Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.

La realidad tan complicada que nos rodea hace necesario reconocer que Brasil ha cambiado, y para peor, en los últimos diez años. Esto no es fácil para la generación más vieja de la izquierda, porque la decepción es muy grande. Ha habido muchos cambios objetivos, pero también subjetivos. En particular, estamos asistiendo a dos procesos dramáticamente graves:

a) Una adhesión al bolsonarismo de al menos cerca de la mitad de las capas medias de la clase trabajadora de entre 30 y 60 años, que tienen contratos, escolaridad e ingresos ligeramente superiores a la media y que son predominantemente hombres blancos.

b) Un distanciamiento o separación política entre partes de la clase trabajadora y los muy pobres, mayoritariamente negros.

Un mundo más peligroso

El mundo también ha cambiado y se ha vuelto más peligroso:

a) Una fracción de la burguesía brasileña, ante el fortalecimiento de China, exige un alineamiento incondicional con la defensa de la supremacía del imperialismo norteamericano.

b) Otra fracción de la burguesía brasileña es negadora de la crisis ambiental y hostil a la transición energética, que perjudicará temporalmente a los que descarbonicen más rápido.

c) Algunas fracciones se han volcado a la defensa de regímenes autoritarios que enfrentan la protesta popular, abrazando una línea nacional-imperialista.

d) Se observa un estancamiento económico económico, empobrecimiento y giro a la derecha de las clases medias.

e) La izquierda atraviesa una crisis sorprendente, que subestima el peligro real e inmediato de un neofascismo con peso de masas.

La necesidad de recuperar a la clase trabajadora

Este giro hacia posiciones reaccionarias e incluso neofascistas y la división de los trabajadores es un desastre político inconmensurable. No será posible transformar la sociedad si la izquierda no recupera a la mayoría de la clase trabajadora. La historia «enseña» que siempre habrá una parte del mundo del trabajo asalariado que se sentirá atraída por la dirección burguesa. Incluso cuando la relación social de fuerzas se invierta y una escisión irreconciliable entre fracciones burguesas favorezca un acercamiento entre sectores de la clase media y las causas populares, será inevitable que una minoría de trabajadores sea hostil a la izquierda. Sin el apoyo de una mayoría, que debe traducirse en organización y conciencia, será imposible que la izquierda abra el camino a las transformaciones necesarias, aunque gane las elecciones. No se trata de un cálculo electoral, sino de una apuesta estratégica.

Durante veinte años, la izquierda fue mayoritaria en el sector de la clase trabajadora con contrato, tanto en el sector privado como en la función pública, entre los años 1990 y 2013. Este era el núcleo duro original de la base social del PT. Asalariados que ganan más de tres veces el salario mínimo: metalúrgicos, profesores, trabajadores de la banca, del petróleo, etc. El lulismo ganó una mayoría entre los más pobres, especialmente en el Nordeste, sólo después de llegar al poder en 2002, debido al inmenso impacto de Bolsa Familia y otras políticas públicas de transferencia de renta. Paradójicamente, mientras el PT consolidaba una amplia mayoría entre los más pobres, la izquierda perdía influencia entre los sectores de trabajadores con derechos y organización.

Existen muchas razones objetivas y subjetivas para este terrible desenlace de la lucha de clases, clave para explicar el ascenso de la extrema derecha. Ignorar la experiencia de los trece años de gobiernos liderados por el PT, y el impacto de la brutal crisis de 2015/16 tras la elección de Dilma Rousseff, sería frívolo. Esta crisis incluyó una recesión sin parangón que redujo el PIB un 7%, elevó el desempleo, impulsó la inflación en servicios esenciales y trajo consigo un aumento de impuestos. Todo esto afectó a un modelo de consumo y nivel de vida. Tampoco podemos ignorar la campaña de denuncias de corrupción de Lava Jato y el empeoramiento de la seguridad pública. El resentimiento social y el rencor moral-ideológico han crecido dramáticamente. Ambos están entrelazados. Decenas de millones han visto reducida la pobreza extrema de los más pobres, pero sus vidas han empeorado comparativamente porque la desigualdad social no ha disminuido. Pero estos factores por sí solos son insuficientes. Son demasiado coyunturales. Tenemos que preguntarnos cuáles son los factores estructurales. La tragedia es que una parte de la clase trabajadora con ciertos recursos, que siempre han sido una minoría urbana de la clase obrera, han «divorciado» su destino de la inmensa mayoría popular miserable y no blanca, es decir, de los negros. No fue así durante décadas. Algo ha cambiado.

Brasil es un laboratorio histórico de desarrollo desigual y combinado, una mezcla de lo arcaico y lo moderno. Se inserta en el mundo como un híbrido de semicolonia privilegiada y submetrópolis regional. Es una sociedad profundamente injusta, donde la extrema desigualdad social es su principal peculiaridad. Todas las naciones capitalistas, ya sea en el centro o en la periferia del sistema, son desiguales, y la desigualdad ha ido en aumento desde la década de 1980. Pero el capitalismo brasileño tiene un tipo de desigualdad anacrónica. Brasil sigue siendo un país dependiente y atrasado, tanto económica y socialmente como cultural y educativamente. Aunque la pobreza extrema ha disminuido en comparación con décadas pasadas, la desigualdad social sigue en niveles escandalosos. Los índices de desarrollo humano muestran a Brasil en una posición rezagada en comparación con otros países sudamericanos como Chile, Argentina y Uruguay.

El impresionante poder del lulismo y del PT, junto con otras organizaciones de izquierda como el PSOL, se debe a décadas de lucha contra la injusticia. Sin embargo, la sociedad sigue siendo ideológicamente racista, sexista y homófoba. Aunque la izquierda brasileña tiene posiciones influyentes en movimientos sociales como el MST y el MTST, su lucha ideológica ha sido débil. Comparada con países vecinos como Argentina, el antiimperialismo y el movimiento de mujeres tienen menor audiencia, y la lucha antirracista es débil en comparación con naciones de mayoría indígena.

Los fenómenos complejos nunca son monocausales. Hay muchos factores determinantes. Entre ellos, hay que destacar que el estatus social de los hombres blancos, incluso entre los asalariados de clase media, se ha mantenido, anacrónicamente, muy por encima del de las masas populares, mayoritariamente negras. La opresión se sustentaba en lo que puede definirse como privilegios de estatus o casta. Las sociedades no sólo se dividen en clases sociales. El mundo del trabajo no es homogéneo en ningún país, pero en Brasil, un país con grandes desigualdades regionales, la heterogeneidad es abismal. Ser blanco, educado y del sur es muy diferente de ser negro y del nordeste. Afortunadamente, desde la ola de 2013 ha surgido una nueva generación en movimientos negros, feministas, LGBTQIA+ y ecologistas. Pero el bolsonarismo se alimenta del resentimiento social y del rencor ideológico de las clases medias. La batalla ideológica, que siempre se ha dejado para después, no puede esperar más.

El patrón de desigualdad social en Brasil no es sólo una aberración arcaica, ha sido funcional para una acumulación capitalista más rápida desde la década de 1950. La superexplotación de la mano de obra ha permitido extraer tasas de plusvalía excepcionalmente elevadas. Las clases dominantes no solo se basaron en la gran migración del mundo rural, sino que también explotaron la sospecha y la desconfianza, fomentando así el racismo, el machismo y la división entre la clase media y la mayoría popular. En el proceso, la clase dominante construyó una hegemonía política, pero también ideológica. La reducción de la pobreza absoluta mediante altas tasas de crecimiento económico mantuvo grados de cohesión social suficientes para mantener la dominación sociopolítica, incluso con niveles anacrónicos de desigualdad social, una anomalía. Quienes en la izquierda brasileña defienden una estrategia de reformas reguladoras del capitalismo deben enfrentarse a este dilema de la historia. Si la clase dominante no aceptó una negociación consistente y duradera de reformas cuando su capitalismo periférico aún tenía un intenso dinamismo, ¿por qué aceptaría tal pacto ahora que ese impulso histórico se ha perdido y se ha abierto una etapa de decadencia?

La izquierda ante el peligro neofascista

La reciente manifestación liderada por Jair Bolsonaro en la Avenida Paulista, el 7 de septiembre, fue otra demostración de fuerza. No fue un fiasco, ni tampoco un tropiezo. Cerca de 50 000 personas se congregaron durante tres horas, bajo un sol abrasador, exigiendo amnistía para los golpistas y la destitución de Alexandre de Moraes, mientras vitoreaban a Pablo Marçal, quien fue llevado en andas por la multitud.

El marxismo es realismo revolucionario. Minimizar el impacto de la radicalización de la extrema derecha —el error más constante y fatal de la mayoría de la izquierda brasileña, tanto moderada como radical, desde 2016— sería ingenuo. El argumento de no subestimar ni sobreestimar es una fórmula «elegante», pero evasiva. Ese escapismo es una solución negacionista: una postura defensiva para evitar reconocer que enfrentamos un peligro inmenso.

Sólo sirve para perder el tiempo, alimentando el autoengaño de que se está «ganando» tiempo. Un ejemplo: la única capital realmente clave en la que la izquierda tiene posibilidades de ganar las elecciones municipales en menos de un mes es São Paulo. Y de los tres candidatos técnicamente empatados, dos representan variantes del bolsonarismo.

Existe un sector de masas que está «contra todo». La radicalización antisistema es de extrema derecha. Pero este extremismo no es neutral, es reaccionario. La atracción de la histeria antisistema de la extrema derecha no puede ser disputada por la izquierda. No hay espacio simétrico para un discurso antisistémico de izquierda. Un discurso antisistémico sería pasar a la oposición al gobierno de Lula.

La «prueba de fuego» está en que las organizaciones que han radicalizado su agitación contra Lula son invisibles. No existe tal espacio, porque la correlación de fuerzas ha cambiado. Estamos en una situación ultradefensiva: la confianza de los trabajadores en sus organizaciones y en su propia capacidad de lucha es muy baja, y las expectativas se han desplomado. Incluso en los sectores más conscientes y combativos de la clase obrera predomina la aprensión. La correlación de fuerzas nos es desfavorable.

La izquierda moderada entró en crisis entre 2013 y 2022 —el laborismo, el PS francés, el PSOE, el PASOK, SYRIZA, el PT, el peronismo—, pero fue un proceso parcial y transitorio, y ha logrado recuperarse en parte. Las masas se protegen con las herramientas que tienen a su alcance. La izquierda más radical puede ocupar un lugar, pero no debe retroceder al propagandismo. Debe demostrar que es un instrumento útil en la lucha dentro del Frente Único, acompañando con paciencia revolucionaria el movimiento real de resistencia al neofascismo.

No estamos en una verdadera polarización social y política. La polarización solo existe cuando los dos principales campos —capital y trabajo— tienen fuerzas similares. Brasil está fragmentado. La idea de que la victoria electoral de Lula, por apenas dos millones de votos sobre 120 millones válidos, refleja una equivalencia en las posiciones sociales es una fantasía. Estamos a la defensiva, y por ello la unidad de las izquierdas, tanto en las luchas como en las elecciones, es indispensable.

La unidad de la izquierda no debe usarse para silenciar la crítica justa a las vacilaciones innecesarias, los malos acuerdos, las decisiones equivocadas o las capitulaciones inexcusables. Sin embargo, el enemigo principal sigue siendo el neofascismo. Una estrategia de oposición de izquierdas al gobierno de Lula es peligrosa y estéril. Deberíamos haber aprendido algunas lecciones de la consigna «Fuera todos» en el contexto en que la extrema derecha agitaba «Fuera Dilma», especialmente porque la situación ha empeorado desde 2016.

La victoria de Lula fue gigante, justamente, porque la realidad es mucho peor de lo que los resultados electorales indicaron. Un resultado que, por cierto, sólo fue posible porque una disidencia burguesa lo apoyó. Muchos factores explican que el contexto sea tan reaccionario.Entre ellos, la derrota histórica de la restauración capitalista entre 1989 y 1991 define el escenario porque ya no hay una referencia de alternativa utópica como fue el socialismo durante tres generaciones

La reestructuración productiva ha ido imponiendo una serie de derrotas y divisiones en la clase trabajadora. Los gobiernos liderados por el PT entre 2003 y 2016 no son inocentes en esto, pues su estrategia de colaboración de clases limitó los cambios a reformas tan minimalistas que no fue posible movilizar a las masas para defender a Dilma Rousseff cuando enfrentó el impeachment. Las derrotas acumuladas pesan.

Nuestros enemigos están a la ofensiva. No es sensato una polémica sobre si se podría haber derrotado a Jair Bolsonaro sin Lula. Recordemos que la propuesta era Lula «paz y amor» contra el gabinete del odio, abrazado por Geraldo Alckmin. Solo se podía ganar con tácticas ultramoderadas. Sin embargo, esto no justifica la conclusión de que Lula acertó al elegir a Alckmin como vicepresidente, aunque sí debería guiarnos para evaluar de manera realista la relación de fuerzas políticas.

El centrão es el bloque político que probablemente saldrá más fortalecido de las elecciones. Incluso en Porto Alegre, tras la tragedia de la peor inundación en medio siglo, Sebastião Melo, el actual alcalde bolsonarista apoyado por el MDB, sigue siendo favorito. Las candidaturas del PT en Aracaju, Natal, Fortaleza e incluso Teresina tampoco deberían sorprendernos. En Belém, se libra una lucha heroica para garantizar que Edmilson, del PSOL, llegue a la segunda vuelta. Lo que podría salvar el balance de las elecciones de 2024 sería una victoria de Guilherme Boulos. El equilibrio político después de octubre depende esencialmente del resultado en São Paulo, donde podemos ganar, aunque es difícil.

El movimiento neofascista se ha construido a base de denuncias implacables, pero no cualquier denuncia. Denuncian que hay «demasiados derechos» para los trabajadores. Bolsonaro acuñó la amenaza: ¿empleos o derechos? Lo que está en juego ante la extrema derecha son todas las pequeñas pero valiosas conquistas sociales logradas desde el fin de la dictadura: los derechos de los movimientos sociales, las luchas por vivienda, género, raza, cultura, sindicalismo, ecología y más.

El bolsonarismo no es una reacción ante el peligro de una revolución, como lo fue el nazifascismo en Europa tras la Revolución de Octubre. No hay peligro de revolución. Los neofascistas han ganado una base de masas porque una fracción de la burguesía se ha radicalizado y lidera una ofensiva contra los trabajadores, con el apoyo de la clase media y sectores populares, promoviendo un shock de capitalismo «salvaje».

La extrema derecha ha crecido como reacción a la crisis de 2008/09, que condenó al capitalismo occidental —incluido Brasil— a una década de estancamiento mientras China crecía. Su programa es el neoliberalismo en estado febril.

Entre 2013 y 2023, atravesamos la primera década recesiva desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En contraste: (a) durante los treinta «años dorados», Europa y Japón reconstruyeron sus infraestructuras, implementando reformas que garantizaron el pleno empleo y concesiones a la clase trabajadora; (b) en los años 80, hubo un mini-boom con Reagan; (c) en los 90, otro con Clinton; y (d) a inicios del siglo XXI, un tercer mini-boom con Bush hijo. El Brexit, Donald Trump, Bolsonaro y Javier Milei son manifestaciones electorales de una estrategia para mantener el liderazgo global de EE.UU.

Una fracción de la burguesía global, insatisfecha con el gradualismo neoliberal, ha adoptado una estrategia hiperliberal de shock que busca destruir derechos, promoviendo «latinoamericanización» de los países centrales y la «asiatización» de América Latina, para reducir los costos de producción y competir con China. Quieren imponer una derrota histórica que asegure regímenes estables durante una generación.

Pero la extrema derecha no se limita a una estrategia económica. No solo se alinea políticamente con EE.UU. en el sistema internacional. Aunque heterogénea en cada país, comparte un núcleo ideológico común: exaltación nacionalista, misoginia, racismo, homofobia, negacionismo climático, militarización de la seguridad, antiintelectualismo y desprecio por la cultura y la ciencia.

Este enfrentamiento no es posible sin restringir libertades democráticas, incluso destruyendo las libertades políticas. La extrema derecha aspira a subvertir el régimen liberal-democrático. No busca una réplica del totalitarismo nazi-fascista de los años 30, pero sí persigue regímenes autoritarios. Admiran a líderes como Erdogan, Bukele o Duterte. Solo podremos detenerlos con mucha lucha.