Por: Eduardo Gudynas
El “decrecimiento” es una corriente de pensamiento, nacida en Europa, que cuestiona la idea de crecimiento económico perpetuo, marca sus límites planetarios y los impactos ambientales y sociales. En esta columna, Eduardo Gudynas analiza sus orígenes y su irrupción en América Latina con la llegada de Gustavo Petro a la presidencia de Colombia. ¿Cómo es posible el decrecimiento a en nuestra región?
Desde hace algunos años, en algunas de los países más ricos se multiplicaron los cuestionamientos a la obsesión con el crecimiento económico, así como las alertas ante los impactos sociales y ambientales que desencadena la continuada expansión de sus economías. Entre las distintas reacciones surgió el llamado decrecimiento, expandiéndose sobre todo en ese norte opulento, especialmente en ámbitos académicos, y que ahora asoma en América Latina.
Cuando esas ideas se observan desde el sur, rápidamente se encuentran conceptos e intuiciones muy valiosas. Pero una y otra vez la cuestión clave es si un decrecimiento tiene sentido en un país latinoamericano o, si en caso de aplicarse, en lugar de resolver nuestros problemas, los agravarían.
El llamado al decrecimiento
Los seguidores más entusiastas del decrecimiento se encuentran en Europa occidental, en algunos sectores académicos y ciudadanos, incluyendo algunos sindicalistas. Los colectivos universitarios se vienen reuniendo regularmente (su primer encuentro fue en Paris en 2008), y a sus investigaciones más recientemente le sumaron exploraciones en las prácticas (como decidieron en Copenhague en 2018).
En cambio, en casi toda América Latina los abordajes han sido más limitados, permaneciendo alejado de los grandes movimientos sociales. La novedad más reciente es que esta inusual palabra saltó a la atención pública en Colombia, a raíz de las intenciones de la flamante ministra de Minas, Irene Vélez, de imponer, por ejemplo, una moratoria a nuevas exploraciones petroleras. Acorralada por las interpelaciones de la prensa llegó a justificar la medida apelando a la idea del decrecimiento.
Para entender las implicancias de esa posición es como si en Chile, el ministro de minería anunciara una moratoria minera, y ante la reacción airada de la prensa presagiando una debacle económica, respondiera que el país debía decrecer. Otra analogía, pero para un país agroexportador, es como si el ministro de Agricultura dijera que desea limitar la expansión de la soja, y ante similares reclamos de catástrofe económica, retrucara que la economía nacional debería reducirse.
En Colombia el debate escaló cuando el nuevo presidente, Gustavo Petro, apoyó la idea en una serie de tuits. En uno de ellos sostenía que “Hoy la ciencia sabe que el consumo de petróleo y carbón debe decrecer sustancialmente, que el consumo de carne de res, mientras se sustente en combustibles fósiles debe decrecer a escala mundial”, y remató diciendo que debemos acomodarnos al “equilibrio de la vida en el planeta”.
No es que entonces dejemos de comer o de vestir, sino que la economía debe desacelerar sus ramas más depredadoras, la de mayor aceleración entrópica, y acomodar los tiempos del crecimiento, al equilibrio de la vida en el planeta. Es una economía para la vida.— Gustavo Petro (@petrogustavo) September 2, 2022
Orígenes y concepciones del decrecimiento
Los usos actuales del término decrecimiento tienen su origen en Francia de la mano de economistas y activistas políticos. El décroissance fue popularizado por el economista francés Sergei Latouche en los 2000, entendiéndolo como una palabra slogan o misil para atacar la obsesión con la idea del desarrollo como crecimiento perpetuo.
Con el paso de los años, se volvió más complejo, y ahora, desde la academia se lo define como una “crítica a la economía del crecimiento”, que busca la “abolición del crecimiento económico como objetivo social” mientras alienta alternativas basadas en la simplicidad, convivencialidad, los cuidados y el compartir. En sus versiones más precisas, implicaría una reducción equitativa de la producción y de consumo de manera de disminuir los flujos de energía y materias primas.
No puede sorprender que para la enorme mayoría de quienes viven en los países del sur, un llamado a decrecer no tiene mucho sentido. Inmediatamente se imaginan contracciones económicas con consecuencias negativas en sus vidas. Es una proposición que contradice las ideas que por décadas se repiten, por las cuales el crecimiento económico es esencial para asegurar empleo y bienestar.
En cambio, para algunas personas y movimientos en los países ricos, una reducción económica tiene sentido ya que permitiría aminorar impactos sociales y ambientales, aplacar el consumismo e incluso reducir la extracción de recursos naturales. Sin embargo, las conceptualizaciones decrecentistas tienen muchas dificultades en ofrecer argumentos y modelos para el sur, y algunas de ellas son estremecedoramente simplistas. Por ejemplo, Latouche resume sus alternativas en ocho R: reevaluar, reconceptualizar, reestructurar, redistribuir, relocalizar, reducir, reutilizar y reciclar.
Eso conformaría el “círculo virtuoso de la construcción de una sociedad de decrecimiento serena” en el norte al que se le podría asociar a una “espiral” de ruptura en el sur. Se asume, por ejemplo, que la reducción de consumo en los países ricos puede promover rupturas y reestructuras en el sur. Así lo describe Latouche en su libro La apuesta por el decrecimiento. Esas y otras ideas tienen elementos positivos, pero están lejos de ofrecer alternativas suficientes para la situación latinoamericana, y además dejan por el camino tanto algunos de nuestros problemas como algunos de nuestros avances (como se menciona más abajo).
Al mismo tiempo, los decrencentistas no tardaron en advertir que dentro de sus propios países ricos había “bolsones” de pobreza como las del sur. Eso hacía que una reducción generalizada de una economía nacional pudiera empeorar aún más las condiciones de vida de los más pobres o los migrantes.
Para superar esos y otros problemas, con el paso de los años, se sumaron al decrecimiento aclaraciones, ajustes, e incorporación de nuevos temas. El concepto se volvió cada vez más difuso, pero eso a la vez permitió sumar más seguidores, sobre todo en el mundo universitario.
Cuestionando el crecimiento económico
Uno de los ejes centrales del decrecimiento, su crítica al crecimiento económico como condición organizadora de las economías e incluso la política, tiene muchos antecedentes. Desde distintos ámbitos se cuestionó esa obsesión por lo menos desde la década de 1960, señalándose que existen límites sociales como ambientales que impedirían un crecimiento perpetuo, y que al intentarlo, se desencadenan todo tipo de impactos. Un punto culminante en esos cuestionamientos ocurrió en 1972 al publicarse el informe sobre los limites del crecimiento, el muy conocido reporte al Club de Roma.
Entre las limitaciones más evidentes están el agotamiento de recursos naturales o en la incapacidad de lidiar con los impactos ambientales. Las economías no pueden crecer indefinidamente porque el planeta es finito. Por lo tanto, el crecimiento económico perpetuo que proponen los economistas convencionales es imposible. Una advertencia que esa disciplina hasta ahora no aceptó.
Los límites ecológicos están a la vista, como ocurre con los desarreglos hídricos en varios países que desembocan en severas sequías (como en Argentina, Brasil o Chile), o la necesidad de destruir áreas naturales para darle lugar a extractivismos petroleros, mineros o agrícolas. Al mismo tiempo, el agotamiento de algunos recursos naturales no renovables es evidente, como se evidencia en la caída de reservas de hidrocarburos en Bolivia, Perú o Ecuador.
En Colombia algunos de esos límites están a la vuelta de la esquina, según algunas estimaciones, y hay certeza de que en un futuro cercano su economía ya no podrá crecer a costa de la renta petrolera. Bajo esas condiciones no puede sorprender que el nuevo gobierno ponga en discusión la viabilidad de seguir dependiendo de extraer recursos agotables como hidrocarburos o minerales. Tampoco puede sorprender que algunos entiendan que a medida que se agotan esos recursos será necesario aminorar el crecimiento económico o incluso reducirlo de una forma ordenada o planificada.
Entretanto, es evidente que aún logrando el crecimiento económico eso no asegura el bienestar. Por ejemplo, en 2022 las economías de Argentina o Uruguay, mostraron buenos crecimientos económicos, pero esos indicadores macroeconómicos no se tradujeron en mejorías en las condiciones de vida de las mayorías. En Argentina la situación es dramática, con casi la mitad de la población bajo condiciones de pobreza, mientras que en Uruguay hay un rezago del valor de compra de los salarios y un creciente costo de vida.
Sean estos u otros casos, la historia latinoamericana está repleta de situaciones donde el crecimiento económico beneficia sólo a unos pocos, aunque se lo defiende indicando que generaría derrames, goteos o chorreos que alcanzarían al resto de la población. Es una historia que al mismo tiempo deja en evidencia que el PBI (Producto Bruto Interno), como indicador privilegiado del crecimiento, también está repleto de limitaciones y problemas.
A pesar de todo ese tipo de evidencias y de críticas, los políticos, empresarios y casi toda la academia minimizan o ignorar estos límites, o bien no le otorgan relevancia a los impactos que se producen en esa carrera por crecer. Una y otra vez, los gobiernos y sus bases de apoyo, incluyendo a buena parte de la sociedad, se aferran al crecimiento económico. Es un mito pegajoso.
En cambio, desde el decrecimiento se pide “una contracción económica intencional y controlada, bajo una premisa sencilla: el crecimiento económico está destruyendo la vida en la Tierra”, como alerta Geoff Mann en una excelente revisión de estas polémicas en el norte.
La necesaria reflexión
Se debe dar la bienvenida a que la temática del decrecimiento asome en América Latina, y que incluso participen actores políticos del más alto nivel, como un presidente. Es un aporte importante para alertar sobre las implicaciones del mito del crecimiento económico, tanto en los planos teóricos como en sus efectos concretos en la región. Es una línea de reflexión que debe ampliarse y profundizarse, y en ese sentido es posible compartir algunas ideas preliminares.
El decrecimiento postulado para el norte rico no puede simplemente trasplantarse a América Latina. Se pueden mencionar varias razones que obliga a ser cautelosos. En primer lugar, imponer una reducción generalizada de una economía nacional como un todo sería catastrófico. Resultaría en que los más pobres se marginalizarían aún más, en aplastar sectores completos como sanidad o vivienda, y otros efectos análogos, y ni siquiera se resolvería la desigualdad ya que los más ricos podrían remontar esos cambios con más comodidad.
En segundo lugar, enarbolar el decrecimiento como un principio generalizado sería repetir el mismo error conceptual de los defensores del crecimiento: asumir que hay una idea clave, única y abarcadora, que permite organizar, orientar y representar un proceso. Por momentos, hay posturas decrecentistas que repiten esa petulancia en sentirse capaz de abordar toda una economía nacional, y esto a su vez se inserta en que se prioriza la dimensión económica sobre otras.
En tercer lugar, se puede retrucar que el decrecimiento en sus versiones actuales no es reduccionista ya que incorpora otras perspectivas y variables. Pero eso lleva a otras dificultades. Por un lado, esos ajustes pueden ser tantos que entonces la palabra “decrecimiento” deja de ser apropiada para calificar sea la propuesta teórica o al movimiento que lo defiende.
Por otro lado,al presentar este asunto a las mayorías latinoamericanas, una vez que se presenta el término decrecimiento, debería seguir una muy larga explicación sobre los ajustes, salvedades y ampliaciones a la idea original de una reducción generalizada. Imaginemos por un momento un taller con una organización barrial o con una asociación campesina, que después de presentar el propósito de “decrecer” habrá que invertir el resto del evento en aclarar qué no se quiere decir, qué se quiere ajustar y sumar, y así sucesivamente. Aquella pretensión original de Latouche de usar una palabra que fuera efectiva para la crítica, al menos en la actual situación latinoamericana, difícilmente se consigue con la palabra decrecimiento. Además, para muchos latinoamericanos el decrecer es recesión, y las caídas económicas las han vivido por años, y por lo tanto rechazarán el término.
Tampoco pueden olvidarse especificidades de América Latina que están ausentes en buena parte de la reflexión del decrecimiento en marcha en los países del norte. Entre esas ausencias se destacan dos. El decrecimiento carece de una teoría del valor alternativa a la de la Modernidad occidental, lo que hace que siempre esté atrapado en unos modos de entender los valores en la economía y la política contemporánea. Por lo tanto, innovaciones latinoamericanas que descansan en otra teoría del valor distintas a las modernas, como los derechos de la Naturaleza, no aparecen en el decrecimiento. Tampoco se aborda la interculturalidad, mientras que en América Latina la crítica al crecimiento y al desarrollo le debe mucho a sus diferentes pueblos originarios.
Esas precauciones no invalidan la importancia del término, de las investigaciones académicas que se hacen en su nombre, ni lo que proponen sus militantes. El decrecimiento es de enorme importancia por sus cuestionamientos al crecimiento económico, sus indicadores (como el PBI), o incluso ante la idea occidental de desarrollo. Contribuye a desnudar que esa categoría no es la esencia de una economía y nos alerta sobre los límites e impactos del crecimiento. Por lo tanto se encontrarán muchos insumos, reflexiones y análisis que nutrirán las búsquedas latinoamericanas.
Acrecimiento
Como balance final, y teniendo presentes las salvedades indicadas arriba, en una primera aproximación parece más sensato plantear en América Latina utilizar otro término: a-crecimiento. Esa palabra deja en claro que se remueve al crecimiento (y el decrecimiento) de cualquier centralidad en abordar una economía, donde el PBI deja de ser un indicador clave, y bajo el cual los criterios de análisis no son únicamente economicistas. Es un término que es más sencillo de explicar y que nos aleja de los malentendidos que inevitablemente produce la palabra decrecer, en especial el temor con recesiones económicas.
Esto permitiría entender que hay sectores dentro de una economía latinoamericana que deben crecer, como los de salud, educación o vivienda. Otros sectores podrían permanecer iguales. Pero al mismo tiempo estarán aquellos que deben decrecer por expresar opulencia e impactos sociales y ambientales intolerables, como ocurre con los extractivismos mas depradadores.
Estas es una reflexión que merece ser encaminada en nuestro continente para no persistir en el fetichismo del crecimiento, como tampoco ser meros imitadores de ideas producidas en otras regiones. Impone la necesidad de discernir qué sectores deberían expandirse o reducirse, y cómo debería ocurrir esto. Llevar adelante esa tarea requiere no caer en las modas, repitiendo los llamados al decrecimiento porque esa idea se popularizó en París, Madrid y Berlín, sino en buscar nuestras propias soluciones ajustadas a nuestras urgencias y necesidades.
(*) La columna original fue publicada el 3 de febrero en las entregas de Cartas en Ecología Política de Eduardo Gudynas. Con el título “El devabte sobre el decrecimiento asoma en América Latina”.
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