Por: Marcelo Colussi
Para responder esa pregunta hay que contextualizar el fenómeno. Las luchas obreras del siglo XIX, en buena medida enmarcadas en ideas anarquistas, dieron lugar al surgimiento del socialismo científico de la mano de Marx y Engels. Ese ideario permitió las primeras revoluciones socialistas ya entrado el siglo XX: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua. Para la década del 70 del pasado siglo una cuarta parte de la humanidad vivía en países que, con diferencias, pero con un común denominador, se decían socialistas. Esos años, décadas de los 60 y 70 del siglo XX, mostraron el gran crecimiento de un espíritu transformador que se difundió por todo el planeta.
Varios países de África con el socialismo “africano” luego de su independencia de las potencias imperialistas europeas, movimientos guerrilleros marxistas en toda Latinoamérica, el socialismo “árabe” en distintos Estados del Medio Oriente y del Magreb, sindicatos combativos por doquier, movimientos campesinos, Mayo Francés como faro para las luchas estudiantiles, movimientos anti-guerra de Vietnam, Teología de la Liberación en la Iglesia Católica con su “opción por los pobres”, un movimiento hippie que llamaba al no-consumo (herida mortal para el sistema), mística guevarista que inspiraba a las juventudes… todo eso mostraba un clima de búsqueda de transformaciones radicales. La democracia burguesa, en esa cosmovisión, era vista como una burla indecorosa a los pueblos, un rutinario ejercicio de cambio periódico de gerente de los negocios capitalistas. Ante todo ese impulso de cambio, el sistema global reaccionó violentamente.
Si las décadas de los 60/ 70 mostraron esos avances, la de los 80 significó un freno radical a ese espíritu transformador. Las represiones brutales en Latinoamérica llenaron de cadáveres los países. Ríos de sangre corrieron, asesinatos de líderes populares, desaparición forzada de personas, cárceles clandestinas, cámaras de tortura, masacres de población rural, un anticomunismo visceral inspirado en la Doctrina de Seguridad Nacional y enemigo interno impulsado por Washington, todo eso detuvo el crecimiento de la protesta, de los movimientos emancipadores. Contra la Teología de la Liberación cundieron las iglesias neoevangélicas, y sobre las montañas de muertos se erigieron los planes neoliberales.
El neoliberalismo- versión corregida y aumentada del capitalismo más despiadado que prioriza a un nivel máximo el libre mercado contra la intervención estatal- se estableció rápidamente. Conquistas laborales y sociales logradas con heroicas luchas, se perdieron. El capitalismo global tomó la iniciativa, y las ideas de cambio fueron dejadas en el olvido. Surgen ahí formulaciones ideológicas sumamente peligrosas para el campo popular que, de un modo subrepticio, entronizan el posibilismo acomodaticio, el supuesto “fin de la historia” y la derrota final de las ideas socialistas. Ahí aparece el credo post moderno y la proliferación de luchas parciales, importantísimas en sí mimas pero que, desvinculadas unas de otras (feminismo por un lado, ecologismo por otro, reivindicaciones étnicas por aquí desconectadas de lucha por la diversidad sexual por allá, etc.), solo sirven para fragmentar la lucha antisistémica (¿divide y reinarás?). El final de la Guerra Fría con un claro ganador, el polo capitalista, ensombreció las luchas populares.
Pero las mismas no desaparecieron. ¿Por qué iban a hacerlo? A partir de las nefastas políticas neoliberales surgieron reacciones. La primera, y quizá más importante en Latinoamérica, fue el Caracazo venezolano, en 1989, silenciado con miles de muertos por la represión gubernamental. Sobre esa ola de descontento popular, años después aparece la figura de Hugo Chávez.
Con él, en 1999 se inicia un proceso que sorprendió a todos: un militar formado en las técnicas contrainsurgentes, no marxista, de pronto retoma terminologías abandonadas y vuelve a hablar de socialismo. Incluso, con la propuesta de revisar lo actuado en los socialismos reales del siglo XX, criticando su excesivo burocratismo y verticalidad, proponiendo algo nuevo: el socialismo del siglo XXI. Sin dudas, el proyecto que inaugura abrió grandes esperanzas. Después de años de dictaduras sangrientas y planes neoliberales que esclavizaron a las poblaciones, la aparición de Chávez significó una bocanada de aire fresco. Sin una posición claramente socialista -“En mi país no hay lucha de clases”, pudo decir- desarrolló una política de principios sociales. No produjo cambios sustanciales como los del socialismo del siglo XX, con expropiaciones a la clase propietaria, con milicias populares armadas y genuina democracia de base ejercida en asambleas comunitarias. Pero sí elevó el nivel de vida de las grandes mayorías, impulsando planes de contenido social.
Esa aparición, y el contexto internacional que lo permitió- los altos precios de las materias primas que producen los países del área compradas por China- dieron lugar a cierta acumulación que diversos gobiernos con talante social-popular usaron en favor de las mayorías. En esa lógica fueron surgiendo a inicios del siglo XXI diversas administraciones que, sin cuestionar de base el capitalismo, produjeron mejoras en las empobrecidas- y reprimidas- sociedades latinoamericanas. Tras la larga noche del neoliberalismo, eso pareció una primavera. Se comenzó a hablar de progresismos. Y en un sentido, lo fueron.
De hecho, ya corridas dos décadas del actual siglo, hubo dos oleadas de progresismo; entre medio de ellas apareció un intento de reconfigurar el neoliberalismo más rampante, con presidentes de ultra derecha: Bolsonaro, Macri, Duque, Piñera. Lo cierto es que, con las dos oleadas de progresismo (la segunda vigente hoy en varios países), se abren preguntas.
En ninguno de estos avances progresistas se superó el modelo capitalista; incluso, ni el neoliberalismo impulsado por los megacapitales occidentales. Si bien es cierto que hubo válvulas de descompresión con avances significativos- Bolivia, con Evo Morales, se acercó más a planteos socialistas-, las estructuras de base se mantuvieron. Las oligarquías no perdieron su poder ni económico ni político, las fuerzas armadas- salvo el caso de Venezuela- nunca pasaron a ser instrumento del pueblo, sino que siguieron fieles a la defensa del sistema, la democracia representativa no pasó- no puede pasar- de ser un ejercicio alejado realmente del poder popular y todos los países con gobiernos de este talante de “centro-izquierda” continuaron pagando sus deudas con los organismos crediticios internacionales.
Como se dijo, la primera ola se vio beneficiada por los altos precios de las materias primas exportables; la segunda ola, no. Por tanto, los problemas estructurales en ninguna de las naciones donde tuvieron o tienen lugar esos progresismos, se resolvieron. Visto lo anterior, cabe la pregunta: ¿resultan avances o retrocesos?
En comparación con los planes de ajuste fondomonetarista que se comenzaron a vivir años atrás, y que aún persisten, tuvieron un sabor de respiro, de bocanada de aire fresco. Pero, está demostrado, políticas asistencialistas y clientelares no resuelven las carencias históricas. Son-y, por supuesto, bienvenidos- paños de agua fría, aunque no pueden pasar de allí. En tal sentido, son avances.
Vistos en una perspectiva histórica, después del avance obtenido en décadas anteriores con el aumento de las luchas populares y la última revolución socialista triunfante en 1979 en Nicaragua, pensar ahora en elecciones democrático-burguesas y que la izquierda quede circunscripta a mandatarios “progresistas” (¡el socialismo no es eso!) deja ver la tremenda derrota del campo popular. Derrota táctica, seguramente, porque la historia no ha terminado.
Los progresismos evidencian que la lucha de clases sigue siendo el motor de la historia porque, aunque no son la revolución, a la clase dirigente le asustan. Por eso, si bien no son el fantasma del comunismo de la Guerra Fría, hacen lo imposible por derrocarlos. Desde el campo popular se deberá apoyarlos, pero sabiendo que las reformas superficiales no son el punto de llegada.
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