Por: Tyler Antonio Lynch
Lula ha apostado a las concesiones a las élites del agronegocio como elemento necesario para avanzar en su proyecto redistributivo. Sin embargo, esas mismas élites pueden poner un freno a todo su programa.
En septiembre de 2023, Brasil, el mayor exportador neto de productos agrícolas del mundo, anunció la mayor cosecha de cereales de su historia. Los agricultores produjeron la asombrosa cifra de 322 millones de toneladas de maíz, soja y trigo, según el jefe de estadísticas agrícolas del gobierno, 50,1 millones más que el año anterior. Durante el primer año de Luiz Inácio Lula da Silva como Presidente, el enorme sector agroindustrial brasileño nunca había sido tan productivo.
Pero las cosechas récord no han hecho que Lula o su Partido de los Trabajadores (PT) se sientan cómodos con el sector. Este oponiéndose ferozmente a los mandatos medioambientales y sociales de Lula, desde la conservación de la Amazonia hasta la redistribución de la tierra. Con un Congreso dominado por partidos de derecha aliados incondicionalmente al agronegocio, apaciguar a los agricultores a gran escala en función de alcanzar objetivos sociales más amplios sigue siendo uno de los principales retos de Lula. Su programa redistributivo pende de un hilo.
La bancada ruralista
La condición de Brasil como uno de los países más desiguales del mundo se hace patente en su sector agrícola. El 3% de la población brasileña posee dos tercios de la tierra cultivable, mientras que el 50% de las explotaciones más pequeñas se concentran en solo el 2% de ese territorio. Mientras gigantes de la alimentación y la energía como Cargill y Raízen disfrutan de cosechas récord, la mitad de los brasileños del medio rural son pobres. Unos 4,8 millones de familias rurales carecen totalmente de tierras. No es de extrañar que la agroindustria siga siendo tan conservadora y se resista incluso a reformas moderadas de sus prácticas laborales y medioambientales.
La agroindustria disfrutó de su edad de oro bajo Jair Bolsonaro. Luego de que la extrema derecha brasileña derrocara al Partido de los Trabajadores en 2016, el sector dominó el Congreso, obtuvo subvenciones masivas, dictó directamente la política agrícola y reprimió violentamente cualquier tentativa de reforma. Al volver el PT al gobierno en 2022, Lula heredó un Estado que había sobrealimentado el poder de los agrocapitalistas a niveles inimaginables.
Ese poder sigue vigente hoy en día. Mientras Lula ocupa la presidencia, el lobby del agronegocio domina el Congreso. La llamada «bancada ruralista» cuenta con 374 de los 594 diputados y senadores del Congreso, y es firme opositora. Como señala André Singer en New Left Review, el agronegocio está ansioso por reinstaurar un gobierno de derecha dispuesto a atender a sus políticas preferidas: «más armas, menos impuestos a la agroindustria y retroceso sostenido de los derechos de los trabajadores, la protección del medio ambiente y la demarcación de los territorios indígenas».
La agricultura es una de las principales líneas de fractura de la presidencia de Lula. A su derecha, el poderoso grupo del agronegocio se opone a cualquier protección laboral o medioambiental que reduzca sus beneficios. A la izquierda de Lula, movimientos sociales como el Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (MST) pretenden presionar al gobierno para que actúe con mano dura con los grandes terratenientes y apruebe la reforma agraria. Lula, en un precario punto intermedio, ha procurado dialogar con los dos polos.
Ambos bandos siguen siendo clave para la visión socioeconómica de Lula: el agronegocio como pilar esencial de la economía brasileña, el MST como el mayor movimiento social de América Latina y viejo aliado del PT. El gobierno de Lula no ha satisfecho plenamente ni a los terratenientes ni a los sin tierra, al tiempo que ha ofrecido a ambos suficientes concesiones para evitar que rompan del todo con el PT. Este incómodo equilibrio de fuerzas ha enfriado la lucha a tres bandas entre el gobierno, la agroindustria y los trabajadores rurales hasta llevarla a un punto muerto para todos insatisfactorio.
Lula y el agronegocio
Desde el momento en que comenzó su campaña electoral en 2022, Lula reconoció la importancia de apaciguar los temores de la agroindustria ante un gobierno de izquierda. Quien pensara que trataría al agronegocio «de forma ideológica», aseguró Lula al sector, se equivocaba.
Hizo nombramientos políticos clave pensando en la agroindustria, eligiendo un vicepresidente, Geraldo Alckmin, con profundos vínculos con el sector. El Ministerio de Agricultura recayó en el exmagnate de la soja Carlos Fávaro, continuando una larga tradición de colocar a personas del sector a la cabeza de la política agraria. Lula también tardó en sustituir a los burócratas nombrados por Bolsonaro para el INCRA, la agencia estatal de reforma agraria, un hecho que desencadenaría la discordia con el MST a los pocos meses de su segundo gobierno.
Las concesiones aún mayores han llegado a través de enormes subsidios estatales. En junio de 2023 se lanzó el mayor plan de financiación agrícola de la historia de Brasil: 364 millones de reales, que superaron en casi un tercio los presupuestos de Bolsonaro. A estos fondos se sumaron tipos de interés muy favorables e incentivos para que los agricultores emplearan métodos de cultivo respetuosos con el medio ambiente. Para la agroindustria, el balance final siempre ha estado por encima de las diferencias ideológicas. «Saben que, desde el punto de vista económico, no tienen ningún problema con nosotros», declaró Lula a la prensa.
En el centro de estas políticas se encuentra la visión del PT de la «agricultura moderna»: una versión más ordenada del sistema agrícola industrial orientado a la exportación que ha dominado el Brasil rural durante décadas. Sin cambiar las estructuras fundamentales de la propiedad de la tierra y la producción de monocultivos, el PT pretende reformar las prácticas más regresivas del sector desde el punto de vista ecológico y social para convertir a Brasil en una superpotencia agrícola elegante y sostenible. Las prácticas recientemente toleradas por el gobierno de Bolsonaro —desde el trabajo forzado y la deforestación hasta el acaparamiento de tierras— son ahora pasivos para un sector agrícola estable.
Tal vez el mejor ejemplo de «agricultura moderna» sea la intención de Lula de convertir a Brasil en un exportador líder de biocombustibles. El gobierno pretende duplicar su producción de energía verde, principalmente a través del etanol de caña de azúcar, con el fin de recaudar 10.000 millones de dólares en bonos verdes en Wall Street. Este nuevo énfasis en la agricultura sostenible sigue los principios clásicos del lulismo: persigue el crecimiento dentro de los límites, así ganan todos. Si no se hacen reformas, Brasil deja de ser atractivo para el capital extranjero. «El agro sabe que si no se aprueba esta agenda», concluyó el ministro de Hacienda, Fernando Haddad, «perderá el mercado internacional».
Al presionar en favor de la protección medioambiental y social como condiciones necesarias para la continuidad del crecimiento y el comercio, el gobierno de Lula intenta aprovechar las ventajas naturales del sector agrícola. De hecho, la agroindustria brasileña no es un monolito. El PT percibe una brecha creciente entre los agricultores más tradicionales, bolonaristas, agrupados en el corazón agrícola del centro de Brasil, y los defensores de una «agricultura consciente» más inclinada a la reforma, y está intentando ganarse a estos últimos. Aún está por ver si los llamamientos a una creciente prima mundial por la sostenibilidad pueden atraer a parte suficiente del agronegocio.
Los esfuerzos de Lula por restablecer las protecciones ecológicas y pro indígenas en la Amazonia post-Bolsonaro sugieren que será difícil lograr grandes victorias con la agroindustria. El agronegocio —especialmente la ganadería— es una de las principales causas de deforestación en la cuenca amazónica, y la «bancada ruralista» ha respaldado leyes que abren la región a la ganadería, la minería y el acaparamiento de tierras. Incluso las victorias de la agenda de sostenibilidad de Lula demuestran la dificultad de presionar al lobby agrícola. Aunque las leyes de «plazos» que restringen los derechos de los indígenas a la tierra acabaron siendo vetadas por el Tribunal Supremo, Lula no pudo evitar que se aprobaran en ambas cámaras del Congreso.
En última instancia, sin embargo, es poco probable que la agroindustria se arriesgue a una guerra abierta con el gobierno. El agronegocio necesita al Estado: las subvenciones, las exenciones fiscales, las infraestructuras y la diplomacia comercial son cruciales para que el sector funcione. Con los beneficios sobre la mesa, a la agroindustria no le cuesta mucho ignorar las diferencias ideológicas en nombre del pragmatismo político.
Para los agricultores más conservadores, la actitud dominante, en el mejor de los casos, es de control de daños. Aun así, mientras los precios mundiales de las materias primas se mantengan boyantes, Lula tiene una buena oportunidad de llevar a cabo una reforma gradual de las prácticas más destructivas de la agroindustria sin alienar por completo al sector. Puede que esta regulación nunca sea popular entre la clase política, pero las élites agrícolas podrían tolerarla si se produjera una mejora económica general.
Sin embargo, la tregua rural de Lula no solo se ve amenazada por los beneficiarios del paradigma agrícola vigente, sino también por aquellos a los que este ha desposeído.
El MST y Lula
El dilema de Lula se presenta a menudo como la gestión de un gobierno progresista limitado por los intereses de élites enquistadas, tanto en los bancos como en las empresas agrícolas. Sin embargo, el Presidente ha mostrado habilidad para esculpir un proyecto político que eleva a los trabajadores sin poner en peligro los altos mandos del capital. Al fomentar el crecimiento y poner pocas trabas a la acumulación de capital, el lulismo amortigua sectores clave como la agroindustria, dejando espacio político para medidas como la construcción de viviendas públicas y las transferencias de efectivo que benefician a millones de brasileños.
Así, la hostilidad pública entre Lula y el agronegocio oculta una afinidad más profunda. Lula nunca ha cuestionado seriamente las profundas jerarquías del sector agrícola brasileño. Más bien ha promovido el paradigma corporativo existente al tiempo que intentó utilizar sus beneficios para mejorar gradualmente la vida de las clases trabajadoras. Los terratenientes se han beneficiado sistemáticamente del enfoque win-win del lulismo. El PIB agrícola aumentó nada menos que un 75% durante los primeros mandatos de Lula, y las recientes concesiones demuestran su compromiso permanente de promover el crecimiento del sector.
Lula ha gestionado de forma impresionante un sector agrícola incondicionalmente derechista. Sin embargo, no es el gobierno ni la «bancada ruralista» quienes suponen una amenaza, sino una tercera fuerza. La actividad del MST en los últimos meses sugiere que cualquier «solución» a la desavenencia entre Lula y el agronegocio que ignore a los trabajadores sin tierra puede acabar construyéndose sobre arena. Aunque apaciguar al poderoso bloque agrario claramente es crucial para que Lula mantenga el poder, proteger el statu quo supone sus propios riesgos.
La larga relación del Movimiento de los Sin Tierra con el PT le ofrece puntos de apoyo únicos. El MST carece de poder para enfrentarse abiertamente al agronegocio, pero puede alterar la estabilidad rural, que sigue siendo la mayor fuente de legitimidad de Lula a ojos de la industria. Así pues, Lula se encuentra en un doble aprieto. Enfrentarse al agronegocio es políticamente suicida, mientras que descuidar al MST supone el riesgo de ocupaciones de tierras, bloqueos y reacciones populares que el gobierno no puede permitirse.
Para el MST, la elección de Lula creó unas expectativas que el gobierno apenas puede cumplir. A cuatro meses de iniciado el mandato, los movimientos de reforma agraria seguían lamentando la «falta de prioridad para la cuestión agraria». En marzo de 2023, el gobierno había instalado pocos sustitutos para los burócratas rurales de Bolsonaro, con nombramientos en organismos clave como el INCRA atascados en negociaciones interminables. Con más de dos tercios de las oficinas del INCRA dirigidas por aliados de Bolsonaro, meses después de que Lula asumiera la presidencia unas cien mil familias sin tierra languidecían en campamentos temporales con pocas posibilidades de solucionar su situación.
Molesto por la lentitud de la redistribución de la tierra, el MST lanzó en abril de 2023 una campaña nacional de protestas, bloqueos de carreteras y ocupaciones para presionar al Gobierno. Aunque las ocupaciones sacudieron a los terratenientes de todo Brasil, fue la decisión del MST de ocupar tierras propiedad de Embrapa, un centro de investigación estatal, lo que encendió las alarmas al gobierno. Un gobierno incapaz de impedir las invasiones de su propio territorio, advirtió la «bancada ruralista», era un lastre inaceptable para el agronegocio.
Deseoso de restaurar su credibilidad, Lula tomó medidas drásticas contra la ocupación, negándose a negociar hasta que el MST se retirara de la propiedad de Embrapa. Tras una serie de reuniones de emergencia del gabinete y tensas negociaciones, el MST puso fin a la acción a los pocos días de iniciada, reacio a perjudicar aún más a sus aliados políticos más cercanos.
Aunque desestabilizadores para todos los bandos, los acontecimientos de abril de 2023 no se saldaron con una ventaja clara para ninguno de ellos. El MST no está más cerca de conseguir reformas agrarias básicas, aunque ha obligado a Lula a prestar más atención al asentamiento de familias sin tierra y a apoyar financieramente los asentamientos existentes. Lula lanzó una ofensiva seductora dirigida al agronegocio, pero ni siquiera las subvenciones agrícolas récord han tranquilizado del todo al sector.
En cuanto a la «bancada ruralista», la debacle de Embrapa le dio el pretexto que necesitaba para lanzar una Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) con el objetivo de criminalizar al MST y manchar a Lula por delegación. Una investigación abrumadoramente partidista —veintitrés de sus veintisiete miembros pertenecían al lobby agrario—, la CPI ha proporcionado abundante munición a los medios de comunicación opositores. Sin embargo, para octubre de 2023, la investigación se había agotado con escasos efectos tangibles. Lula se alió con los partidos centristas para frenar la investigación, y los líderes del MST celebraron la publicidad nacional que había proporcionado la CPI. «El gran perdedor fue el agronegocio», admitió el ponente principal de la Comisión.
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