Por: Alejandro Pedregal
El historiador Antonio Espino López ofrece en su libro «La invasión de América» (Arpa) la mejor y documentada cura contra la imperiofilia.
Pedro Cieza de León, cronista de la conquista hispana de América, dejó escrito que prefirió omitir en sus textos referencias a la crueldad empleada porque, de lo contrario, aquello sería un “nunca acabar si por orden las hubiese de contar, porque no se ha tenido en más matar indios que si fuesen bestias inútiles”. Otro cronista, Jerónimo de Mendieta, señaló que “trataban a los indios con tanta aspereza y crueldad, que no bastaría papel ni tiempo para contar las vejaciones que en particular les hacían”. Por su parte, Gonzalo Fernández de Oviedo testificaba que “tampoco hubo castigo ni reprensión en esto, sino tan larga disimulación, que fue principio para tantos males, que nunca se acabarían de escribir”. Estas referencias y muchas otras aparecen en La invasión de América, obra de Antonio Espino López, catedrático de Historia Moderna en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), publicada por Arpa.
Espino López hace en ella una relectura de la conquista de América desde el marco de la moderna Historia de la Guerra (New Military History), centrada en la violencia, destrucción y saqueo durante aquel dilatado proceso de dominación. Cargado de una rigurosidad metodológica magistral, gracias a un uso minucioso de las fuentes primarias, la recuperación, revisión y ampliación de La invasión de América —cuya versión previa apareció como La conquista de América: una revisión crítica en RBA hace casi una década— se nos presenta hoy como el mejor de los antídotos contra la decadente “imperiofilia” que abunda en una parte de la producción editorial reciente.
Así, frente a este supremacismo victimista que aún domina muchos de nuestros imaginarios, el libro de Espino López permite advertir cómo la codicia ensayada con anterioridad en la conquista de Al-Ándalus y las Islas Canarias, cruzó el Atlántico para exportar una crueldad de grado extraordinario para la historia humana, de igual modo que despertó una resistencia también extraordinaria entre los diferentes pueblos indígenas del continente.
El prólogo de tu libro arranca con referencias al trabajo de Enrique Dussel y Edmundo O’Gorman. ¿Qué significación tienen voces como las de estos pensadores para la historiografía de la invasión de América en general, y la tuya en particular?
Son voces muy inspiradoras, en general, para todos los que nos dedicamos de una u otra forma a los asuntos de América. La referencia a O’Gorman es importante por cuanto fue de los primeros en reflexionar acerca del hecho de cómo la nueva realidad americana era entendida en la vieja Europa. O, en otras palabras, cómo la existencia de un nuevo continente, una nueva humanidad, cultura y civilización, en sus múltiples manifestaciones, fue entendida a su manera por los europeos, con todos sus prejuicios y limitaciones intelectuales, propias de la época. De ahí su brillante idea de que, más que descubierta, América hubo de ser inventada por ellos. Porque como no entendían cabalmente buena parte de la realidad que observaban, difícilmente podían interpretarla de manera correcta o coherente. Luego, hubieron de hacer un esfuerzo intelectual poderoso para darle sentido a lo observado, pero siempre en función de sus intereses últimos. Y en cuanto a Enrique Dussel, se destacó mucho desde fines de la década de 1980, cuando nos acercábamos al famoso Quinto Centenario en 1992, a la hora de reivindicar lo que efectivamente ocurrió en ese año que se conmemoraba, 1492, a la par trágico y luminoso, según con el color del cristal con el que se mirase, que diría Samaniego: ¿fue el descubrimiento de algo ya descubierto por sus habitantes, o más bien una invasión en toda regla del continente y sus habitantes? Como puede colegirse, en especial en el caso de Dussel, ambos han sido una fuente de inspiración para mis clases en la UAB y para este libro que comentamos y otros trabajos, en definitiva.
Recientemente ha habido una extensa producción editorial de pretendida “revisión” historiográfica sobre la invasión de América, para recuperar argumentarios algo manidos, en especial en lo relativo a la llamada “leyenda negra” y los supuestos beneficios de la colonización española en comparación con la de otros imperios. ¿Cuál es el origen de esta controversia y a qué se debe este interés editorial? ¿Dónde se sitúa tu trabajo en este debate?
En realidad, no ha habido revisión historiográfica, ni, por lo tanto, controversia o debate. Si aceptamos que las posiciones de determinados “ensayistas” —que, vaya casualidad, ninguno de ellos es historiador de formación— parten de una ideología retrógrada, del derechismo más infame en unos casos, trufado de complejo de inferioridad y animadversión por lo británico, y en otros casos son fiel reflejo del rancio nacional-catolicismo de corte franquista, estaremos de acuerdo en que sus trabajos son en realidad panfletos de dudosa calidad historiográfica, fruto de la necesidad de hacerse con el control de la memoria histórica aplicada a los asuntos americanos, en el caso que nos ocupa.
Desde hace unos años, los sectores más conservadores de la sociedad se han lanzado a toda una ofensiva, tanto en los medios de comunicación, redes sociales, el mundo editorial, los medios audiovisuales y demás, para intentar convencer a cuantas más personas mejor de un pasado idílico con respecto a la actuación hispana en las Indias. Es notable cómo buena parte de su argumentario se centra en el hecho de recuperar la “Historia” de las garras de determinados académicos, quienes, desde el presentismo más abyecto, malinterpretarían el glorioso pasado imperial, intocable e inmaculado, a causa de su ideología, por supuesto izquierdista.
Como si en todo este ejercicio de manipulación de la Historia que han sacado adelante autores como Marcelo Gullo o, en especial, Elvira Roca Barea, no tuviesen muy en cuenta su presente ideológico e intereses espurios. Como el de muchas editoriales, que no tienen escrúpulos en publicar según qué productos. Por lo tanto, interpretar que existe un debate de corte historiográfico con semejantes autores a lo único a lo que contribuye es a concederles un estatus de historiadores que, en realidad, y por múltiples motivos, no merecen.
Pero aquí entraríamos en sutilezas intelectuales que el público en general no está demasiado preparado, salvo excepciones, para entender. Por ello los mensajes que estos ensayistas lanzan, para calar deben ser simples, claros, contundentes y que no admitan la controversia. Es decir, son mensajes que falsean la realidad. Pero lo tienen muy fácil, pues la mayor parte de las personas que se acercan a estos ensayos están predispuestas no a aprender y a ser formadas en tanto en cuanto puedan transformarse en espíritus críticos, sino a reafirmarse en sus ideas preconcebidas.
Así, el imperio español era positivo, generador de cultura y orden civilizatorio, aportaba elementos positivos —lengua, religión, civilización y tecnología—, en ningún caso fue un imperio explotador. O bien afirmar que las tierras americanas adquirieron el estatus de Reinos de Indias, que nunca fueron colonias como tales. Una afirmaciones que tergiversan la auténtica realidad vivida, en especial, por los aborígenes a lo largo de los tres siglos en los que imperó el sistema colonial hispano. Dan ganas de que las personas que afirman tales barbaridades gozasen, al menos por unos días, no seamos crueles, de las “ventajas” que vivieron los aborígenes, por ejemplo, mientras trabajaban en la minas de Potosí.
En tu libro haces un especial énfasis en el uso de fuentes primarias, crónicas de la conquista que estremecen por la crudeza de su relato y contrastan con muchas de las tesis que abundan en esa reciente producción editorial supuestamente “revisionista”. ¿Cómo percibiste la relevancia de estos materiales a la hora de desarrollar la tesis de tu obra y cómo trabajaste con ellos?
Como digo, no son revisionistas. En todo caso, el revisionista lo sería yo, porque frente a un americanismo que, durante tanto y tanto tiempo, negó la existencia de crueldades extremas en el momento de la invasión, conquista y posterior control de las personas y las tierras de Indias, mi planteamiento busca, justamente, resaltar los fenómenos asociados con la violencia. Mi interés principal es investigar lo que yo llamo una “cultura de la violencia” en la invasión y conquista de América que hunde sus raíces, como mínimo, en la tradición expansionista de Roma, sin hacer distinciones entre la época republicana y la época imperial.
Me he centrado en demostrar cómo, territorio a territorio, caudillo conquistador tras caudillo conquistador, se aplicaron unas técnicas muy determinadas para domeñar a grandes multitudes cuando aquellos que ejercerán la violencia son pocos: además de buscar la alianza político-militar con determinados elementos o grupos endógenos, el uso extenso del terror, la crueldad y la violencia extremas estuvo a la orden del día.
Y son claves para entender cómo se pudo invadir primero y, sobre todo, derrotar las resistencias una vez se inició el proceso de conquista y posterior colonización. Y para llevar a cabo mi tarea, aparte de numerosos informes de juristas, teólogos y demás funcionarios gubernamentales acerca de lo que estaba sucediendo, casi todos ellos muy conocidos y al alcance de cualquier investigador, también realicé una relectura profunda de todas las crónicas de Indias a las que he podido acceder, que son muchísimas, habida cuenta los fantásticos medios actuales de transmisión de cultura en todas sus manifestaciones que poseemos.
Y digo relectura porque estas crónicas se habían leído, pero olvidando casi todos los aspectos relacionados con los asuntos militares, y, en especial, los aspectos violentos, crueles, desagradables. Un poco, la sensación que uno tiene al leer cierta bibliografía es que, para muchos académicos, estas cuestiones son conocidas, pero es mejor no mencionarlas demasiado, no rememorar viejas cuestiones poco agradables. Se había pasado de puntillas sobre estas temáticas desde hacía demasiado tiempo, y yo, que provengo de la Historia Moderna y, más en concreto, de la Historia de la Guerra y de la Violencia, me he decidido por transformarlas en mi objeto de estudio principal de los últimos años.
Señalas la conquista de Al-Ándalus y las Canarias como precedentes directos de los métodos de violencia que se impondrían en la invasión de América. ¿Qué significado tuvieron estos antecedentes y cómo sirvieron para desarrollar los métodos de guerra que se implantaron?
Tanto la conquista del reino nazarí de Granada como la conquista de las Canarias fueron laboratorios donde depurar las técnicas bélicas asociadas con la guerra de frontera en el primer caso, y con la utilización de técnicas aterrorizantes de una manera más clara en el segundo. Porque en la guerra de Granada, de alguna manera, el rival podía plantear una contienda con un nivel de desarrollo bélico parecido, unos encuentros de tú a tú, si bien los ejércitos de los Reyes Católicos, sin ir más lejos, gozaron de los beneficios de la nueva artillería de campaña.
En cambio, la conquista de las Canarias incluiría los asaltos a las diferentes islas por parte de compañías armadas que, con un número en general reducido de tropas, hubieron de enfrentarse a los habitantes originarios. Y en esos casos se emplearon a menudo las técnicas habituales de una invasión en la que el uso del terror y la violencia extrema fueron sistemáticas. Con la experiencia adquirida, sobre todo en las conquistas de las islas Canarias, pero también en diversos asaltos en tierras del Norte de África y en las razias habituales de la guerra de frontera practicada en Granada, cuando las huestes hispanas se posicionaron en las Antillas, y no olvidemos que eran grupos no de soldados del rey, pero sí grupos de voluntarios militarizados, comenzaron a desarrollar unas tácticas que a lo largo de todo el siglo XV se habían demostrado que funcionaban. Y, a su vez, una vez depuradas estas técnicas en las Antillas y en Panamá, posteriormente se pusieron a disposición de todos aquellos que se implicaron en las restantes conquistas de los territorios americanos.
¿Qué diferentes y distintivos métodos de violencia se desarrollaron en la invasión de América? ¿Cómo evolucionaron a lo largo del extenso proceso de conquista y saqueo?
El uso extenso de los perros de guerra fue notorio. Se utilizaron en las Canarias y de allí pasaron a las Antillas y Panamá. En general, las jaurías de perros (mastines, alanos…) causaban terror entre los indios, en especial cuando se ejecutaba a las personas, que no podían defenderse al tener sus manos atadas, mediante el desgarramiento de sus cuerpos por la acción de las mandíbulas caninas. Ese terrible espectáculo, presenciado forzosamente por los miembros de la comunidad, hubo de tener consecuencias psicológicas en ellos fácilmente entendibles. Lo más habitual es que se castigase de esa forma horrenda a los caciques que se mostraban poco colaboradores con el nuevo régimen colonial hispano. No es una técnica propia para hacer la guerra, es una técnica propia para asegurarse el acatamiento total y absoluto de la población con respecto a las nuevas reglas. O bien para reprimir revueltas y demás desordenes contra la nueva autoridad.
Asimismo, se castigó con la hoguera, o el ahorcamiento, en especial en los primeros tiempos, tanto en las Antillas como en Panamá por motivos similares al uso de los perros, conocido como aperreamiento. Hernán Cortés quemó más gente que no la aperreó, aunque también lo hizo; pero también usó el corte de manos o las masacres. No dudó en masacrar a los habitantes de diversas localidades cuando lo estimó oportuno, y vendió y/o entregó como esclavos a los supervivientes, sobre todo a las mujeres, que solía repartir entre los miembros de su hueste.
Pero también quemó a ciertos príncipes y, sobre todo, a los sacerdotes de un culto pagano y demoníaco, sacrificadores de hombres, como el mexica. Así se podía justificar cualquier cosa. En el caso de Perú, más que Francisco Pizarro, fueron sus hermanos, Gonzalo y Hernando Pizarro, quienes hicieron un uso extensivo del corte de manos de los prisioneros para desmoralizar al contrario. Lo mismo se hizo en Chile, donde las cotas de atrocidades fueron paralelas a la resistencia bélica de los indios. Y en otros lugares como Nueva Granada (Colombia) o Venezuela también se usaron todas estas técnicas, incluyendo el empalamiento. Conquistas como las del Yucatán o la de Nueva Galicia también alcanzaron altas cotas de salvajismo.
Frecuentemente se ha asimilado el exterminio de las poblaciones nativas a la exportación involuntaria de patógenos y enfermedades europeas por los conquistadores. Sin embargo, como muestras en tu libro, este argumento deja fuera muchos condicionantes del grado de explotación que se impuso sobre la población indígena. ¿Cuáles fueron estos?
Por un lado, estuvo el uso mucho más extendido de lo que se había considerado de la esclavitud de los aborígenes. Y ahí estaría bien que ensayistas como Roca Barea o Gullo comentasen un libro como el de Andrés Reséndez, La otra esclavitud. Historia oculta del esclavismo indígena, quien afirma que, desde 1492 y hasta fines del siglo XIX, en los viejos territorios del imperio hispánico hubo entre 2,5 y 5 millones de esclavos indios; unos indios que estos ensayistas y sus acólitos nos los presentan como súbditos de la Monarquía Hispánica, al menos hasta el final de la colonia, en igualdad de derechos con respecto a los súbditos europeos de la misma. Y por otro lado, sobre todo, tendríamos la aplicación de los diversos sistemas de extracción de fuerza de trabajo no remunerada, o escasamente remunerada, de las comunidades aborígenes, con la encomienda en sus diversas modalidades: la mita peruana, el coatequitl mexicano y demás.
Los excesos a los que se sometía a las poblaciones aborígenes fueron tales que, una vez que llegaron además las enfermedades, los agentes patógenos actuaron con ventaja sobre unos cuerpos masacrados por el exceso de trabajo, la falta de sustento y, además, por la ausencia de perspectivas de futuro. En un mundo en el que los Dioses mueren, es lógico que los cuerpos también se marchiten. Y justo entonces llegaron las nuevas enfermedades que cursaron en forma de epidemia. Llovía sobre mojado. Los excesos a todos los niveles del primitivo sistema colonial impuesto preparó el camino para que las enfermedades causasen aún mayor daño. Como dijeron J. C. Garavaglia y el malogrado Juan Marchena, el sistema colonial hispano fue, en realidad, la peor de las epidemias.
Dedicas una buena parte de tu libro a las resistencias con que las poblaciones nativas se enfrentaron a la invasión. ¿Cómo surgieron estas? ¿Qué diferentes formas adoptaron?
Hubo resistencia desde el primer momento y en todas partes. Todos aquellos que pudieron se resistieron militarmente a ser conquistados. Por lo tanto, la lucha a nivel más convencional existió en todas partes. Los fenómenos del tipo resistencia bélica triunfaron especialmente en aquellos territorios donde la población era nómada, pues la capacidad de moverse por territorios extensos siempre fue una ventaja para ellos. Así ocurrió en el norte árido de México, donde la resistencia de los llamados chichimecas apenas si se consiguió domeñar hacia la década de 1590. El interior del Yucatán solo se conquistó en 1697. Los mapuche o reches —grupo en el que se inscriben los araucanos— se mantuvieron en lucha hasta fines del siglo XIX, como ocurrió en la Pampa argentina, o con los chiriguanos entre Bolivia y Paraguay actuales. En cambio, el imperio mexica, si bien protagonizó una lucha heroica en la defensa de su capital, México-Tenochtitlan, se hundió muy rápido. No así el imperio Inca, pues la resistencia en el llamado Estado Neoinca del valle de Vilcambamba se prolongó hasta 1572. Pero hubo resistencia en las Antillas, donde numerosos caciques lucharon, algunos durante años, desde las montañas, practicando la típica guerra de guerrillas. Hubo grupos de esclavos africanos huidos, los cimarrones, que tanto en las Antillas, como en Panamá y otros lugares, también en Brasil, lograron resistirse al poder imperial europeo a veces durante varios años. Hubo una fuerte lucha contra los muzos, en Nueva Granada, con un uso extenso del terror y la crueldad para dominarlos. En general, en los lugares donde la presencia hispana era más reducida, y los terrenos más accidentados, los problemas planteados por los resistentes se multiplicaban. La voluntad de resistirse a los terribles cambios a todos los niveles que introdujo el sistema colonial hispano fue una constante.
Adviertes que las acusaciones que se hacen de presentismo a aquellas posiciones críticas con la invasión, pasan por alto que la idea de una supuesta heroicidad civilizatoria de la misma está cargada, aún más si cabe, de ese presentismo. Además, mientras la primera posición estaba presente en bastantes crónicas de la época, la segunda formaba parte de una justificación ideológica que se transcribe casi de forma inalterable hoy. ¿Qué ofrece una historia como la de la invasión de América para repensar y debatir la contemporaneidad? ¿Hasta qué punto se puede volver sobre un pasado como este para cuestionarnos por el presente y tener una mirada transformadora sobre el futuro?
La Historia de América nos ofrece muchos elementos para perfeccionarnos como sociedad hoy día. Sin ir más lejos, nos obliga a repensarnos como sociedad heredera de un imperio colonial, nos guste o no. Y ello implica que debemos asumir que buena parte de nuestros antepasados, unos u otros con mayor o menor índice de culpabilidad, por hablar en estos términos, instauraron en las llamadas Indias un régimen socio-económico basado en la explotación salvaje de unos, la mayoría, por unos pocos. Lo lamentable es que, en nuestra contemporaneidad, estamos asistiendo a episodios en los que el respeto por los derechos humanos brilla por su ausencia, en especial en las cuestiones laborales, de vivienda, educación, sanidad, el bienestar humano en general.
Poco a poco el sistema capitalista ha ido virando hacia formas que calificaría de pseudo-esclavismo, exactamente como pasaba en las Indias hace quinientos años. Que no seamos esclavos jurídicamente hablando no quita que en nuestra sociedad muchos conciudadanos, demasiados, a mi modo de ver llevan unas vidas más cercana a la esclavitud que a otra cosa. Por ello es muy curioso cómo algunos ensalzan un pasado imperial, pero libre de toda crítica, para proyectar unos supuestos “valores” cívicos hacia nuestro presente; valores que fomentan un sentido de patria excluyente, xenófoba, al tiempo que buscan en ese pasado supuestamente glorioso esos héroes que tanta falta hacen en un mundo como el suyo actual, pleno de gentes mediocres y sin escrúpulos, que pululan en el mundo de la política y en la administración de lo público.
Asimismo, un análisis del uso de la violencia en la conquista de las Indias, y el cuestionamiento de sus principales protagonistas, glorificados hasta hace muy poco como héroes sin contestación posible, nos debe ayudar como sociedad a replantearnos por qué se sigue otorgando al conquistador, a aquel que, en el fondo, impone sus criterios mediante el uso de la fuerza y acaba por destruir una civilización entera, el máximo reconocimiento de “héroe”. El primer paso, casi simbólico, ha sido en algunos casos destruir determinadas estatuas, el siguiente debería ser educar mucho mejor a nuestras sociedades haciéndoles conocer otros enfoques de nuestro pasado histórico. De seguro que, a consecuencia de ello, sus ideales políticos, su ideología en suma, también cambiará.
Comentario