Raúl Zibechi
Desde que abandonara la presidencia de su país, Luiz Inacio Lula da Silva está desarrollando una gran actividad en países de América Latina y Africa, donde se concentran los mayores intereses de las grandes empresas brasileñas. Este papel de embajador de las multinacionales de su país, dice el periodista uruguayo, aunque no es ilegal, sí es «impresentable». Zibechi considera penoso que discursos «nobles» estén siendo usados para lubricar negocios que perjudican a los trabajadores y destruyen la naturaleza.
En ciertas ocasiones, hechos que no parecen relevantes tienen la virtud de mostrar el fondo de las cosas, de desnudar el verdadero carácter de una realidad política que hasta ese momento no aparecía con tanta claridad. Algo así sucedió días atrás cuando una investigación periodística reveló las relaciones entre un puñado de empresas multinacionales brasileñas de la construcción y el expresidente Luiz Inacio Lula da Silva.
El dato es que la mitad de los viajes realizados por Lula luego de dejar la presidencia fueron pagados por las constructoras, todos en América Latina y Africa donde esas empresas concentran sus mayores intereses. Desde 2011 Lula visitó 30 países, de los cuales 20 están en Africa y América Latina. Las constructoras pagaron trece de esos viajes, la casi totalidad por Odebrecht, OAS y Camargo Correa («Folha de Sao Paulo», 22 de marzo de 2013).
La investigación periodística muestra telegramas de las embajadas de Brasil en el exterior en los que se afirma que los viajes del expresidente contribuyeron a defender los intereses del país. Un telegrama enviado por la embajada de Brasil en Mozambique, luego de una de las visitas de Lula, destaca el papel del expresidente como verdadero embajador de las multinacionales. «Al asociar su prestigio a las empresas que operan aquí, el expresidente Lula desarrolló, a los ojos de los mozambiqueños, su compromiso con los resultados de la actividad empresarial brasileña», escribió la embajadora Lígia Scherer.
En agosto de 2011, Lula comenzó una gira latinoamericana por Bolivia, donde llegó con su comitiva en un avión privado de OAS, la empresa que pretendía construir una carretera para atravesar el TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure), lo que provocó masivas movilizaciones de las comunidades indígenas apoyadas por la población urbana. De allí siguió viaje en el mismo avión a Costa Rica, donde la empresa disputaba una licitación para construir una carretera que finalmente se le adjudicó por 500 millones de dólares.
La actuación de Lula no es ilegal. Por el contrario, su actitud está en sintonía con lo que suelen hacer los presidentes y expresidentes de todo el mundo: trabajar para favorecer a las grandes empresas de sus países. Por cierto, poco tiene que ver con una actitud de izquierda, solidaria con los trabajadores y los gobiernos progresistas.
Las empresas en cuestión tienen una historia muy particular y son además enormes multinacionales. Todas ellas crecieron bajo la dictadura militar, a la que estaban estrechamente vinculadas. Odebrecht es un conglomerado de origen familiar que actúa sobre todo en construcción y petroquímica. Controla Braskem, la mayor productora de resinas termoplásticas de las Américas. Es una de las empresas brasileñas con mayor presencia internacional, tiene 130.000 empleados (solo en Angola 40.000) y factura 55.000 millones de dólares. Tiene presencia en 17 países, sobre todo en América Latina y Africa, y el 52% de sus ingresos provienen del exterior. En 2008 fue expulsada de Ecuador por el Gobierno de Rafael Correa por las graves fallas en la construcción de la represa San Francisco, que forzaron su cierre un año después de haber sido inaugurada.
Camargo Correa es la constructora más diversificada, con inversiones en cemento, energía, siderurgia y calzado. Tiene 61.000 empleados en once países. Solo en Argentina posee Loma Negra, la principal cementera que controla el 46% del mercado argentino, además de Alpargatas, una de las principales textiles de ese país con sus marcas Topper, Flecha y Pampero. El grupo OAS, por su parte, tiene obras en 22 países de América Latina y Africa y cuenta con 55.000 empleados.
El poder de las grandes empresas brasileñas se hace sentir de modo particular en los pequeños países de la región. En Bolivia, Petrobras controla la mitad de los hidrocarburos, es responsable del 20% del PIB boliviano y del 24% de las recaudaciones tributarias del Estado. La constructora OAS, como hemos visto, provocó una crisis política y social que llegó a desestabilizar al Gobierno de Evo Morales con quien mantiene buenas relaciones.
La casi totalidad de las obras de infraestructura contempladas en el proyecto Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA), en total de más de 500 obras por 100 mil millones de dólares, están siendo construidas por las multinacionales brasileñas. Lo mismo sucede con las represas hidroeléctricas. El estatal BNDES (Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social) es el principal financiador de estas obras, pero lo hace a condición de que el país que recibe el préstamo contrate empresas brasileñas.
El papel del Lula es el de promover a «sus» empresas, contribuyendo a allanar dificultades gracias a su enorme prestigio y a la caja millonaria del BNDES, que tiene más fondos para invertir en la región que la suma del FMI y el Banco Mundial. Nada ilegal, insisto; pero políticamente impresentable para quien tenga pretensiones de considerarse de izquierda.
El 15 de marzo de 2011 los 20.000 obreros que trabajaban en la construcción de la represa de Jirau, sobre el río Madera, en el estado de Rondonia, protagonizaron uno de los mayores levantamientos de las últimas décadas, quemaron las oficinas de Camargo Correa (la empresa que construye la usina), los dormitorios y más de 45 autobuses. La llamada «revuelta de los peones» no fue por salario sino por dignidad, en rechazo a condiciones laborales de semiesclavitud. Esas mismas empresas están ahora engordando con las obras para el Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
En vista de las trayectorias de Lula y del Partido de los Trabajadores, la tentación de hablar de «traición» es grande. Las cosas son, empero, más complejas. En Brasil, de modo más intenso que en otros países de la región, se está produciendo una profunda reconfiguración de las elites. La llegada de Lula al Gobierno aceleró la formación de una alianza, o mejor, de una amalgama entre los grandes empresarios brasileños, los cuadros superiores del aparato estatal (incluyendo a las cúpulas militares) y un pequeño pero poderoso sector del movimiento sindical ligado a los fondos de pensiones, que junto al BNDES forman parte del selecto grupo de grandes inversionistas.
Lula es el embajador de las multinacionales brasileñas, casi todas con fuertes lazos con el Estado, ya sea porque se les concesionan gigantescas obras o porque la alianza estatal-sindical tiene un peso decisivo en ellas. Vale, la segunda minera del mundo, es controlada por el fondo de pensiones del estatal Banco do Brasil, hegemonizado por el Gobierno y el sindicato bancario. Lo mismo sucede con otras grandes empresas.
Lo que resulta penoso es comprobar cómo discursos nobles que hablan de los derechos de los trabajadores y de la integración regional, son usados para lubricar negocios que perjudican a los propios trabajadores, destruyen la naturaleza y sólo benefician a un puñado de grandes empresarios que crecieron a la sombra de una de las peores dictaduras militares de este continente.
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