Por Javier Buenrostro
Andrés Manuel López Obrador es presidente electo de México con 53% de los sufragios. Es algo histórico. Es laprimera vez en 80 años que un presidente que se identifica con los valores y principios de la izquierda mexicana ocupará el cargo. Después del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) México dio un giro a la derecha que se profundizó en las pasadas tres décadas. En el pasado reciente, dos veces la izquierda estuvo a punto de ganar la presidencia: en 1988 con Cuauhtémoc Cárdenas (hijo del general revolucionario) y en 2006 con el propio López Obrador. Tan cerca se estuvo que la única manera de evitarlo fue con procesos electorales completamente irregulares y fraudulentos en ambas ocasiones.
Después de 70 años de gobiernos del PRI en un régimen de un presidencialismo omnímodo y un partido de Estado, en el año 2000 México vivió una alternancia democrática con la victoria de la derecha y del PAN. Las expectativas de que hubiera una transformación profunda quedaron truncadas por Vicente Fox, personaje que nunca estuvo a la altura del reto y trivializó el compromiso de gobernar sintetizado en la frase “¿Y yo por qué?”, cuando se le preguntó sobre su mediación en un conflicto entre dos empresas de televisión. Aunque estuvo en funciones, Fox abdicó de sus responsabilidades desde el principio. La frivolidad fue su estilo personal de gobernar y eso provocó que la alternancia quedara en un simple cambio de emblemas y no cristalizará en una verdadera transición democrática y un cambio de régimen.
Hoy AMLO tendrá la oportunidad de llevarlo a cabo con el mayor respaldo electoral para un presidente en casi cuarenta años, cuando corrían los tiempos de la “dictadura perfecta”. MORENA ha ganado 31 de 32 entidades federativas y se perfila para obtener la mayoría absoluta en la cámara de Senadores y en la de Diputados. Después de esta jornada electoral el pueblo no ha hablado, ha gritado para que se escuche fuerte y lejos, para todos aquellos que aún hacen oídos sordos en sus lugares de privilegio. Pero ese respaldo no es un cheque en blanco y no es solamente de sus seguidores. Del 53%, probablemente 35-38 por ciento sea de su voto duro, de quienes lo han apoyado contra viento y marea en los últimos doce años, y el otro 15% que le ha permitido la victoria es un voto de castigo a las pésimas administraciones del PAN y PRI que se han sucedido en el poder desde el 2000.
¿Qué podemos esperar de este nuevo gobierno identificado con la izquierda?
Hay que recordar que López Obrador y mucha de la izquierda mexicana no abrevan de la ideología marxista sino de los movimientos nacionales-populares. En sus declaraciones de victoria ha reivindicado al movimiento estudiantil de 1968, a los obreros y campesinos, a otros líderes sociales y políticos como Cuauhtémoc Cárdenas, Heberto Castillo, Rosario Ibarra o Manuel Clouthier. Reconoce los hombros del pasado en los cuales los del presente nos hemos podido montar. Pero sabe que ahora no es representante de partido. Es presidente de un país y ahora debe gobernar para todos, incluyendo los que no coinciden con su propuesta política. Por eso también los ha reconocido y a pesar de una victoria sin parangón se ha mostrado respetuoso con sus adversarios políticos y con el mismo presidente Peña Nieto.
Se decía que López Obrador era poco innovador en sus propuestas o que no representaba a la izquierda moderna. Pero supo escuchar a la ciudadanía que en este 2018 tiene dos peticiones básicas y simples pero que pasaron desapercibidas para quienes no están en contacto con ella: quiero que no me roben y que no me maten. Los políticos corruptos han saqueado el arca pública y eso lo ha castigado el votante. Incluso a pesar del arrastre de López Obrador, ahí donde su coalición postuló a candidatos con reputaciones dudosas también fueron castigados y perdieron. El mensaje es claro: honestidad en el desempeño del cargo público, no más corrupción. También se ha votado en contra de la inseguridad y la violencia. México quiere vivir en paz y el crimen organizado es la principal amenaza para la cotidianeidad de millones de mexicanos. Peticiones bastante simples pero que no fueron satisfechas en dieciocho años de alternancia.
El movimiento de López Obrador representa la esperanza y la ilusión de que se pueda reducir la insultante desigualdad que vive el país. La pobreza no ha disminuido en décadas y el salario mínimo es uno de los más bajos del continente. La gente ha votado para darle patria al pobre y al humillado. Se deben de atender las necesidades de todos los sectores: campesinos, obreros, intelectuales, empleados, profesionistas y empresarios. Pero la opción preferencial debe ser por el pobre, que en México son más de 50 millones de personas, casi la mitad de la población. Es evidente que esto no podía seguir así.
AMLO supo aglutinar la frustración y el enojo
El voto por López Obrador es también un voto de rechazo a las políticas neoliberales que se han implementado en el país desde 1982. No es la primera vez que se ha rechazado esto. En 1988 se le hizo fraude a Cuauhtémoc Cárdenas; en 1994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se levantó en armas al mismo tiempo que entraba en vigor el TLCAN; en 2000 la gente creyó y promovió una alternancia; en 2006 un nuevo fraude; y por último en 2012 la ilusión de que la gente aprende de sus errores. Pero no. Los ciudadanos mexicanos hemos protestado, votado, respaldado causas sociales, creído en alternancias democráticas fallidas. Nunca hubo pasividad, pero los dueños del poder y el dinero hicieron oídos sordos a los reclamos ciudadanos.
López Obrador ha podido aglutinar esa frustración y enojo para encauzarla en organización social popular. “Solo el pueblo puede salvar al pueblo”, decían los revolucionarios hermanos Flores Magón a principios del siglo XX. Y López Obrador le añadió: “solo el pueblo organizado puede salvar a la nación”. Este es el mérito de AMLO. Durante doce años construyó la organización social, recorriendo por lo menos tres veces todos y cada uno de los municipios del país. Levantó comités de base, formó un partido político, escuchó a las personas y las vio cara a cara. Pasó de hablar en mítines de un millón y hasta dos millones de personas (2005-2006) para después de dos derrotas electorales seguir conversando en comunidades apartadas con 200, 300 personas. Se cayó y se levantó. Y con él todo el movimiento. “Nos caímos, y nos levantamos, volvimos a caer y nos volvimos a levantar”, dijo el domingo en un Zócalo repleto, que mezclaba el júbilo con la incredulidad, la felicidad con el alivio y la melancolía.
“Juntos haremos historia” era el lema de esta su tercera campaña. La tercera es la vencida, dicen. Y lo fue. Demos pues el paso a la historia, a hacerla juntos, en comunidad. Que empiece la cuarta transformación del país. No es una tarea de López Obrador, debe ser una causa colectiva porque los retos serán hercúleos después de la ruina de país que nos entrega el periodo neoliberal. En su labor de reconstrucción y reconciliación nacional, no está solo. No debe estarlo. Cada quien en nuestras trincheras aportaremos nuestra granito de arena y estoy convencido que incluso más allá de ideologías debido al momento tan crítico que vive el país y que el proceso electoral mostró con contundencia.
Empecemos pues. Pero por el bien de todos, primero los pobres.
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