Por: Enrique Foffani
Poeta, novelista, profesor y uno de los críticos y ensayistas más destacados de Uruguay de las últimas décadas, Hugo Achugar viene analizando, desde las últimas décadas del siglo XX, con consecuente firmeza, el espesor de las sucesivas fases de la modernidad latinoamericana. Agudo observador de las contiendas locales frente a las demandas globales y de las manifestaciones artísticas que cohabitan y se rozan con la historia de la carencia y las exclusiones sociales. Con una actitud permanentemente aggiornada, su ensayística retoma la línea de pensamiento de aquellos intelectuales como Bello, Sarmiento, Martí, Darío, Rodó, Henríquez Ureña que cultivaron la mirada continental sin desatender el mundo ni sus bibliotecas y sus múltiples tiempos coexistentes. Este quizás sea el rasgo más uruguayo de su escritura: estar con los oídos y los ojos puestos en la escena contemporánea. Hay en Achugar la figura de un crítico dandy: su elegancia en el vestir se traslada a la elección estética de los títulos de sus libros. Una y otra vez ha hurgado en las tramas de las desigualdades que, en el marco del Neoliberalismo, nos muestran la situación real de los otros, una problemática central en la historia del continente desde 1492 que atraviesa sus trabajos críticos y persiste incluso en su último libro que acaba de salir en estos días publicado por la editorial cordobesa Eduvim: Piedra, papel o tijera: Sobre cultura y literatura en América Latina, cuyo título se inspira en un juego japonés de las artes marciales.
Hay todo un derrotero crítico desde sus libros tempranos –como Poesía y sociedad y el estudio ideológico de la narrativa de José Donoso– a la que conforma sin lugar a dudas su trilogía crítica en la que leemos su apuesta más fuerte, a saber: La balsa de la medusa, La biblioteca en ruinas: Reflexiones culturales desde la periferia y Planetas sin boca: Escritos efímeros de arte, cultura y literatura. Escritos entre 1992 y 2004, estos ensayos giran alrededor de la “modernidad periférica” pero, puesta sagazmente bajo su ojo crítico, esta noción es objeto de una corrección y un sentido menos falaz: se trata de la modernidad en relación con la periferia de la periferia, una doble vuelta de tuerca que complejiza los contactos que se tramitan con el centro y los de éste con ese otro cordón periférico en el que habitan –para decirlo con la película de Buñuel– “los olvidados”.
Pero hace un año y medio, Achugar publicó en Montevideo, en Estuario editora, que se distribuye en estos días en Buenos Aires, un libro impactante: Habla el Huérfano. No es sólo el relato de una primera persona sino de varias: la del escriba que deja constancia de lo narrado y la de muchos otros incluyendo otra, Juana Caballero, su heterónimo femenino que firma una de sus novelas Cañas de la India y que aparece también como epígrafe de Planetas sin boca. Hay un Huérfano que intenta constituirse como sujeto en el vacío del lenguaje: en el fondo qué es el yo sino el sitio de una orfandad. ¿De quién se es Huérfano? ¿El Uruguay, abandonado por el padre de la patria que se va al Paraguay? Se trata del hijo que le reclama a ese otro gran padre ausente: Dios mío Dios mío por qué me has abandonado? Este es lo que sobrevuela todo el relato: la cuestión de la paternidad, del principio de autoridad y de la función que cumple en diversos momentos de la cultura. ¿Todo padre es abandónico? ¿De qué falta el sujeto es huérfano? ¿Cuál ausencia lo vuelve tal? Sólo se es Huérfano de los padres o también puede alguien serlo de sus propios hijos, de los amigos, de las personas que ama?
Habla el Huérfano es un relato que nos recuerda ese potente apóstrofe del Habla, memoria de Nabokov sólo que ahora –aparte del diario doloroso que leemos en él y en el que escuchamos ecos de otro diario de otro crítico uruguayo: Angel Rama– habría una memoria personal entretejida entre las ideas críticas directrices que buscan pasarse en limpio y encontrar la carnadura de propio tiempo presente, cuyas reglas del juego han cambiado de manera absoluta. De allí que se escriba en caliente, con pena y sufrimiento, y especialmente con bronca, con mucha bronca –una palabra que se repite a lo largo del libro– lo que, en cierta medida, arrastra tras de sí la canción de protesta y con ella sin más los años 60, a los que enfáticamente uno de los tantos yoes del libro confiesa haberlos vivido y haber sido testigo veraz de esa década. Después vendrá la dictadura y Hugo Achugar como otros escritores e intelectuales del Uruguay deberá exiliarse y lo hace en Venezuela, pero el inicio –nos cuenta– es en Argentina. “En septiembre de 1974 fui a Buenos Aires por el fin de semana, el día antes de volver me avisan que el ejército me había ido a buscar y que no volviera. Una poeta amiga, Nancy Bacelo que conocía al dueño de una librería, le pidió que me ayudara. Eso me convirtió por unos seis meses en vendedor de la librería NORTE y me dio el placer de conocer ese memorable ser que fue el poeta Héctor Yanover”.
Quiero empezar con Habla el huérfano y reflexionar sobre la teoría del fragmento –teoría moderna si la hay desde el primer Romanticismo alemán que la inaugura–. En este libro precisamente lo fragmentario está en diversos registros y parece derivar hacia una teoría del sujeto como huérfano. En tu poesía has venido insistiendo en un sujeto desmoronado, fracturado.
-El fragmento es central: en mi escritura, en mi pensamiento, en mi vivencia de vida. Quizás tenga que ver con la escisión del yo, también la de los grandes relatos. Todo relato es de algún modo un fragmento. La quevradura es una marca de origen que muchos llevamos en el ADN, aunque no siempre nos demos cuenta. Hay varios sujetos: nosotros, los otros y los que se entrometen o no identificamos. Creer que uno dice todo es un engaño. Nunca nadie dice todo, ni aun deseándolo intensamente. No sé si por eso surge el humor, en mi caso más la ironía, que es un escudo. Algo que me permite jugar, ser otro, representar lo que desearía ser. Poca gente entiende mi humor. La mayoría solo alcanza a ver depresión, melancolía. No es así, jugué con títeres y soldaditos desde muy niño. También a inventar personajes. Después tuve que ser lo que los otros querían: hijo de, esposo de, padre de y lo otro. Fui muchos en mi vida y mi escritura. No me arrepiento. A veces siento que “yo es un otro”.
Te referís a la agramaticalidad que inaugura Rimbaud pero justamente en esa línea, estaría la ironía y el enorme potencial lúdico de la ficción que el arte despliega a través de los mundos imaginarios. Hay dos caras en el libro: de un lado esa ocurrencia gozosa de poner en diálogo a Mafalda con el Che y, del otro, aserciones muy duras como “La escritura destruye”.
-No te olvides de Duchamp y Rrose Selavy. No hay escritura sin ficción, ya sea poesía, novela, ensayo, crítica, memoria o autobiografía. El diálogo entre Mafalda y el Che es una posibilidad que me divierte, pero que funcionó en mi generación. Por otro lado la escritura construye y destruye. El discurso o relato es creación y destrucción, memoria y olvido. Hay recuerdos que me van a perseguir más allá de mi muerte. Hay olvidos que me permiten vivir este día a día. No solo estos tiempos de pandemia sino los otros, los que me fueron construyendo / demoliendo hasta alcanzar esta constelación de máscaras que soy.
A propósito de las máscaras del yo, Tamara Kamenszain en su reciente Libros chiquitos escribe una frase muy sugestiva cuando analiza el último libro de Josefina Ludmer Aquí América Latina. Una especulación: dice que se trata de un texto escrito con “ganas de recalar en la primera persona”. En Habla el Huérfano ¿el yo no es una manera más ebria y más creativa de hacer recalar tus ideas críticas en relatos de primera persona?
-Puede ser. El yo o mis yos son parte de mi escritura. Los llevo conmigo desde cuando tuve que aprender a escapar de etiquetas o del bullying. Mis viajes no han sido ni épicos ni gloriosos. Han sido recorridos rebotando ante lo que otros decían que era o me obligan a ser. De ahí la bronca. La que siempre tuve y ahora decidí asumir desde una primera persona múltiple, ¿fragmentada o disociada? No lo sé. La prepotente escritura impersonal es además de autoritaria, cobarde y propia de una época de certezas que ya no tiene sentido.
Ante el paisaje contemporáneo de la incertidumbre –otra de las palabras-clave de tu ensayística– el uso de la primera persona consigue conjugar un tiempo de un modo más real, con menos mediaciones, y más vulnerable. ¿El personaje del Huérfano se identifica con tales conclusiones?
-No sé si el Huérfano se identifica con esas conclusiones, habría que preguntárselo a él. Yo o el escriba creemos que aspiraban a ser irónicos. Pero los lectores/ los escuchas son los dueños de la interpretación. Uno cree dibujar un mandala o un laberinto y no sabe si lo que hace es uno o lo otro.
La orfandad campea incluso en la poesía, como en ese pooema que Rep convirtió en comic.
–A Rep lo conocí por su magnífica intervención en el Centro Cultural de España en Montevideo. Teníamos en común la amistad con Adolfo Nigro, quien había ilustrado Hueso quevrado. Le dimos un ejemplar y años después, Rep publicó “El niño azul” una tira de mayo de 2015 en Página 12. El Huérfano, este que habla y escribe, es un personaje sin descendencia. Es padre y abuelo. Fue/es hijo. Pero su orfandad es otra.
Hay un gesto que aparece en todos tus textos críticos y es el modo en el que lográs extraer de la literatura las herramientas para pensar, por ejemplo, la política del presente.
-Sí. Me interesa leer el pasado y el presente en clave de pistas teóricas para entender lo que estamos viviendo y lo que se nos viene. Me ocupa y preocupa el presente y más el futuro; la llamada “singularity” que anuncian para dentro de unas décadas. Yo, robot de Asimov (1950) aparece al comenzar la Guerra de Corea cuando el Río de la Plata ingresa en la decadencia. ¿Por qué Asimov? Porque describe el huevo de la serpiente que se está instalando entre nosotros. No soy distópico, pero no creo que tengamos una cabal comprensión del futuro. ¿Qué relato estamos construyendo para lo que se viene? ¿No será hora de pensar colectivamente en lugar de pelearnos con paradigmas de pasados que comienzan a desaparecer? “Todo lo que es sólido se disuelve en el aire, todo lo que es sagrado será profanado”, dijo alguien que ya casi nadie cita.
De las relaciones siempre conflictivas con el mercado, el arte puede sustraerse de alguna manera como bien analizás en los casos de Cabrerita o Arthur Bispo do Rosario que vivieron décadas de sus vidas en hospitales neuropsiquiátricos e hicieron una obra deslumbrante. ¿Acaso el arte, la creación humana, es la única resistencia a la muerte, un lugar donde habitar sin violencia?
-¿Habitar sin violencia? No sé. El arte es también violencia o fue entendido como un acto de violencia. Hay muchos modos de resistir a la muerte. No tengo ninguna duda de que el arte es un espacio de libertad. Quizás el mayor y más puro ámbito en que podemos ser libres. O, al menos, creernos libres porque escapar a los demonios que nos habitan no siempre se logra. Vivimos con límites, censuras, pasados, impulsos que, sin darnos cuenta, nos impiden ser plenamente libres. Nuestras elecciones políticas, nuestro ser más íntimo, nos juegan muchas veces en contra. El arte o lo que llamamos arte es lo único que nos permite ser libres. Por eso en Habla el Huérfano hay muchas voces, muchos juegos. Arte, juego y libertad han sido sinónimos en mi vida.
En tu último libro, revisás y reescribís muchos de los temas de tu trilogía crítica, retomando tus problemáticas centrales –las transformaciones de la modernidad, la cuestión de la memoria, el rol de intelectual-. En lo que va del siglo XXI en un paisaje tecnológico tan distinto del de hace apenas unas décadas, ¿cómo será el rol del intelectual?
-Hoy, frente a los cambios tecnológicos y a la pandemia parece que estamos obligados a revisar, a repensar todo de nuevo. No sólo el rol del intelectual sino también el de las humanidades, las ciencias sociales y los proyectos políticos. ¿Siguen vigentes los fundamentos teóricos que nos alimentaron o formaron hasta estos años? No estoy seguro. Creo que el cambio es demasiado grande y que el intelectual tradicional, a no ser que se reinvente, tenderá a ser dejado de lado. Pienso, siempre pensé que la creación no era ajena al pensamiento teórico ni a la labor crítica ni a la acción social o a la intervención en los problemas del mundo. Por eso mismo, hay que revisar los paradigmas, todos los que hemos defendido y ver cuáles siguen teniendo sentido y cuáles no. No le tengo miedo a la creación y mucho menos al ensayo y otras formas híbridas de escribir o pensar. Sí me aterran los que siguen con un viejo balde en la cabeza y vaya a saberse por qué no se animan a pensar lo que ese algo o esos algunos, les impiden pensar. No quiero nombrar, “al que le caiga el sayo, que se lo ponga”.
En un momento cuando comentás el poema de José Emilio Pacheco “Ya todos saben para quién trabajan”, te hacés una pregunta muy desafiante: ¿hoy por hoy para quienes trabajan los intelectuales? ¿La revolución tecnológica afecta la independencia del rol de los intelectuales? ¿Cómo contrastar este momento con otros de nuestra historia cultural de América Latina?
-El poema de José Emilio Pacheco fue importante a fines de los 60 cuando lo leí y todavía tiene sentido. Sin embargo, hoy son otros los personajes o las grandes empresas para quienes trabajamos o simplemente les entregamos nuestro trabajo para que los transformen en algoritmos. No sé si la revolución tecnológica afecta la independencia de los intelectuales. Creo que es más grave: pienso que nos simplifica o nos sustituye hasta ser sustituidos por la gran enciclopedia del Siglo XXI, Wikipedia. ¿Para qué leer si lo podés encontrar digerido en ese artefacto que se entiende como democrático –quizás lo sea- pero la mayoría de las veces es la negación de la reflexión? Hay una larga historia en América Latina de quiebres –la independencia, el comienzo del siglo XX, la revolución cubana, las dictaduras de los setentas, la vuelta a la democracia, los desencantos y ahora esto que estamos viviendo. En todas esas épocas hubo hombres y mujeres que pensaron y que no fueron escuchados o los/las silenciaron. El pensamiento libre, la creación y las “performances” –todas ellas– son antecedentes del desafío del presente.
Nunca te apartás de la larga tradición del ensayo crítico de América Latina. Hace unos años Rafael Gutiérrez Girardot desmentía la ratio eurocéntrica acerca de la inexistencia de una tradición filosófica en el continente americano proponiendo que el ensayo y la poesía encarnaban ese supuesto vacío. En esa línea pero con paradigmas epistemológicos distintos Roberto Fernández Retamar reclamaba el derecho de los latinoamericanos al discurso teórico. ¿Cómo se inserta tu propuesta del “balbuceo teórico latinoamericano” en esta tradición y cómo también se aparta de ella?
-Girardot, Retamar, Rama, Cornejo y muchos más –Jorge Luis Borges o Juan Carlos Onetti- son parte de un conjunto en el que hay que incluir desde Sor Juana de la Cruz hasta las mujeres que hoy marcan la cancha con particular fuerza. Me he nutrido y me nutro de todos y todas. Eso no significa que los repita o que no tenga matices con ellos y ellas. Pero he aprendido, por eso reivindico lo que llamo “el balbuceo teórico latinoamericano” porque es un lugar descentrado o negado por popes y papisas de América Latina –aquí y afuera- que juegan otros juegos. Mi énfasis en el “balbuceo latinoamericano” es una provocación, pero sobre todo es la reivindicación del discurso del Otro, de los muchos y heterogéneos otros. Aquellos a quienes no se les permite hablar o se descalifica cualquier cosa que digan o peor borren sus palabras, sus acciones, sus vidas como ha ocurrido en nuestros países y también en casi todo el mundo desde hace siglos.
Piedra, papel y tijera se cierra con un ensayo deslumbrante sobre los últimos días de José Enrique Rodó en Italia. Al comienzo de Habla el Huérfano hablás de La muerte de Rodó, la novela que venís prometiendo desde hace mucho tiempo. Y transcribís una frase de Rodó que tiene una vigencia tremenda, como si él mismo entrara cómodamente al siglo XXI, de hecho te preguntás: “¿Está muerto Rodó?”. La cita es “La experiencia del pasado no puede cooperar en la previsión del porvenir”. Uno se pregunta ¿qué pasa entonces con la memoria, qué validez tiene?
-La experiencia del pasado por sí sola no lo puede. Porque, ¿de qué pasado hablamos cuando nos referimos a él? La historia oficial ya mostraba que detrás de ciertos relatos hay muchos muertos o relatos silenciados. La memoria nos puede salvar si se acepta que no hay una única memoria sino múltiples memorias. O, parafraseando a Andrea Giunta, no hay una única memoria dominante y otras –las nuestras- periféricas; lo que hay son memorias simultáneas. Sobre ellas –convertidas en campos de batallas- están muchos, muchas, otros Otros peleando por construir un relato, EL relato. Las batallas por la memoria son indispensables si no para prevenir el porvenir, al menos para que los eventuales futuros no nos encuentren desarmados o desamparados. Recordar no significa repetir el pasado. En el recordar está el modo de ayudar a cambiar los errores del pasado frente a los posibles o probables futuros que se nos vienen encima.
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