido alcalde de una pequeña población llamada Nuevo Cuscatlán en 2012, para en apenas tres años hacerse cargo de la ciudad más importante del país, San Salvador, su capital. Una carrera electoral fulgurante que no se quedaría en la administración local. En 2018, tras haber sido expulsado del FMNL por ir en contra de los principios de la organización, triunfa en la primarias de una organización política de tamaño pequeño llamada GANA.
Hablar de El Salvador es referirnos obligatoriamente a su guerra civil. Durante la década de los setenta el país fue regido por varios gobiernos militares de derecha especialmente represivos y al servicio de los intereses norteamericanos. En 1980 una coalición de guerrillas de signo izquierdista, agrupadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMNL), comenzó una insurrección que desembocaría en una cruenta guerra civil que provocó más de medio millón de desplazados y 75.000 muertos y desaparecidos, la mayoría civiles víctimas de las tropas gubernamentales y los escuadrones de la muerte apoyados por Estados Unidos. En 1992 se puso fin al conflicto y el FMLN entró en política parlamentaria alternándose en el Gobierno del país frente a la Alianza Republicana y Nacionalista (ARENA) de carácter derechista.
Sin embargo los casi treinta años de paz en El Salvador, o mejor dicho, de ausencia de guerra, no trajeron una especial prosperidad para el país. Hasta hoy se calcula que la violencia delincuencial, la mayoría ejercida por bandas armadas conocidas como “maras”, se ha cobrado la vida de 90.000 personas, contando con uno de los índices de asesinatos mayores del mundo, 60 homicidios por cada 100.000 habitantes. Un 24,5% de los salvadoreños, más de un millón y medio de una población total de algo más de seis millones, han tenido que emigrar. El índice de pobreza se sitúa en torno al 30%, subiendo diez puntos si hablamos de pobreza infantil. La renta per cápita apenas llega a 4000 dólares americanos por habitante, con unas tasas de desempleo relativamente bajas pero con una gran parte de la fuerza de trabajo operando en economía sumergida.
El descontento con los dos partidos hegemónicos, el FMLN y ARENA, ha dado paso en las elecciones presidenciales celebradas en febrero de este año a que Nayib Bukele ganara los comicios por mayoría absoluta en primera vuelta, sumando más votos que sus dos oponentes juntos, casi un millón y medio, alrededor del 53% de los sufragios. La victoria de uno de los presidentes más jóvenes de Latinoamérica, inapelable, sin embargo se vió ensombrecida por un dato que se repite poco, sólo el 51,8% del electorado salvadoreño acudió a las urnas.“En este día El Salvador ha pasado página de la posguerra y podemos empezar a ver el futuro”, sentenció Bukele al conocer su victoria. El mandato del nuevo presidente se extenderá hasta el 2024.
Además de su juventud y de su estética desenfadada, de su barba perfilada hasta el punto que parece un dibujo y de su pelo engominado y pulcro, Nayib Bukele se ha distinguido por intentar manejar un peculiar centrismo en el ámbito declarativo, recordando por momentos al francés Macron o al español Rivera, ya saben, aquello de no somos de derechas ni de izquierdas, tan sólo unos gestores neutros de la cosa pública. Aunque esta forma de entender la política es tan tramposa como conservadora, ya que la gestión siempre ha de hacerse en algún sentido y, generalmente, quien utiliza esta retórica acaba apostando por los grandes propietarios, el mensaje ha tenido éxito en el electorado salvadoreño.
Bukele, como cualquier populista de derechas, ha utilizado las redes sociales con dos intenciones. La primera la de hacer simpática y cercana su figura, utilizando el humor –a veces de una forma algo histriónica– y los códigos estéticos digitales de los más jóvenes. La segunda la de, unida a su mensaje supuestamente centrista en lo económico, polarizar a la sociedad en temas donde se utiliza una retórica simple, un análisis sesgado y unas soluciones que resultan tan impactantes como poco operativas. En este sentido, Bukele es uno de los alumnos más aventajados de Trump y el destropopulismo europeo, junto con Bolsonaro.
En la escena internacional, el nuevo presidente de El Salvador ha enfriado las relaciones de su país con Gobiernos como el venezolano, el hondureño y sobre todo el nicaragüense, con una especial vinculación tras la guerra, ya que el movimiento sandinista fue uno de los pocos aliados del FMLN. El presidente norteamericano, Donald Trump, felicitó por su investidura al salvadoreño, pero ambos han mantenido una cordial tensión escenográfica por asuntos como la financiación o la inmigración. Bukele, sin embargo, parece no querer poner todos lo huevos en una misma cesta, al declararse también aliado de China.
El ya habitual modus operandi de Bukele de utilizar Twitter para nombrar cargos y cesarlos, con una respuesta ensayada y casi militar de ministros y subalternos, se vuelve del todo inquietante cuando habla de criminalidad, recordando en esta ocasión al filipino Duterte, sin todavía alcanzar su belicosidad pero dejando ver una preocupante utilización de uno de los mayores problemas del país en beneficio propio. Además de la propia cuestión de los derechos humanos, además de establecer una dicotomía entre ciudadanos y delincuentes que no se corresponde con un gobernante moderno –todos son ciudadanos, independientemente de su relación con el quebrantamiento de la ley–, se diría que Bukele está utilizando la guerra contra la delincuencia de una forma muy parecida a la que Reagan utilizó su guerra contra las drogas: una escasa repercusión real, pero una máxima rentabilidad publicitaria.
Las cuentas de las instituciones públicas en redes sociales, empezando por las de los ministerios, se llenan de fotos del “presidente más guapo y cool del mundo mundial” como el mismo se definió en su perfil de Twitter. Se diría, si atendemos tan sólo a la comunicación digital, que en El Salvador únicamente una persona realiza todas las tareas de Gobierno e institucionales, el presidente Bukele. Esta sobreexposición, casi culto a la personalidad, parece de un escaso gusto democrático, pero obtiene una enorme rentabilidad con la popularidad alcanzada.
Nayib Bukele es el síntoma, uno más, de que la democracia liberal está en dificultades en todo el mundo por una enfermedad autoinmune: el capitalismo desregulado. Lo extraño es que en un país como El Salvador, periferia de la periferia en términos de poder y economía, esta forma de populismo reaccionario con filtro de Instagram haya encontrado también acomodo. La principal responsable en este caso parecería una izquierda incapaz de resolver los problemas del país y salpicada por la corrupción.
La duda es si aquellos generales prototípicos de los setenta, con gafas espejadas, gorra de plato y uniforme lleno de condecoraciones han sido sustituidos históricamente por una nueva generación de políticos que, aupándose en las maneras y procedimientos democráticos, elevándose sobre la libertad de expresión digital, utilizan esas libertades con el objetivo último de hacerlas retroceder.
Con Bukele aún es pronto para echar la moneda al aire. En cualquier momento puede ser demasiado tarde.
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