Por: Eduardo Nava Hernández
Gramsci tomó el concepto de Vincenzo Cuoco, el revolucionario italiano que había participado en la rebelión republicana napolitana de 1799 y lo empleó en su Ensayo histórico sobre la revolución napolitana de 1799, publicado en 1801. La derrotada insurrección le dio a Cuoco oportunidad de hacer una comparación con la Gran Revolución en la Francia de 1789 y los años siguientes, y percatarse de que, a diferencia de ésta, en Nápoles no habían logrado las clases y sectores populares establecer su programa de transformación política ni social. Los revolucionarios napolitanos no se unieron, como ocurrió en Francia, al ala jacobina de la burguesía para reforzar la tendencia republicana. Para Cuoco, las masas populares habrían sufrido algo así como una doble derrota; por una parte, por su propia incapacidad política y, por la otra, por la represión de la aristocracia y la nobleza. Tras la derrota de los sublevados, empero, las clases dominantes realizan —siempre desde arriba, desde el parlamento y sin las clases trabajadoras— reformas que tienen como propósito principal no sólo la legitimación del poder estatal, sino la prevención de nuevas rebeliones.
En los Cuadernos de la cárcel, en los que vuelve una y otra vez a reelaborar el concepto, Gramsci había empleado antes los términos “revolución sin revolución” y “revolución-restauración”, tomado del historiador francés Edgar Quinet, autor de Las revoluciones de Italia, publicado en el muy significativo año 1848; pero es en definitiva la de revolución pasiva la noción que le permite entroncar su pensamiento con una mayor complejidad y diversidad explicativa de diferentes momentos históricos de Italia y otros países, e incluso con el fascismo: “Tanto la ‘revolución-restauración’ de Quinet como la ‘revolución pasiva’ de Cuoco expresarían el hecho histórico de la falta de iniciativa popular en el desarrollo de la historia italiana, y el hecho de que el ‘progreso’ tendría lugar como reacción de las clases dominantes al subersivismo esporádico e inorgánico de las masas populares con ‘restauraciones’ que acogen cierta parte de las exigencias populares, o sea ‘restauraciones progresistas’ o ‘revoluciones-restauraciones’ o también ‘revoluciones pasivas’ […]”.
Gramsci relaciona los fundamentos de la revolución pasiva con los principios del materialismo histórico cuando escribe: “El concepto de revolución pasiva debe ser deducido rigurosamente de los dos principios fundamentales de ciencia política. 1) que ninguna formación social desaparece mientras las fuerzas productivas que se han desarrollado en ella encuentran todavía lugar para su ulterior movimiento progresivo; 2) que la sociedad no se impone tareas para cuya solución no se hayan incubado las condiciones necesarias, etcétera”.
Y es que ya antes, en 1920, Lenin había explicado las circunstancias necesarias para que se den las verdaderas revoluciones populares: “Para que estalle la revolución es necesario en primer término conseguir que la mayoría de los obreros (o, en todo caso la mayoría de los obreros conscientes, reflexivos y políticamente activos) comprenda a fondo la necesidad de la revolución y esté dispuesta a sacrificar la vida por ella; en segundo lugar, es preciso que las clases dirigentes sufran una crisis gubernamental que arrastre a la política hasta a las masas más atrasadas […], que reduzca a la impotencia al gobierno y haga posible su rápido derrocamiento por los revolucionarios”. Concluía el revolucionario ruso que: “La ley fundamental de la revolución consiste en lo siguiente: para la revolución no basta con que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de seguir viviendo como viven y exijan cambios; para la revolución es necesario que los explotadores no puedan seguir viviendo y gobernando como viven y gobiernan. Sólo cuando ‘los de abajo’ no quieren y ‘los de arriba’ no pueden seguir viviendo a la antigua, sólo entonces puede triunfar la revolución. […]”.
Pero aquí estamos ante una situación diferente. Son las propias clases dominantes las que, marginando a los trabajadores y clases subalternas en general, efectúan reformas en un sentido quizá progresista, pero orientado a la defensa y preservación de sus propios intereses. Gramsci considera, por ejemplo, el tolstoísmo y el gandhismo como “teorizaciones ingenuas” y con tintes religiosos de la revolución pasiva.
Esta noción la relaciona también, por otra parte, con el cesarismo, esa forma unipersonal y caudillesca de gobierno en la que una “gran personalidad” asume el papel arbitral en la lucha entre las fuerzas progresivas y las regresivas, ninguna de las cuales puede asumir y ejercer por sí sola el poder del Estado. Pero la noción de revolución pasiva va mucho más allá de eso, ya que en ésta “no es que un grupo social sea el dirigente de otros grupos, sino que un Estado, aunque limitado como potencia, sea el ‘dirigente’ del grupo que debería ser dirigente y pueda poner a disposición de éste un ejército y una fuerza político-diplomática”. Es decir, “un Estado sustituye a los grupos sociales locales para dirigir una lucha de renovación. Es uno de los casos en que se da la función de ‘dominio’ y no de ‘dirección’ […]”.
Así, en la revolución pasiva no sólo las clases subalternas sino aun las clases dominantes son incapaces de ejercer su función de hegemonía y son las instancias del Estado las que vienen a hacerlo, ora en beneficio de unas, ora en el de las otras. El aparato de Estado pasa a ser central; no sólo el Ejecutivo, sino también el Legislativo, donde se operan las reformas. Igual que en el cesarismo, hay grados y tendencias, unas más conservadoras, otras más progresistas, pero siempre asumiendo el aparato estatal ese espacio central en la lucha de clases. Obvia y naturalmente, algunas de las reformas tendrán que operarse a espaldas y en contra de la voluntad de la clase dominante, pero con vistas a la preservación de los intereses esenciales de ésta.
Para el comunista italiano, la revolución pasiva no es tan sólo, entonces una forma de régimen político, sino un proceso de transformación integral y multifacético que implica también cambios en la estructura económica: “la revolución pasiva se verificaría en el hecho de transformar la estructura económica ‘reformistamente’ de individualista a economía planificada (economía dirigida) y el advenimiento de una ‘economía media’ entre la individualista pura y la planificación en sentido integral permitiría el paso a formas políticas y culturales más avanzadas, sin cataclismos radicales y destructivos en forma exterminadora. El ‘corporativismo’ podría llegar a ser, desarrollándose, esta forma económica media de carácter ‘pasivo’”.
En términos más contemporáneos, se puede entender esa revolución económica pasiva como una economía mixta, que no sólo reconoce al sector privado sino también al estatal y al social como modalidades que confluyen, empero en el mismo mercado dominado por la competencia.
¿Resulta, pues, útil la noción gramsciana para entender algunos aspectos de la realidad mexicana actual? Al parecer sí. Al contrario de lo que haría un gobierno de izquierda, promover la organización autónoma popular y convertir en aliados a los movimientos sociales progresistas, la llamada Cuarta Transformación se ha caracterizado por marginar políticamente a los grupos organizados y movimientos: mujeres, víctimas, ecologistas (“pseudoecologistas” les llama el presidente López Obrador), comunidades en resistencia y otros sectores del movimiento social. La liquidación de algunos programas, prácticamente desde los inicios del sexenio, frustró los embriones de organización desde abajo —especialmente de mujeres—, como los comedores populares y estancias infantiles, para sustituirlos con apoyos directos e individualizados que atomizan la energía social y no tienen otro propósito que el electoral.
En cambio, se siguen promoviendo los intereses económicos de los grandes capitales mediante contratos de infraestructura o abasto, bajas tasas impositivas, apertura de mercados externos y otras medidas, aun cuando a veces los magnates retoben o rezonguen. Se verifica así la autonomía relativa (Nicos Poulantzas) del Estado con respecto de la clase capitalista, que le garantiza una mayor capacidad de operación de los propios intereses dominantes.
La llamada revolución pasiva, teorizada por Vincenzo Cuoco y Antonio Gramsci, demuestra que es posible realizar un programa de reformas, incluso progresistas, sin participación de los sectores populares, cuya presencia en los procesos políticos y económicos fundamentales es lo que se busca evitar mientras se fortalecen principalmente los intereses de las clases dominantes.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.
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