Por: Jesús Aller
Mucho se ha escrito sobre su vida, y entre los testimonios directos, uno de los más notables es el de José María Jaurrieta, joven que se unió a su ejército en 1916 y llegó a ser su ayudante de campo e íntimo colaborador. De todas estas experiencias, él dejó cumplida noticia en Seis años con el general Francisco Villa, publicado en 1935 en la Ciudad de México y reeditado ahora por el Fondo de Cultura Económica con un prólogo de Jesús Vargas Valdez.
José María Jaurrieta había nacido de Chihuahua en 1895 y dio el gran paso de abandonar sus estudios y alistarse, henchido de fervor patriótico después de que los norteamericanos invadieran el territorio mexicano con su Expedición Punitiva, dispuestos a acabar con Villa. Cuando éste licenció su ejército, Jaurrieta volvió a la vida civil y llevó una existencia tranquila, aunque se cuenta que cada 20 de julio, aniversario del asesinato de su general, acudía puntualmente a hacer guardia junto a su tumba.
Jaurrieta refiere su llegada con cuatro compañeros al cuartel general del Centauro del Norte, por entonces convaleciente de una grave herida que había levantado rumores de su muerte. Tras conocer las malas noticias que traen los recién llegados y receloso de ellos, el general expresa su intención de fusilarlos, pero se arrepiente enseguida, con lo que José María apostilla: “¡El alma nos volvió al cuero!” Destinado a la “casa grande”, nombre que daban al estado mayor, él se encargará de papeles y documentos y será meticuloso cronista hasta el final. Corría el año 1916 y seis habían pasado ya desde el comienzo de la cruenta revolución de la que Villa era protagonista en el norte del país.
Varias historias compiten para explicar cómo José Doroteo Arango Arámbula, nacido en Durango en 1878, llegó a convertirse en Francisco Villa, pero lo cierto es que con este nombre destacó muy pronto un joven rebelde, bandolero y cuatrero, pero también minero y albañil, con un instinto social que lo inclinaba a robar a los ricos para auxiliar a los indigentes. En 1910, con los primeros compases de la revolución, el ya famoso Pancho Villa se unió al movimiento maderista, y en septiembre de 1913, tras derrochar coraje y talento militar, fue nombrado general en jefe de la poderosa División del Norte del Ejército Constitucionalista y poco después gobernador de Chihuahua. La cumbre de su carrera la alcanzó en diciembre de 1914 cuando con su aliado Emiliano Zapata, que había liderado la revolución en el sur del país, entró en la Ciudad de México y se dio a la nación un gobierno insólitamente abierto al progreso social.
A partir de este momento sin embargo, las disputas con Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, constitucionalistas que no estaban dispuestos a apoyar transformaciones profundas, van a propiciar derrotas de los revolucionarios que los convierten en una fuerza residual. De esta forma, el período entre 1916 y 1920, narrado por Jaurrieta, corresponde a una lucha de guerrillas con escasez de efectivos y armamento en el otrora irresistible ejército de Villa.
El libro nos sumerge de lleno en una sucesión de dispersiones y reagrupamientos de los villistas, que logran algunos éxitos, como su asalto a Chihuahua en septiembre de 1916 en el que liberan a los presos políticos de la penitenciaría. En aquella guerra las masacres de prisioneros eran comunes y resulta sobrecogedora la naturalidad con que se refieren crueldades de este tipo de los dos bandos. Valga un botón de muestra: “En San José se hizo el recuento de prisioneros, alcanzando éstos el número de 200. Todos fueron ahorcados”.
Tienen gran interés las conversaciones entre Villa y el general Felipe Ángeles, que acudió desde Estados Unidos, donde estaba refugiado, para prestar su apoyo a los revolucionarios. En un momento de éstas, Villa presume de la profecía que le hizo a Francisco I. Madero en mayo de 1911, en un banquete en que se celebraba la renuncia de Porfirio Díaz a la presidencia: “Estaba sentado a la mesa todo cortado y la verdad es que no saborié la comida. Llegó la hora de los espiches y toda aquella bola de políticos hablaron de lo lindo. Los únicos que permanecimos mudos fuimos Pascual Orozco y yo. Al notar esto, Maderito se levantó de su asiento, dirigiéndose a mí en las siguientes palabras: —¿Qué te parece, Pancho? Ya se acabó la guerra. ¿No te da gusto?— Yo me negué a pronunciar palabra, pero Gustavo, su hermano, que estaba cerca de mí, me indicó en voz baja: —Ándele, caporal, diga algo.— Por fin decidí levantarme y recuerdo perfectamente que me dirigí a don Panchito, ni más ni menos. —Usted, señor, ya echó a perder la revolución. —A ver, Pancho ¿dime por qué?, — interrumpió el señor Madero. —Sencillamente porque a usted le han hecho tonto toda esta bola de curros y tanto a usted como a todos nosotros nos va a costar el pescuezo. —Bueno, Pancho, dime, en tu concepto, ¿qué sería lo más prudente hacer? —Que me dé usted autorización para colgar a toda esta bola de políticos sinvergüenzas y que siga la revolución a su destino. —Hubiera usted visto, mi general la cara que pusieron los curros, al grado que azorado y colérico el jefe de la revolución me ordenó con energía: —¡Qué bárbaro eres, Pancho…! ¡Siéntate… siéntate…!”
Muy distantes eran el espíritu del agreste e implacable Villa y el pacifista y conciliador Ángeles, que al fin se descubre que trae la misión de propiciar un armisticio entre los bandos enfrentados. Villa le responde a estas intenciones con sorna que cuando dialogue con los carrancistas vaya preparado para hacerlo a balazos, pero influido por su visitante moderará algo la política de exterminio de prisioneros que practicaba. El general Felipe Ángeles fue enjuiciado poco después por su apoyo a los villistas y fusilado en noviembre de 1919.
Jaurrieta concluye discutiendo el calificativo de bandido que frecuentemente se pone a Villa, y subraya que los “préstamos forzosos” que recababa no acabaron en bancos extranjeros, sino atendiendo las necesidades de la revolución y muchas veces aliviando a los más pobres. Proclama su adhesión al hombre que tenía un proyecto de país, capaz de redimir a los condenados por la historia, y señala con orgullo que le fue dado tratarlo en los momentos más duros de su lucha: “A la vera de una fogata, compartiendo con él, en miles de ocasiones, el pedazo de tortilla acompañado de la carne revolcada en las cenizas. Eso sí, muy lejos de esa maldita camarilla de aduladores que invariablemente envuelven a los caudillos triunfantes.”
Tras signar los convenios de Sabinas el 26 de junio de 1920, Villa desmovilizó sus fuerzas y se retiró a la hacienda de Canutillo (Durango), que el gobierno le concedió en propiedad por los servicios prestados a la revolución. Allí residió hasta que en la tarde del 20 de julio de 1923 fue emboscado y asesinado cuando se dirigía a una fiesta familiar en Parral (Chihuahua). Al parecer, en las alturas decisorias del país, con conexiones estadounidenses, se recelaba de que el veterano revolucionario diera el salto a la política activa ante el declive del proceso de emancipación social del que había sido protagonista.
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