Por: Kurt Hackbarth
A pesar de tener poderosos enemigos, tanto en México como en Estados Unidos, el expresidente populista de izquierda Andrés Manuel López Obrador logró no solo llegar al poder sino cumplir sus promesas a los trabajadores y los pobres.
La noche del 1 de julio de 2018, la plaza principal de Ciudad de México, el Zócalo, se llenó de gente lista para celebrar los resultados de las elecciones presidenciales. Entre la multitud eufórica —y a pesar de que los contendientes de AMLO ya habían reconocido la derrota, tras un anuncio preliminar del Instituto Nacional Electoral— había una serie de carteles que denunciaban el juego sucio que muchos consideraban que seguía aún en marcha.
Después de tantos años de represión, violencia, amordazamiento de los medios de comunicación y estafas electorales, muchos miembros de la sufrida izquierda mexicana simplemente no podían creer que se les permitiera ganar. Pero ganaron: en su tercer y autoproclamado último intento, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) había derrotado a su rival más cercano por un margen a prueba de fraude de unos treinta puntos. Con su apoyo, el joven partido MORENA —registrado formalmente apenas cuatro años antes— se hizo con amplias mayorías en ambas cámaras del Congreso y dominó las elecciones. Ahora comenzaba la ardua tarea de gobernar a un país desgarrado por una combinación de neoliberalismo a ultranza y una guerra fratricida contra el narcotráfico.
«En ti confiamos»
Cinco meses después, AMLO se dirigía al Congreso para jurar su cargo cuando un ciclista logró alcanzar a la comitiva. «En ti confiamos», le dijo al presidente electo a través de la ventanilla de su modesto Volkswagen Jetta. Una vez concluidas las ceremonias, AMLO no tardó en empezar a desmantelar los atavíos de la presidencia imperial mexicana: convertir la fastuosa residencia presidencial de Los Pinos en un centro cultural, transformar la otrora temida penitenciaría de las Islas Marías en una reserva natural y poner a la venta el avión presidencial, junto con flotas de aviones y coches federales superfluos.
Y donde antes los presidentes se mostraban remotos y distantes, AMLO lanzó su primera mañanera: una conferencia de prensa matutina diaria y desenfadada que a veces podía durar hasta tres horas. A pesar de las repetidas advertencias de que tales conferencias reducirían la imagen presidencial a la de un secretario de prensa al uso, la combinación de sesión informativa, club de debate, lección de historia y monólogo tuvo precisamente el efecto contrario, permitiéndole a AMLO pasar por encima de unos medios hostiles y marcar la agenda, logrando al mismo tiempo ubicarse entre los diez principales presentadores en español a nivel mundial. Unas 1.437 mañaneras más seguirían a la primera, convirtiéndose en una institución nacional que la actual presidenta Claudia Sheinbaum decidió sabiamente continuar.
Otras tres de las batallas iniciales de AMLO resultaron igualmente simbólicas. La primera fue la lucha contra el robo organizado de gasolina (conocido como huachicol) de los ductos de la petrolera estatal PEMEX, una práctica que estaba desangrando al Estado.
El segundo fue la cancelación del derroche del aeropuerto de la Ciudad de México que heredó de su predecesor, Enrique Peña Nieto. Además de sus fastuosos costos de construcción, el proyecto requeriría de un flujo interminable de lucrativos contratos para evitar que se hundiera en el lecho del lago de Texcoco sobre el que iba a construirse. En su lugar, se decidió remodelar y ampliar un aeropuerto militar ya existente en Santa Lucía, al norte de la ciudad: una decisión acertada en términos de ahorro de costos, pero que también presagiaba una dependencia de las fuerzas armadas para proyectos policiacos y de obra pública, algo que resultaría ser uno de los aspectos más polémicos de su administración. En marzo de 2019, la recién acuñada policía militarizada, la Guardia Nacional, se había constituido legalmente .
Y la tercera fue la Ley de Salarios Máximos para la alta burocracia federal, una de las primeras en ser aprobadas por la mayoría parlamentaria de MORENA. Tanto los cuestionamientos de AMLO contra el estado «faorónico» de excesos dorados, como el hecho de que la oposición cayera en la trampa de no sólo oponerse a la ley, sino demandarla para bloquearla, marcaría gran parte de la dinámica política de los años subsecuentes.
Al despuntar el primer año completo de AMLO en el poder, la revista Time incluyó a México en su lista de Mayores Riesgos Geopolíticos para 2019. «[AMLO] apuesta por hacer retroceder la apertura de la economía de México, las políticas macroeconómicas ortodoxas, las privatizaciones y la desregulación amenazan con un retorno a la década de 1960», advirtió con gravedad Ian Bremmer. «En 2019, gastará dinero que México no tiene en problemas como la pobreza y la seguridad que se resisten a soluciones directas», añadió.
Bremmer, como era de esperar, estaba completamente equivocado: de hecho, uno de los actos de equilibrio más exitosos del presidente fue promulgar una amplia gama de programas sociales y proyectos de obras públicas mientras mantenía la estabilidad macroeconómica. En cuanto a «resistirse a soluciones directas», incluso el Banco Mundial se vio obligado a admitir que los programas, combinados con aumentos anuales del salario mínimo y otras medidas destinadas a aumentar los ingresos, sacaron a unos 9,5 millones de mexicanos de la pobreza durante su mandato.
Aprovechando su experiencia como alcalde de Ciudad de México, AMLO aceleró el despliegue de los programas haciéndolos universales y basados en transferencias de efectivo. Excepciones notables fueron los planes Jóvenes Construyendo el Futuro, en el que los jóvenes que no trabajaban ni estudiaban podían solicitar puestos de aprendizaje de un año pagados por el gobierno federal, y Sembrando Vida, una iniciativa comunitaria de plantación de árboles y cultivo de plantas. Cabe destacar que respecto de estos dos programas AMLO solicitó en repetidas ocasiones la ayuda de los Estados Unidos para extenderlos a Centroamérica, como estrategia para atacar las causas profundas de la migración.
Enfrentando a la pandemia… y a las agencias de inteligencia
Los programas sociales llegaron justo a tiempo: en marzo de 2020, la pandemia del COVID-19 golpeó con toda su fuerza mortal. México, que tardó más que Estados Unidos en sufrir los efectos, pronto empezó a acumular su cuota de contagios y muertes. En lugar de pivotar hacia su plan nacional de infraestructura, la administración de AMLO se vio obligada a enfrentar la crisis con el ruinoso sistema de salud pública de la nación, debilitado por una epidemia de obesidad post TLCAN, una mafia de distribuidores farmacéuticos en la que diez empresas controlaban el 80 por ciento del mercado, y el abandono neoliberal de la salud bajo el pretexto de «devolverla a los estados».
Mientras se enfrascaba en este programa de choque para la construcción de camas y adquisición de vacunas, y con el PIB anual en proceso de desplomarse alrededor de 8.6 por ciento, la administración tomó un trío de decisiones cruciales que desatarían el oprobio moralizante de los que apuntan con el dedo en el primer mundo: rechazar tanto los cierres forzosos y fronterizos como los subsidios a las nóminas empresariales. Con la mitad del país trabajando en la economía informal, AMLO consideró que obligar a la gente a quedarse en casa constituiría un pacto suicida. Del mismo modo, subsidiar las plantillas de trabajadores del sector formal sería esencialmente un regalo para los más adinerados a expensas de todos los demás, con la posibilidad de un peligroso endeudamiento con las instituciones internacionales.
En su lugar, las familias pusieron en común los fondos de sus programas sociales: los estudiantes, sus becas de permanencia en la escuela; los abuelos, su pensión universal de jubilación; las madres solteras y los beneficiarios de prestaciones de invalidez, etc. México se situó en torno a las 2.500 muertes por millón de habitantes, una cifra mejor que la de Estados Unidos y otros países con sistemas sanitarios más desarrollados, pero que no le servía de consuelo a quienes se pasaban día tras día suplicando en las redes sociales por la falta de tubos de oxígeno disponibles mientras un familiar moría asfixiado.
El año 2020 se cerró con el caso Cienfuegos, en el que el general retirado y ex secretario de Defensa Salvador Cienfuegos Zepeda fue detenido en Los Ángeles acusado de narcotráfico, para ser liberado y devuelto a México un mes después. Para acallar las críticas de que estaba haciendo todo lo posible por apaciguar a los militares, AMLO hizo público el expediente completo de las pruebas aportadas por Estados Unidos contra el general: 751 páginas de mensajes de BlackBerry y transcripciones de mensajes que eran, de hecho, notablemente escasas.
La molestia por el caso y los años de intromisión de las agencias de inteligencia estadounidenses culminaron en la Ley de Seguridad Nacional, que restringió las actividades de estas agencias en suelo mexicano. El enojo de la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) por esta legislación, a su vez, estimularía una serie de filtraciones a taquígrafos dispuestos de los medios corporativos estadounidenses, en un sórdido intento por vincular las tres campañas presidenciales de AMLO con el narcotráfico (justo a tiempo para las elecciones presidenciales de 2024).
«Feliz, feliz, feliz»
Una lucha aún mayor, que también involucraba a Estados Unidos, se estaba gestando para 2021: la reforma energética. En marzo, AMLO promulgó la Ley de la Industria Eléctrica que, entre otras medidas, exigía que la red eléctrica del país adquiriera su energía primero de fuentes públicas y luego, según fuera necesario, de privadas. Apenas se había secado la tinta de la ley cuando fue golpeada por una batería de amparos y acciones legales a instancias de multinacionales energéticas despechadas. El embajador de Estados Unidos, Ken Salazar —un lobista de los combustibles fósiles que se hace pasar por defensor de las energías limpias— se sumó al ataque para expresar su «preocupación» por la ley. Cuando la Corte Suprema —de mayoría conservadora— finalmente anuló la ley varios años después, AMLO redobló la apuesta: denme una supermayoría en el Congreso para que podamos aprobar, como reformas constitucionales, no solo la reforma energética, sino también una transformación del sistema judicial del país, profundamente corrupto, que incluya la elección directa de los jueces. Y el electorado iba a escucharlo.
Pero primero MORENA tuvo que pasar las elecciones intermedias. A pesar de los gritos desesperados de última hora de medios que van desde The Economist hasta The Nation, la coalición del presidente mantuvo mayorías en el Congreso, aunque con una serie de pérdidas embarazosas en la Ciudad de México debido a una combinación de malos candidatos, maquinaciones internas y los efectos persistentes del colapso de una sección elevada de la línea 12 del metro.
AMLO se proclamó «Feliz, feliz, feliz» con estos resultados. En julio, el presidente pronunció el discurso sobre política exterior más importante de su administración en una ceremonia conmemorativa del aniversario del nacimiento del líder revolucionario Simón Bolívar. Señalando que desde el hundimiento en 1898 del acorazado USS Maine, «Washington nunca dejó de realizar operaciones abiertas o encubiertas contra los países independientes al sur del Río Grande», AMLO pidió una América Latina unida y la sustitución de la Organización de Estados Americanos (OEA), dominada por Washington, por una organización verdaderamente autónoma que «no sea lacaya de nadie».
Aunque a trompicones, bajo el mandato de AMLO México empezaba a redescubrir su posición como líder regional capaz de trazar una línea independiente en política exterior. Cuando el presidente boliviano Evo Morales fue derrocado en 2019 con el respaldo tanto de la administración Trump como de la OEA, el presidente mexicano envió un avión para rescatarlo. Cuando el presidente Pedro Castillo de Perú fue derrocado y encarcelado, AMLO no tuvo reparos en ponerle nombre a lo que había pasado: un golpe de Estado.
AMLO apoyó abiertamente a Cuba, se negó a seguir la línea de EE.UU. sobre Ucrania (llegando incluso a insistir en que la guerra estaba siendo «avivada por los intereses de la industria armamentística»), y con motivo de la Cumbre de las Américas, celebrada en Los Ángeles en 2022, se negó a asistir a la misma a menos que todas las naciones de América Latina sin excepción fueran invitadas. Pero ante la clara presión del norte, pronto modificó su propuesta de «Latinoamérica unida» por una de «Américas unidas» que incluyera a Estados Unidos, línea que hasta hoy mantiene la presidenta Sheinbaum.
Elección revocatoria y nacionalización del litio
AMLO comenzó 2022 con un alto índice de aprobación del 67 por ciento, que pondría a prueba en abril al ganar ampliamente la primera elección revocatoria de la historia de México, cumpliendo la promesa de campaña de convocar una a mitad de su mandato. Ese mismo mes, el Congreso aprobó otra ley muy simbólica por la que se nacionalizaban las reservas de litio del país, las décimas del mundo. La administración nacional dio nuevos pasos para reforzar la soberanía energética del país con la compra de la refinería Deer Park en Texas y la inauguración de una refinería autoconstruida en Dos Bocas, Tabasco, en julio. Estos pasos culminaron con un multitudinario mitin celebrado en noviembre en Ciudad de México, en el que se calcula que 1,2 millones de personas inundaron la capital para celebrar el cuarto aniversario de la «cuarta transformación», o 4T, como se conoce al movimiento. Allí el presidente marchó sin seguridad a su alrededor hasta el escenario, zarandeado por los empujones de la multitud, dando lugar a lo que se convertiría en la imagen más icónica de sus años en el poder.
Sin embargo, no todo el mundo estaba tan emocionado: en enero del año siguiente, el Index on Censorship, con sede en Londres y financiado por National Endowment for Democracy, nombró a AMLO como «Tirano del Año» para 2022, en base a un proceso de votación online en el que cualquiera podía entrar y votar el número de veces que quisiera. Esto fue sólo el ejemplo más grotesco de una campaña internacional que unió a los medios corporativos, a la esfera de las ONG y a las élites nacionales serviles en un intento febril de retratar a AMLO como un autoritario rabioso que quería quemar las bases de la democracia administrada de México y el coctel tóxico de violencia, privatizaciones y desigualdad que había producido.
La campaña alcanzó su punto álgido cuando, en febrero de 2023, el Congreso aprobó una ley que reformaba el Instituto Nacional Electoral con el fin de frenar los excesos y facilitar el voto de los migrantes residentes en el extranjero. Cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación la revocó, nació oficialmente el «Plan C», es decir, la campaña para obtener la mayoría absoluta en el Congreso.
Unos tres meses después, a principios de junio, el Ministerio de Asuntos Exteriores y Expatriados de Palestina anunció que su misión diplomática en México había sido reclasificada como embajada. Este reconocimiento del Estado de Palestina se produjo tan silenciosamente que mucha gente no se dio cuenta. Pero la medida no sólo puso a México en línea con el consenso establecido en América Latina, sino que también colocó a la nación por delante de los reconocimientos que vendrían después del 7 de octubre y la brutal destrucción de Gaza.
La recta final
Amedida que el gobierno de AMLO entraba en la recta final, avanzaba claramente con las cien promesas que había hecho el día de su toma de posesión. Pero una que, según admitió el propio presidente, no cumplió fue la #89, la promesa de llegar a la verdad de lo ocurrido con los cuarenta y tres estudiantes normalistas de la Escuela Normal de Ayotzinapa, desaparecidos en 2014.
Si bien hubo avances en la primera mitad de su administración —desacreditando aún más la «verdad histórica» pregonada por su antecesor, Enrique Peña Nieto—, la puerta comenzó a cerrarse en la segunda mitad, tras la renuncia del fiscal especial Omar Gómez Trejo en septiembre de 2022. Fue penoso ver a López Obrador, que había sido tan elocuente sobre el caso desde la oposición, empezar a hacerse eco del mismo lenguaje utilizado por las fuerzas armadas en un claro intento de obstaculizar la investigación. Peor aún, resultó que el ejército, utilizando el software de espionaje israelí Pegasus, estaba espiando a periodistas, activistas y al titular de la Comisión de la Verdad de Ayotzinapa, Alejandro Encinas.
La confianza de AMLO en el ejército puede entenderse desde varios ángulos. En primer lugar, la absoluta corrupción e infiltración de las fuerzas policiales que heredó, como lo demuestra la sentencia de treinta y ocho años de prisión dictada contra el ex «policía de alto rango» Genaro García Luna, ministro de Seguridad del gobierno conservador de Felipe Calderón, por connivencia con el cártel de Sinaloa. En segundo lugar, el vaciamiento del Estado durante la era neoliberal, dejando a las fuerzas armadas como prácticamente la única rama del gobierno con los medios organizativos y de ingeniería para asumir y gestionar grandes proyectos.
En tercer lugar, y de forma más pragmática, la necesidad que tiene cualquier gobierno de izquierda en América Latina de enfrentar —y neutralizar— la devastadora historia de golpes militares en toda la región. Pero fue en el caso del secuestro masivo de estudiantes de Ayotzinapa en 2014, y el obstinado encubrimiento por parte de los militares de su participación en el mismo, donde la libra de carne que le exigían a López Obrador a cambio de su apoyo se hizo más claramente evidente.
Hubo otras cosas. Empleados corruptos malversaron unos 2.700 millones de pesos (135 millones de dólares) de la Agencia de Seguridad Alimentaria de México (SEGALMEX), creada en los primeros años del gobierno para estimular la producción y distribución nacional de alimentos. En marzo de 2023, un incendio en un centro de detención de migrantes operado por el Instituto Nacional de Migración (INM) mató a cuarenta personas, marcando la culminación de años de trato deficiente a los migrantes, agravado por un acuerdo insatisfactorio hecho con la administración Trump en 2019. En ambos casos, AMLO —fiel hasta la médula— defendió a los directores de las agencias. Pero nada de esto fue suficiente para sacudir la convicción fundamental del público mexicano de que el país estaba en un lugar mucho mejor. A medida que se acercaban las elecciones presidenciales de 2024, y mientras Sheinbaum, entonces alcaldesa de Ciudad de México, se aseguraba la candidatura presidencial, la coalición MORENA parecía preparada para lograr su segunda victoria electoral consecutiva.
Para una élite transfronteriza unida por una tupida red de think tanks e institutos académicos aparentemente apartidistas, esto no podía permitirse. A finales de enero, justo cuando las campañas se calentaban, ProPublica, InSight Crime y Deutsche Welle publicaron el mismo día artículos sobre el mismo tema: la supuesta relación entre el crimen organizado y la primera campaña presidencial de AMLO en 2006.
Las piezas, claramente basadas en el mismo lote de filtraciones de la DEA, consistían en poco más que pedazos de rumores improvisados. Aún más insustancial fue un artículo del New York Times de febrero que hacía las mismas insinuaciones sobre la campaña de López Obrador en 2018. Pero eso no impidió que un despliegue bien financiado de bots y granjas internacionales de trolls inundaran las redes sociales y convirtieran #NarcoAMLO y #NarcoPresidente en trending topics durante varios días.
Lo que podría haber sido devastador en otros contextos aquí resultó totalmente contraproducente: la popularidad de AMLO subió once puntos y la diferencia en las encuestas entre Sheinbaum y su oponente de derecha, Xóchitl Gálvez, se amplió diez puntos. A partir de ahí, la disciplinada campaña de Sheinbaum fue más que suficiente para cruzar la línea de meta: no sólo derrotó a Gálvez por unos treinta y dos puntos, sino que la coalición MORENA ganó una supermayoría en el Congreso. La apuesta del «Plan C» de AMLO había resultado espectacular.
El lunes 30 de septiembre de 2024, AMLO celebró su última mañanera con una animación que repasó los momentos más destacados de su carrera. Al día siguiente, de nuevo en su Volkswagen Jetta, asistió a la ceremonia de toma de posesión de la presidenta Sheinbaum en el Congreso para la entrega formal de la banda presidencial. Y así se fue el hombre que había dominado la escena política mexicana durante una generación.
Andrés Manuel López Obrador había reído último: a pesar de los años de alarmismo de la derecha de que iba a cambiar la Constitución para reelegirse indefinidamente, se fue a su rancho en Chiapas a retirarse y escribir. Su mayor legado, sin embargo, fue lo que dejó tras de sí: un movimiento fortalecido, una población más comprometida políticamente y un mayor sentimiento de orgullo nacional. «AMLO nos enseñó a respetarnos de nuevo», dijo un librero callejero el día de la inauguración. «¡Y al diablo lo que piensen de nosotros en el extranjero!».
Kurt Hackbarth
Escritor, dramaturgo, periodista independiente y cofundador del proyecto de medios independientes «MexElects».
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