Por: Hilary Goodfriend
Los frágiles marcos democráticos liberales establecidos en la década de 1990 tras las guerras civiles en Guatemala y El Salvador se agotaron hace tiempo. Y es incierto lo que sucederá en ambos países.
Los últimos quince años fueron testigos de una enorme agitación política en Centroamérica. El Salvador cayó bajo un régimen represivo y autoritario, mientras que Honduras se libró de uno; el presidente Daniel Ortega se fue aislando cada vez más de sus antiguos aliados sandinistas en Nicaragua; y en Guatemala una marea popular de indignación contra una clase dirigente atrincherada vio cómo un inesperado socialdemócrata llegaba a la presidencia.
En medio de dictaduras de facto, reformistas asediados y demandas populares de cambio, la infraestructura política instalada en la década de 1990 como parte de la transición de posguerra de Centroamérica perdió legitimidad en términos generales. Este agotamiento liberal es indicativo de una crisis más profunda, la de la economía política neoliberal de posguerra del istmo, que, al igual que el neoliberalismo a nivel mundial, falló y se estancó. A continuación, exploro esta crisis a través de la lente de los recientes acontecimientos políticos en El Salvador y Guatemala. Para ello, comienzo con el camino hacia la democracia que le siguió a la derrota de los movimientos revolucionarios de la región en la década de 1990.
La transición
Durante décadas a finales del siglo XX —treinta y seis años en el caso de Guatemala— las repúblicas de América Central se vieron sacudidas por brutales guerras civiles entre regímenes militares anticomunistas respaldados por Estados Unidos y ejércitos de liberación nacional que luchaban por liberar a las mayorías empobrecidas del istmo de la opresión oligárquica y la intervención imperialista. En la década de 1990, sin embargo, la región comenzó una transición de la dictadura hacia la democracia liberal y la acumulación neoliberal. En Nicaragua, a la revolución sandinista de 1979 le siguió por una década de sangrienta y paramilitar «guerra de la Contra», respaldada por Estados Unidos, contra el nuevo gobierno, que finalmente forzó unas elecciones en 1990 en las que los sandinistas perdieron el poder. En El Salvador y Guatemala, los acuerdos de paz pusieron fin a las luchas de liberación nacional en 1992 y 1996, respectivamente.
Como observa el en la década de 1990historiador Greg Grandin, «el alejamiento de América Latina de las dictaduras militares en la década de 1980 fue menos una transición que una conversión hacia una definición particular de democracia». Partiendo de una demanda generalizada de autodeterminación, desarrollo económico equitativo y bienestar social, la democracia se redujo a una cuestión legal de derechos políticos y libertades de mercado. En 1988, ya desde sus inicios, Franz Hinkelammert advirtió que la transición democrática era, esencialmente, un eufemismo para un ajuste estructural. Junto con el «Consenso de Washington», un conjunto de recetas políticas para la privatización, la desregulación y la liberalización del comercio, la democracia se convirtió en «un paquete de medidas a aplicar». Bajo el paradigma impuesto por Estados Unidos, junto con una serie de instrumentos financieros internacionales asociados, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y las élites locales que se beneficiaban de la reestructuración, se impone la idea de que «son los negocios y el mercado los que producen la libertad, y la democracia la que la administra». Este nuevo derecho tecnocrático iba a deshacerse de los escuadrones de la muerte fascistas y de las dictaduras en favor del férreo pragmatismo del capital.
En El Salvador y Guatemala, la transición controlada tras décadas de atrocidades estatales se llevó a cabo a través de un modelo de «verdad y reconciliación» basado en el que debutó en el Cono Sur a principios de la década de 1980 para ponerle fin a los movimientos guerrilleros de la región y a las sangrientas campañas contrarrevolucionarias respaldadas por Estados Unidos, ejecutadas por despiadadas dictaduras militares. Grandin explica cómo las primeras comisiones de la verdad en Bolivia y Argentina pretendían llevar a juicio a los funcionarios que perpetraron las peores atrocidades. Sin embargo, una vez derrotados los movimientos revolucionarios, los militares vencedores de esas guerras de contrainsurgencia conservaron su impunidad. Como resultado, la misión de dichas comisiones pasó de exigir responsabilidades legales a los autores de la violencia política a enfocarse en asuntos aparentemente apolíticos relacionados con la afirmación de valores, la sanación nacional y la superación de la polarización. En el discurso oficial, las comisiones de la verdad se convirtieron en instrumentos para restaurar un orden liberal fracturado.
Según la lectura de Grandin, Guatemala se resistió a ese molde. Sostiene que la conclusión de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH, la comisión de la verdad de Guatemala de 1999), de que la campaña de terror estatal respaldada por Estados Unidos, que le costó la vida a cientos de miles de indígenas guatemaltecos, alcanzaba el umbral de genocidio, fue una postura inequívocamente política. Esta definición tomó en cuenta la historia de extrema desigualdad del país para condenar a la clase dominante racista y exigir una amplia reestructuración del Estado. Pero el Estado guatemalteco respondió a las conclusiones de la CEH con silencio, protegiendo a los perpetradores y negándole sistemáticamente justicia a sus víctimas. Como demustra la académica guatemalteca Gabriela Escobar Urrutia, la memoria del conflicto en Guatemala se instaló en gran medida con los mismos patrones desmovilizadores que prevalecían en otros lugares, promoviendo una narrativa que hablaba de víctimas despolitizadas y pasivas de una violencia irracional y deshistorizada.
El derramamiento de sangre en Guatemala alcanzó una escala nunca vista en el hemisferio. El conflicto que siguió al golpe de Estado contra el presidente Jacobo Arbenz en 1954, respaldado por la CIA (una de las intervenciones emblemáticas de cambio de régimen promovidas por Estados Unidos durante el siglo XX). El golpe derrocó la revolución democrática iniciada con la elección de Juan José Arévalo en 1944 y, con ella, un proyecto social de reforma agraria y democratización, para imponer un gobierno militar anticomunista y el terror estatal, destinado a preservar la economía agraria de exportación del país, profundamente racializada. Para cuando la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) firmó un acuerdo con el gobierno, el 29 de diciembre de 1996, la guerra ya se había cobrado un precio asombroso. La CEH confirmó 150 000 ejecuciones extrajudiciales y 45 000 desapariciones, el 93 % de ellas ejecutadas por el Estado, y determinó que los ataques deliberados e indiscriminados contra las comunidades indígenas mayas para operaciones de tierra arrasada entre 1981 y 1983 bajo el mando del general Efraín Ríos Montt constituían un genocidio.
El conflicto en Guatemala fue largo y fragmentado, ya que los insurgentes a menudo estaban divididos y dispersos por un territorio extenso y diverso. En El Salvador, un país pequeño y densamente poblado, el ejército rebelde contaba con unos diez mil efectivos, ocupaba importantes franjas de territorio liberado en el campo y llevó a cabo una gran ofensiva en la capital a finales de 1989, lo que contribuyó a forzar las negociaciones. Sin embargo, ambas naciones sufrieron campañas de contrainsurgencia respaldadas por Estados Unidos, que arrasaron pueblos enteros, masacraron a civiles, torturaron y ejecutaron a disidentes y convirtieron la violencia estatal en un espectáculo grotesco. En El Salvador, la comisión de la verdad de 1993 contabilizó unas 75 000 muertes y diez mil desapariciones, atribuyendo solo el 5 % de esta violencia a la guerrilla.
En relación con la URNG, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de El Salvador entró en las negociaciones de paz desde una posición de fuerza. Los insurgentes reivindicaron los Acuerdos de 1992 como una victoria, logrando la desmilitarización del Estado, la desmovilización de los insurgentes y una tenue infraestructura liberal para la democracia representativa. El FMLN se convirtió en un partido político de éxito, ganando una cuota creciente de legisladores y alcaldías a lo largo de los años noventa y dos mil. Pero el período revolucionario del Tercer Mundo había menguado, y la contrarrevolución neoliberal estaba en ascenso. Las reformas socioeconómicas para abordar las causas fundamentales de la guerra civil, como la distribución de la tierra y la política industrial progresista, quedaron fuera de la mesa de negociaciones y, mientras el FMLN ganaba experiencia y apoyo en las urnas, cuatro gobiernos de derecha consecutivos implementaron devastadoras reformas de libre mercado.
En Guatemala, el acuerdo llegó aún más tarde. Para entonces, el polvo del colapso de la Unión Soviética se había asentado, y muchos movimientos de izquierda habían cambiado sus aspiraciones revolucionarias por organizaciones sin ánimo de lucro, empresas socialmente responsables y una preocupación abstracta por los derechos humanos. Los Acuerdos de Paz condujeron a la desmovilización de los insurgentes y a su participación en la vida cívica, a la restauración de las elecciones democráticas y al reconocimiento de las identidades y los derechos indígenas. Pero, al igual que en El Salvador, las desigualdades materiales fundamentales no se abordaron. La izquierda política de Guatemala —y los partidos políticos en general— asumieron formas institucionales más débiles y provisionales.
En ambas naciones el resultado fue un panorama de gran desigualdad y empobrecimiento. La reestructuración neoliberal creó un nuevo papel subordinado para la región en una economía globalizada dominada por Estados Unidos, proporcionando mano de obra barata para las plantas de ensamblaje de manufactura y materias primas para exportación. Las industrias agroexportadoras y extractivas siguieron siendo un pilar de la acumulación en Guatemala, donde la concentración, la contaminación ambiental y los desalojos rurales para dar paso a megaproyectos mineros y energéticos y al monocultivo siguen siendo una fuente constante de conflicto y desplazamiento. Sin embargo, la mayor parte de la población quedó excluida de este modelo. En 2010, alrededor del 60 % de los salvadoreños y el 75 % de los guatemaltecos trabajaban fuera del mercados laboral formal, en actividades como la venta ambulante, los servicios, la construcción y la agricultura, sin acceso a prestaciones sociales ni a garantías de salario mínimo.
Las crecientes reservas de jóvenes de clase trabajadora excluidos y desposeídos por este modelo depredador de acumulación fueron empujadas a los rangos más bajos del mercado laboral estadounidense como trabajadores migrantes criminalizados o encontraron su sustento en los florecientes mercados ilícitos de la región, cada vez más dominados por bandas criminales nacidas en las prisiones estadounidenses y en los barrios de inmigrantes de clase trabajadora y exportadas a Centroamérica a través de políticas de deportación masiva a lo largo de la década de 1990. Y a pesar de los logros políticos de actores como el FMLN de El Salvador y diversos movimientos sociales para defenderse de los nuevos cercamientos, el Poder Ejecutivo y el Judicial permanecieron firmemente en manos de la burguesía oligárquica.
Esta es la economía política de la posguerra que finalmente cedió a finales de la década de 2000, cuando la hegemonía neoliberal sufrió un golpe crítico por la crisis financiera mundial y la recesión posterior. A su paso, la política habitual se vio trastocada en ambos países, preparando el camino para las crisis democráticas a las que cada uno se enfrenta hoy en día.
El Salvador
La victoria presidencial del FMLN en 2009 representó una primera ruptura del orden de la posguerra, un rotundo rechazo de la política imperante de austeridad, dependencia y corrupción en favor de una alternativa socialdemócrata en un momento de ascenso de la política de izquierdas en todo el hemisferio. A partir de finales de la década de 1990, la «marea rosa» de gobiernos progresistas fue elegida democráticamente en América Latina, respondiendo a los fracasos del neoliberalismo con un fuerte gasto social y políticas redistributivas. A lo largo de dos mandatos (2009-2014 y 2014-2019), el FMLN llevó a cabo importantes inversiones sociales y reformas democráticas: esas administraciones eliminaron las tarifas de los servicios de los hospitales públicos y crearon una red nacional de clínicas comunitarias gratuitas y orientadas a la prevención; apoyaron a las cooperativas agrícolas nacionales; proporcionaron comidas y uniformes escolares públicos gratuitos y de origen local; establecieron servicios y protecciones para grupos históricamente excluidos, como mujeres, niños, LGBTQ e indígenas salvadoreños; exigieron mecanismos de transparencia gubernamental; y mucho más. Pero la astucia política que permitió al partido alcanzar el poder presidencial contribuiría a su caída. En 2019, el FMLN fue superado por un ambicioso desertor respaldado por una coalición ascendente de intereses burgueses que el propio FMLN había potenciado en un esfuerzo por debilitar al tradicional partido de derecha y a sus patrocinadores oligárquicos.
El presidente Nayib Bukele, un publicista millennial y exalcalde del FMLN cuya familia de ascendencia palestina formaba parte de una fracción favorecida del capital comercial, se posicionó hábilmente como un outsider insurgente. Aprovechó la agresiva campaña de desestabilización de la derecha contra el gobierno de izquierda para desacreditar a ambos bandos, estableciendo falsas equivalencias y erigiéndose como salvador de un establishment político irremediablemente corrupto. Donde el FMLN no logró transformar la vida cotidiana de muchos salvadoreños en lo que respecta a la inseguridad económica y la violencia social, Bukele personalmente prometió cumplir.
La elección de Bukele supuso la segunda ruptura con el orden de la posguerra. Despreció los Acuerdos de Paz como una «farsa», calificándolos como un pacto cínico diseñado para beneficiar a villanos conspiradores —en su opinión, tanto la guerrilla como la extrema derecha— a expensas de una población civil indefensa, apolítica y victimizada. En la práctica, revirtió constantemente sus modestos logros. En su primer año como presidente, invadió el Poder Legislativo con el ejército para forzar una votación sobre un paquete de préstamos para financiar la seguridad. Se aprovechó de la pandemia de COVID-19 para declarar un estado de excepción militarizado, lo que desencadenó una prolongada crisis constitucional mientras que el Tribunal Supremo trataba de contener la extralimitación del Poder Ejecutivo. Tras asegurarse una mayoría legislativa en las elecciones intermedias de 2021, su partido despidió y sustituyó ilegalmente al fiscal general y a los cinco magistrados de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo, junto con cientos de jueces de tribunales inferiores. Cuando el acuerdo secreto de Bukele con las principales bandas criminales del país para reducir la tasa de homicidios se vino abajo en marzo de 2022 y los asesinatos aumentaron de forma espantosa, su partido ordenó otro estado de excepción, suspendiendo los derechos constitucionales al debido proceso, a la representación legal, a la presunción de inocencia, a la libertad de asociación y más. Esta vez, no encontró oposición por parte de los tribunales. El estado de excepción está vigente desde entonces.
La «guerra contra las bandas» de Bukele supuso el arresto de unas 80 000 personas en redadas masivas e indiscriminadas solo en los dos primeros años. La represión militarizada expulsó a muchos de los mafiosos callejeros de sus esquinas, proporcionando un alivio apreciado a las comunidades de clase trabajadora que eran víctimas de pequeñas extorsiones y sufrían acosadas por violentas guerras territoriales. Este aparente éxito, que oculta la complicidad de su administración con el narcotráfico de alto nivel y el crimen organizado, le ganó a Bukele suficiente buena voluntad como para presentarse a la reelección en febrero, desafiando la constitución. Al mismo tiempo, puso en práctica sus habilidades publicitarias, proyectando una imagen internacional de mano dura contra el crimen y perfeccionando su marca como icono de la extrema derecha. Fue protagonista destacado de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) de febrero de 2024, le concedió varias entrevistas a Tucker Carlson y cortejó agresivamente a la cohorte MAGA de EE. UU., invitando a Carlson, Donald Trump Jr. y al futuro congresista caído en desgracia Matt Gaetz a su toma de posesión para un segundo mandato en junio de 2024. Gaetz creó posteriormente en el Congreso el «Caucus EE. UU.-El Salvador», con el objetivo de promover la agenda y la imagen de Bukele en Washington.
Actualmente El Salvador tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo. Muchos presos llevan casi tres años detenidos sin juicio, negándosele el acceso a un abogado, a visitas familiares, a atención médica e incluso a alimentos suficientes, mientras que algunos son sometidos a violencia y tortura por parte de las autoridades. Los grupos de derechos humanos identificaron a por lo menos 26 000 inocentes entre los detenidos, con más de 360 muertes confirmadas entre rejas, muchas debido a negligencia médica y otras por homicidio. Las órdenes judiciales de liberación por razones humanitarias o de otro tipo son habitualmente ignoradas por las autoridades penitenciarias.
Tras su victoria presidencial de 2019, importantes intereses oligárquicos desertaron al bando de Bukele, mientras que los políticos de derecha que se negaron fueron llevados al exilio o encarcelados. Pero su verdadero enemigo siempre fue la izquierda. Comenzó con procesamientos indiscriminados a exmiembros del gabinete del FMLN, funcionarios electos y líderes del partido, por falsos cargos de corrupción. Bajo el estado de excepción, la redada se amplió para apuntar a excombatientes y líderes de movimientos sociales, incluyendo a comunidades organizadas que defienden sus territorios de los promotores inmobiliarios y las empresas extractivistas respaldados por el gobierno.
A medida que la administración, hambrienta de dinero, avanza con despidos masivos y planes de austeridad, los líderes sindicales del sector público se enfrentan a la represión y al encarcelamiento. Ya más de 22 000 trabajadores y trabajadoras fueron despedidos desde 2019 y al menos dieciséis líderes sindicales sufren prisión desde 2022. Junto con los vendedores ambulantes informales, estos sectores están en la primera línea de la estrategia de acumulación por desposesión del régimen. Tras no haber conseguido diseñar una economía en torno al bitcoin, después de convertir a la volátil criptomoneda en moneda de curso legal en 2021, Bukele está utilizando su estado policial para purgar las costas y los centros urbanos de la nación de pobres para dar paso a la especulación inmobiliaria, el turismo internacional y la explotación de los recursos naturales. Tras la reciente visita del secretario de Estado Marco Rubio, Bukele propuso una nueva, aunque improbable, empresa: alquilar su sistema penitenciario a Estados Unidos para almacenar a deportados de cualquier nacionalidad e incluso a ciudadanos estadounidenses.
Bukele responde a las críticas señalando su persistente popularidad, habiendo asegurado su reelección en febrero de 2024 con el 83 por ciento de los votos. Aunque la incomparable estrategia de comunicación y publicidad internacional del presidente sin duda desempeña un papel importante en el mantenimiento de su apoyo, gran parte de la población estaba dispuesta a tolerar la represión a cambio de un respiro de los tormentos de las pandillas. Sin embargo, ese apoyo no es incondicional. En las elecciones generales de febrero de 2024, los legisladores y alcaldes de Bukele recibieron muchos menos votos que él, incluso después de reescribir todo el sistema electoral de la posguerra para favorecer a su partido y eliminar efectivamente a la oposición. Desde entonces, su partido «Nuevas Ideas», que cuenta con una mayoría absoluta en la legislatura y el 64 % de los gobiernos municipales, se vio afectado por escándalos de corrupción, mientras que el descontento social aumenta ante una crisis por la espiralización del costo de vida y la reciente decisión imprudente e impopular de revocar la histórica prohibición de la minería de metales en el país, aprobada en 2017. Sin embargo, a estas alturas, quedan pocos caminos democráticos para un desafío electoral.
Guatemala
En la década de 2010, se plantearon una serie de desafíos al silencio, la represión y la negación estatal de las atrocidades de la guerra, así como al gobierno racista y corrupto de la élite en Guatemala. Quizás el hecho más emblemático fue el juicio de 2013 contra el general Ríos Montt por genocidio y las movilizaciones masivas de 2015 que derrocaron al presidente Otto Pérez Molina en medio de un escándalo de corrupción que se estaba extendiendo. Ambos acontecimientos fueron logros históricos contra la impunidad en el país, al tiempo que revelaron los agudos límites de la justicia bajo el sistema de posguerra. Estas contradicciones culminaron con la presidencia de Bernardo Arévalo, elegido en 2023.
En 2001, las comunidades supervivientes y las organizaciones de derechos humanos presentaron una demanda contra el general Efraín Ríos Montt, cuyo sangriento mandato como presidente de facto de Guatemala de 1982 a 1983 estuvo marcado por golpes militares. La demanda citaba el asesinato de 1771 indígenas mayas ixiles guatemaltecos y el desplazamiento forzoso de decenas de miles más bajo su liderazgo como comandante en jefe, por lo que el presidente Ronald Reagan lamentó que el general «estuviera recibiendo un mal trato». Pero Ríos Montt fue protegido de ser procesado por su rol de congresista en ejercicio con el partido de extrema derecha Frente Republicano Guatemalteco, que fundó en 1989. No fue hasta la expiración de su mandato en 2012 que la fiscal general Claudia Paz y Paz pudo presentar una acusación en su contra por genocidio y crímenes contra la humanidad. El caso fue a juicio en 2013.
El juicio, que también apuntó contra el exdirector de inteligencia militar José Mauricio Rodríguez Sánchez, fue un dramático hito en la historia de Guatemala, un ajuste de cuentas largamente esperado por las comunidades y organizaciones que sufrieron la peor parte del terror de Estado y un momento de radicalización para una generación más joven de la posguerra que se enfrentaba a su historia por primera vez. El 10 de mayo de 2013, Ríos Montt, de ochenta y siete años, fue declarado culpable y condenado a ochenta años de prisión. Pero la victoria duró poco. Diez días después, la Corte de Constitucionalidad anuló el proceso. El nuevo juicio comenzó finalmente en enero de 2015, pero no había concluido cuando el dictador murió en abril de 2018.
Para entonces, el país había experimentado otro triunfo agridulce. En 2015, una investigación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), respaldada por la ONU, develó una elaborada conspiración de fraude aduanero que terminó implicado a la vicepresidenta Roxana Baldetti y al presidente Otto Pérez Molina, un antiguo miembro de las fuerzas especiales kaibiles entrenadas por Estados Unidos, que perpetraron notorias masacres y atrocidades en tiempos de guerra. La indignación pública se convirtió en el mayor movimiento de protesta masiva del país desde la Revolución de Octubre de 1944. En medio de semanas de movilizaciones históricas, tanto Baldetti como Pérez Molina fueron sucesivamente despojados de su inmunidad, arrestados, juzgados y finalmente condenados por fraude, blanqueo de dinero y enriquecimiento ilícito.
Los comentaristas anunciaron una «Primavera guatemalteca», y la capital se llenó de celebraciones. Pero el encuadre liberal anticorrupción del movimiento, liderado en gran parte por guatemaltecos ladinos (de identificación no indígena) de clase media y urbanos, limitó los caminos en los que se podía canalizar la energía popular. En el llamado para expulsar a las «manzanas podridas» estaba implícita la noción de un sistema que funcionaba y que solo necesitaba ser purgado de sus elementos nefastos para restablecer una gobernanza adecuada. Esta visión contrastaba fuertemente con los llamamientos de los movimientos indígenas contemporáneos para la refundación de Guatemala como un estado plurinacional a través de una asamblea constituyente popular, al estilo de Ecuador o Bolivia. Después de que la multitud se dispersara, los votantes eligieron a un comediante respaldado por los militares, Jimmy Morales, para sustituir a Pérez Molina. Cuando la CICIG abrió investigaciones sobre Morales por financiación ilícita de campañas, este se negó a renovar el mandato de la comisión.
Los años siguientes fueron testigos de una reacción masiva contra jueces, fiscales, periodistas y activistas. La fiscal general María Consuelo Porras, cuyo primer mandato comenzó en 2018 y fue renovado en 2022, desmanteló la infraestructura anticorrupción existente y persiguió a los disidentes. Desde entonces, decenas de trabajadores judiciales y de medios de comunicación huyeron al exilio, mientras que otros, como el veterano reportero y editor Rubén Zamora, fueron encarcelados. Fue en este clima de creciente censura, criminalización y represión que Bernardo Arévalo fue elegido como presidente en 2023.
Hijo del primer presidente elegido democráticamente del país, Arévalo se presentó como candidato poco probable con el pequeño partido de centroizquierda Semilla. Después de que la favorita y popular candidata Thelma Cabrera, una indígena maya mam que se presentó con un programa para una Asamblea Constituyente popular y plurinacional, fuera excluida de la carrera por las mismas prácticas de lawfare que afectaron a activistas, periodistas y juristas, la candidatura de Semilla ganó cómodamente tanto en la primera como en la segunda vuelta electoral, impulsada por la profunda resonancia histórica del apellido Arévalo. La base de Semilla estaba formada en gran medida por votantes jóvenes y urbanos, muchos de ellos politizados por el juicio a Ríos Montt, pero el partido también obtuvo apoyo en sectores rurales e indígenas. Este respaldo resultó fundamental cuando Porras lideró los esfurzos para socavar el resultado electoral y suspender las credenciales del partido. Poderosas organizaciones indígenas —que, junto con las organizaciones campesinas, son generalmente actores políticos más relevantes que los sindicatos convencionales en Guatemala— convocaron a una huelga nacional por tiempo indefinido, con bloqueos de carreteras en todo el país y movilizaciones en la capital para manifestarse a favor del presidente electo cuando los legisladores de la oposición tramaron un último intento de impedir la toma de posesión.
Ya en el cargo, Arévalo se enfrenta a la obstrucción y desestabilización deliberadas de un fiscal general enemigo al que hasta ahora no pudo destituir, un Tribunal Supremo adverso y un ejército inquieto. Con una minoría en el Congreso y el Poder Judicial capturado por la derecha y sus elementos criminales asociados, el primer año de la presidencia de Semilla se caracterizó por una sensación de parálisis. Porras, en cambio, intensificó sus ataques, acelerando los cargos contra los políticos de Semilla, incluyendo la orden de detención contra un miembro del gabinete y una cruzada para despojar a Semilla de su estatus legal. El gobierno que prometió la transformación parece cada vez más incierto y anémico.
La encrucijada
En ambos países, el frágil marco democrático liberal establecido por los Acuerdos de Paz de la década de 1990 hace tiempo que se agotó. El FMLN, a pesar de todos sus esfuerzos políticos para detener el avance de las reformas neoliberales, observó impotente cómo su mandato se veía erosionado por los bloqueos de la derecha en la legislatura y la obstrucción en los tribunales. Bukele nunca tuvo tales dudas. Al contrario, reestructuró a su favor el sistema político de El Salvador, unilateralmente y desde arriba. Sea cual sea su popularidad, su proyecto es profundamente antipopular y apunta a obtener ganancias y gloria personales a expensas de las mayorías trabajadoras del país.
A medida que la crisis constitucional de Guatemala alcanza una coyuntura crítica, Arévalo también se encuentra con los límites del sistema de posguerra. En su imaginación, el presidente está luchando para recuperar la democracia de Guatemala de su captura por las élites. Al igual que el movimiento anticorrupción que le precedió, su lealtad a la constitución y al orden liberal limita su repertorio de respuestas cuando se enfrenta a una burocracia hostil y a los compromisos antiliberales de la derecha radical. Si no está dispuesto a desafiar las estructuras construidas para favorecer al capital y a sus perros guardianes, será víctima de ellas. La democracia de Guatemala no puede ser restaurada desde arriba. En cambio, como muchos de los líderes indígenas del país comprendieron desde hace mucho tiempo, debe ser reconstruida colectivamente desde abajo.
Los sistemas políticos instaurados en la región fueron producto del equilibrio de fuerzas imperante entre los movimientos de liberación nacional, las élites oligárquicas y el capital transnacional en ascenso. Como resultado, favorecieron la reproducción de las desigualdades impuestas con la reestructuración neoliberal. En el actual período de crisis prolongada, estos marcos se están remodelando de nuevo. Para bien o para mal, la forma que adopten será el resultado de la lucha.
Este dilema no es exclusivo de Centroamérica. En los escombros del neoliberalismo, las respuestas a las crisis globales convergentes enfrentan a los movimientos colectivos y liberadores que buscan el bien común a las formas reaccionarias y preliberales que arrastran cada vez más al centro inútil a su órbita. La tarea de la izquierda es mirar más allá de las instituciones fallidas del presente e imaginar futuros más justos e inclusivos. Como muestra el ejemplo de El Salvador, el costo del fracaso es alto.
(Artículo publicado originalmente en New Labor Forum)
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