Por: Ariel Goldstein
Escenarios de mayor adversidad se avecinan para el gobierno de Dilma Rousseff. La reciente declaración del vicepresidente, Michel Temer, perteneciente al Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), de que este partido, principal aliado del PT en el Congreso, concurrirá con un candidato propio a las elecciones presidenciales de 2018, así como la declarada oposición de Eduardo Cunha –presidente de la Cámara de Diputados y líder pemedebista– frente al gobierno, manifestando su intención de que el conjunto de su partido vaya hacia allí, evidencian nuevas dificultades para la coalición de gobierno. La pragmática alianza entre ambos partidos estuvo constituida desde el inicio sobre la base de beneficios mutuos, donde el PMDB aportaba su amplia representación regional en el Parlamento, clave para la aprobación de proyectos y para garantizar la gobernabilidad en un “presidencialismo de coalición”, y los gobiernos de Lula y Dilma proporcionaban a este partido cargos y ministerios estatales. Este fue el intercambio pragmático que establecieron a partir de 2005 el PMDB y el PT, guiados por las necesidades de este último de preservar el poder y evitar la repetición de esquemas de alianzas con pequeños partidos, que habían llevado al mensalao, la gran crisis originada por acusaciones de corrupción al comienzo del gobierno de Lula en el año 2005.
Con las manifestaciones de junio de 2013 como punto de inflexión, y el interés de Rousseff de traducir las demandas de cambio en una reforma política, comenzaron a evidenciarse las tensiones de esta “alianza pragmática”, dado que el PMDB buscaba evitar cambios en el sistema, ya que sobre el actual Parlamento fragmentado, las listas abiertas de candidatos a diputados y las donaciones de campañas privadas, se asientan las bases de reproducción de su poder partidario.
Las nuevas tensiones entre ambos partidos son también expresión de una grave crisis que comenzó en la campaña electoral de 2014 y que no se ha saldado hasta ahora. En aquella campaña, con la polarización entre Aécio Neves, el candidato del PSDB, y Dilma, afloró un odio antipetista inédito en los últimos años, y el triunfo electoral por escaso margen de Rousseff no pudo oficiar como un momento de legitimación contundente de su gobierno. Desde entonces, marchas y contramarchas se multiplicaron, siendo la calle escenario de disputa entre quienes demandaban el impeachment (juicio político) a Dilma y quienes procuraban con críticas manifestar su apoyo al gobierno. A su vez, el ajuste económico ortodoxo que está siendo aplicado por Joaquim Levy, el ministro de Hacienda, restringe los márgenes de acción del gobierno y crea una disolución de las expectativas de mejora en el corto plazo, lo que ha producido la desilusión y las críticas por parte de los propios partidarios del gobierno, incluyendo al ex presidente Lula, quien ha señalando que el gobierno no está creando esperanzas hacia el futuro.
El PMDB, partido postideológico y pragmático por excelencia, huele la debilidad gubernamental y comienza a construir jugadas posibles para situarse nuevamente del lado de los ganadores en caso de que éstos no sean próximamente los líderes del actual gobierno. A su vez, intenta por distintas vías profundizar la crisis del gobierno de Dilma, ocluyendo las iniciativas que la presidenta plantea y extorsionando para obtener cada vez más cargos como contraparte de su apoyo. Cuanto más débil esté el gobierno de Dilma, más podrá beneficiarse el PDMB de su capacidad extorsiva.
Como toda crisis, ésta podría ser una oportunidad para redefinir el perfil de la coalición del gobierno, pero eso tampoco sería fácil, considerando que sus otros posibles aliados están a su derecha y tienen menos influencia, y tampoco hay mucho éxito en las convocatorias de la calle.
Ariel Goldstein, Instituto de Estudios de América latina y el Caribe.
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