El resultado de la primera vuelta electoral del pasado domingo 27 de octubre anuncia que Uruguay avanza hacia un relevo del actual gobierno de coalición de derechas. El Frente Amplio (FA), coalición que reúne a la izquierda y la centroizquierda, alcanzó el 44% de los votos —cinco puntos más que en la elección de 2019—, lo que lo deja con la mayoría en la Cámara de Senadores (16 de 30 bancas) y a dos bancas de la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados (48 de 99), umbral clave para la aprobación de leyes.

La coalición de derechas, por su parte, obtuvo el 47% de los votos (27% Partido Nacional, 16% Partido Colorado, 2,5% Cabildo Abierto y 1,7% Partido Independiente). Pero, al presentarse como cuatro partidos diferentes, alcanzó menor representación parlamentaria que el Frente Amplio.

Si bien la distribución de votos abre un escenario de relativa paridad hacia la segunda vuelta a celebrarse el 24 de noviembre próximo, la ya confirmada mayoría en el Senado para la coalición de izquierdas, sumada a las dificultades de la derecha para fidelizar el conjunto de votantes de su coalición y los votos que el Frente Amplio pueda obtener de partidos minoritarios y de votos que fueron anulados o en blanco en la primera vuelta, hacen más probable una derrota del actual oficialismo en las elecciones que definirán la presidencia de la República.

Entre lo más destacable de los comicios que pasaron habrá que contar, sin dudas, el desplome de Cabildo Abierto, una formación nacionalista con componentes de extrema derecha que es liderada por Guido Manini Ríos, excomandante en jefe del Ejército. Su partido cayó ocho puntos respecto a los resultados que había obtenido en 2019, con lo que perdió la representación en el Senado. Los electores perdidos por Cabildo Abierto en estas elecciones fueron en parte recuperados por el Frente Amplio y en parte por el Partido Nacional o el Partido Colorado, alimentando la candidatura al Senado de Pedro Bordaberry (hijo del Juan María Bordaberry, dictador a partir de 1973).

Otra novedad a destacar es la votación del Dr. Gustavo Salle, quien con un partido propio denominado Identidad Soberana y con un discurso de tinte conspiracionista contra la «agenda 2030», el capital financiero, las multinacionales forestales, la agenda de género y el personal político —que denomina «cleptocorporatocracia»—, alcanzó el 2,7% de los votos, quedando a la orilla de una banca en el Senado y obteniendo dos diputados (él y su hija, de perfil antivacunas y naturista).

La emergencia de Salle, sumada al repunte de los votos en blanco, parece ser síntoma de un avance de la desafección de una porción del electorado respecto de los dos grandes polos, desafección que tampoco logró capitalizar la izquierda no-frenteamplista o izquierda «radical», que redujo su votación a la mitad de la pasada elección, quedándose tan solo con un 0,4% de los votos.

La estrategia del comando de campaña del Frente Amplio ha girado en torno a mostrar moderación, evitar plantear debates programáticos y apuntar a un cambio de las formas («que gobierne la honestidad» fue la idea fuerza de la campaña). Se trató de una campaña más orientada a evitar riesgos que a dinamizar discusiones por izquierda. La lectura de fondo que orienta tal estrategia parece ser que el escenario político augura una posición defensiva para la izquierda, lo que reduce al mínimo la posibilidad de ganar adhesiones a través del planteo de los tópicos típicos del progresismo.

En paralelo a la elección nacional se pusieron a consideración dos plebiscitos. Uno impulsado por la derecha, que perseguía el objetivo de permitir los allanamientos nocturnos, obtuvo el 39% de adhesiones y no fue aprobado. Otro, impulsado por la central de trabajadores, proponía fijar en la Constitución la eliminación de las administradoras privadas de los fondos de pensiones (AFAPs), el regreso de la edad mínima jubilatoria a los 60 años y la equiparación de las jubilaciones mínimas al salario mínimo nacional. Este plebiscito también contó con una adhesión del 39% del electorado, por lo que tampoco fue aprobado, pero logró convertirse en el eje dinamizador de un debate político y programático que brilló por su ausencia en la campaña de los distintos partidos.

Si bien el Uruguay ya arrastra una década de meseta económica, con un crecimiento promedio anual cercano al 1% en términos reales —cuando durante la década anterior, entre 2004 y 2014, había crecido al 5%—, la crisis orgánica que parece bastante planteada en varios países de América Latina aún no se manifiesta aquí. Y, aunque crece levemente la desafección, todavía no se vislumbra ningún agujero importante en el sistema político.

El saldo de la elección aparenta volver a centrar la política uruguaya en torno a la polaridad entre el Frente Amplio y la coalición dominada por los dos partidos de la derecha tradicional. Por el momento, la amenaza de una captura del malestar por parte de la extrema derecha, dado el desplome de Cabildo Abierto —que a su vez era el socio más díscolo de la coalición— se disipa. Esta relativa estabilidad uruguaya resalta más si se la contrasta con el resto de los países de la región, en los que, como senhala Andrés Malamud, 13 de las últimas 15 elecciones fueron ganadas por partidos con menos de 10 años de existencia.

En caso de lograr imponerse en las elecciones del último domingo de noviembre y hacerse del gobierno de la República, el Frente Amplio tendrá enormes desafíos. En primer lugar, porque muy probablemente esta elección sea la última en la que la derecha se presente bajo diferentes lemas electorales: todo indica que la coalición derechista marcha hacia la unificación política, lo que aumentará su competencia electoral y posibilitará un mejor posicionamiento parlamentario. Esto, en consecuencia, exigirá al Frente Amplio aumentar su caudal de votos si quiere mantenerse competitivo, lo que abre el debate sobre la transversalidad electoral y la agregación de mayores segmentos sociales a su paraguas, o bien la discusión sobre cómo conseguir mayor adhesión de parte de aquellos segmentos sociales en los que ya se apoya.

La unificación de la derecha corona un fenómeno histórico de fondo: la mutación de la vieja coparticipación blanqui-colorada. Aquella coparticipación, que expresaba la coexistencia política entre una burguesía industrial de perfil urbano y la burguesía agraria, ambas con representación de sectores populares del campo y la ciudad detrás de sí, atravesó gran parte de la historia uruguaya y comenzó a entrar en crisis con el agotamiento del «neo-batllismo» de posguerra y el surgimiento del Frente Amplio en 1971. En cierto sentido, dicha coparticipación reflejaba la alternancia en el poder de la polis portuaria (Partido Colorado) y de la pradera (Partido Nacional).

Durante las últimas décadas, y fundamentalmente a partir del crecimiento del Frente Amplio como heredero de la representación de la sociología de la polis portuaria y su programa batllista (reformismo progresista), ese escenario tradicional sufrió una reconfiguración. Es por ello que el ascenso del Frente Amplio es espejo de la caída del Partido Colorado, representante histórico del Partido del Estado y del orden.

Situar las elecciones en ese marco histórico más amplio, más allá de los desafíos que se desprenden de lo inmediato de la gestión, plantea problemas del orden de lo estratégico. Las condiciones de reproducción de la base batllista del Uruguay están puestas en entredicho debido al lugar que va quedando el país en el mercado mundial, del mismo modo que están bajo amenaza las lógicas de la sociedad salarial integradora en otras partes de la región. Basta ver el caso de Brasil y Argentina, donde se han procesado reformas laborales regresivas en la última década.

En el caso argentino, la expansión del empleo informal, en paralelo a su progresivo empobrecimiento, ha desconectado a importantes sectores de la clase trabajadora de la que había sido su representación histórica —el peronismo—, elemento clave para engendrar las condiciones de posibilidad para el gobierno de Javier Milei. Más allá del caso argentino y sus particularidades, lo cierto es que los procesos progresistas sudamericanos que habían sido protagonistas a principios de siglo parecen caminar sobre un puente que se va erosionando al ritmo de la incapacidad de mejorar los términos de su inserción económica internacional, responder al rezago de productividad y cerrar las brechas tecnológicas y productivas con los centros globales de producción industrial.

Planteado así el problema, la perspectiva de un relevo al gobierno de derecha que se muestre atemperado no parece un escenario deseable ni conducente. En caso de que las condiciones económicas se recrudezcan, el peor escenario será uno en el que el Frente Amplio se enfrente a su base social o caiga en una espiral de puja distributiva en la que las fuerzas en pugna se anulan mutuamente. Para evitar estos pantanos, recurrentes en la región, deberemos identificar puntos de confluencia nacional en torno a una estrategia de país que se plantee recuperar el rumbo y se muestre capaz y tenga la voluntad de articular detrás de sí a diversos actores, entre ellos la base social organizada del propio Frente Amplio.

Las bases programáticas del Frente Amplio plantean la necesidad de la puesta en marcha de una Estrategia Nacional de Desarrollo. La posibilidad de diagramar efectivamente esa estrategia y de alinear los actores y recursos necesarios para ponerla en marcha será sin dudas uno de los principales cuellos de botella de cara a lo que se viene.