Por: Breno Altman
El exnegociador colombiano Humberto de la Calle criticó al grupo disidente de las FARC que retomó las armas. | Foto: Reuters
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Humberto de La Calle fue el principal interlocutor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para el pacto que puso un punto final al conflicto armado.
Las cifras son asustadoras. Desde la firma de la primera versión del Acuerdo de Paz, el 26 de septiembre de 2016, hasta el último día 8 de septiembre, fueron asesinados 777 líderes sociales y activistas de derechos humanos. El mismo final tuvieron 153 exguerrilleros y 47 de sus familiares.
Los datos son del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz, fundado hace 35 años. La Fiscalía General de la República rechaza esa contabilidad. Pero el resultado sigue siendo tenebroso: hasta junio de 2019, el gobierno calcula que 302 militantes de movimientos populares fueron víctimas de homicidio, un macabro destino que sufrieron también 171 reincorporados y sus parientes.
Informes oficiales afirman que la mitad de los asesinatos de antiguos combatientes fue aclarada, con trece sentencias de condenación y mandato de captura para más de cincuenta personas. El Indepaz retruca: se habría solucionado tan solo el 10 por ciento de los crímenes contra liderazgos sociales y desmovilizados de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).
Esa realidad sangrienta parece ser uno de los motivos que causan incomodidad y preocupación a Humberto de la Calle, jefe del equipo negociador gubernamental en los diálogos de paz que tuvieron lugar en La Habana entre 2012 y 2016. “El balance de esos tres años es de luz y de sombra”, declaró al reportaje de Opera Mundi. “La guerrilla más antigua del continente entregó las armas, poniendo un punto final al conflicto, pero el gobierno de Iván Duque, aunque haya tenido algunos avances en la reincorporación económica, es claramente hostil a la reforma agraria y a la reforma electoral, puntos fundamentales del Acuerdo de Paz”.
Afable, de gestos serenos, rostro circunspecto, dueño de sonrisas moderadas, Humberto de la Calle es considerado un caballero, incluso por sus adversarios. Con una larga carrera política, estaba apartado de las funciones públicas desde hacía 10 años cuando, en 2012, Juan Manuel Santos, el presidente de la nación en la época, lo invitó para llevar a cabo la difícil misión de alcanzar un compromiso capaz de poner un punto final a una guerra civil que había tenido inicio en 1964.
No tenía ninguna simpatía o admiración por los guerrilleros. Muy por el contrario. Afiliado al Partido Liberal, era identificado con los sectores más conservadores de esa asociación, en cuyo nombre fue ministro e incluso vicepresidente de la República. También fue ministro de la Corte Suprema y embajador ante la Organización de los Estados Americanos (OEA).
En los primeros encuentros, cuando la tensión entre los interlocutores cortaba como un cuchillo, hay quien diga que De la Calle se molestaba hasta cuando le sacaban fotos con líderes y militantes rebeldes. “Me senté a la mesa sin ilusiones”, cuenta él. “Ellos eran responsables por atrocidades terribles. Pero el origen de esos crímenes era la guerra”.
Y la guerra era la respuesta, en el entendimiento de los insurgentes, exactamente para la concentración brutal de tierras, para la pobreza de los campesinos, para la truculencia de los terratenientes y para la existencia de un sistema político controlado por oligarquías y fuertemente opresor.
El Bogotazo
La violencia había durado mucho tiempo. En abril de 1948, el candidato a la presidencia de los liberales, Jorge Eliécer Gaitán, franco favorito, fue asesinado en Bogotá. Abogado de ideas progresistas, defensor de causas sindicales y de la reforma agraria, su muerte causó un levantamiento popular en la capital colombiana, conocido como el “Bogotazo”. El blanco era el Partido Conservador, vinculado a los terratenientes, rival de los liberales. Los gaitanistas, aliados a los comunistas, organizaron guerrillas campesinas en varias regiones para enfrentar al Estado y a las bandas paramilitares dominadas por los conservadores.
El choque bipartidario terminó en 1958. Los sectores más moderados consiguieron reasumir el comando del Partido Liberal y formaron una alianza de gobierno con sus enemigos reconocidos del Partido Conservador. Los dos lados se perdonaron mutuamente y enterraron todos los planes de democratizar el campo.
Los comunistas continuaron la batalla, con la adhesión de muchos gaitanistas desamparados, entre ellos un líder campesino llamado Pedro Augusto Marín, cuyo nombre de guerra era Manuel Marulanda Vélez, el legendario “Tirofijo” que sería el principal fundador de las FARC, seis años después de la deserción de los liberales.
De la Calle admite que, durante las negociaciones de La Habana, la cuestión de la tierra pasó a tener otro peso en sus opiniones. “De alguna manera, es un retorno a las tradiciones liberales”, admite, recordando el desplazamiento forzoso de sus padres, víctimas de la brutalidad de los conservadores. “Este país tiene el 48 por ciento de sus tierras en situación irregular, muchas ocupadas de forma criminal, generando una concentración injusta de la propiedad e impidiendo que los campesinos tengan una vida decente.
Su conclusión es que, sin cambiar esa estructura, “respetando la propiedad privada legítima y que ejerza su función social” el conflicto siempre renacerá. “Los campesinos continuarán desesperados y parte de los terratenientes, animados por la omisión del Estado, continuará defendiendo sus tierras, o ampliándolas, por medio de la violencia y de la asociación con grupos delincuentes”.
Sus críticas al gobierno de Iván Duque, del Centro Democrático, son implacables, responsabilizándolo por un ambiente de polarización peligroso que buscaría la desestabilización de los aspectos jurídicos del Acuerdo de Paz.
Las FARC, partido político
Los compromisos de La Habana permitieron que las FARC se constituyeran como partido político y que tuvieran diez plazas en el parlamento durante dos períodos de cuatro años, sin depender de votos para ello. También crearon un sistema especial de justicia, denominado Jurisdicción Especial de Paz (JEP), ante el cual deberían presentarse tanto exguerrilleros como militares y paramilitares.
Todos los crímenes deben ser reconocidos, pero no serán castigados con prisiones. Las sentencias se limitan a restricciones de movimiento y obligaciones de reparación de las víctimas, incluyendo residencia y trabajo social en las regiones afectadas, durante un plazo máximo de ocho años. Mentiras, incumplimiento u omisiones con relación a las convocaciones de la JEP pueden causar exclusión de las garantías de reincorporación.
“El presidente Iván Duque y el senador Álvaro Uribe (presidente en el período de 2002 a 2010, principal líder de la derecha colombiana) amenazan la consolidación de la JEP”, denuncia. “Maniobran con tentativas jurídicas y presupuestarias para limitar su alcance. Intentan impedir que militares y paramilitares cumplan su parte, facilitando dejar escondidos los delitos de esos agentes y a servicio de quien estaban, alimentando la impunidad en sectores con graves responsabilidades en la guerra.”
De la Calle no omite su insatisfacción con el gobierno, pero es cuidadoso en lo que se refiere a la violencia. “No es posible atribuir ese baño de sangre totalmente al gobierno, pero tampoco es posible cerrar los ojos”, subraya. “Durante las negociaciones en La Habana, los índices de violencia se desplomaron, pero volvieron a subir después del acuerdo. Ese proceso puede tener diferentes causas, es muy antiguo. Muchas veces los mandantes son terratenientes, pero también traficantes y grupos que continúan en la rebelión armada. No obstante, es evidente que todo empeora debido a la falta de compromiso del gobierno con la reconciliación y la investigación de esos crímenes”.
Relaciona esas dificultades con las disidencias de las FARC que recientemente volvieron a la lucha armada y buscan apoyo entre exguerrilleros frustrados. Condena esa opción duramente: “traición al acuerdo, a sus compañeros y al país”. Pero él mismo también parece sentirse traicionado: Iván Márquez, uno de los comandantes que volvió a la montaña, era su contraparte en las negociaciones de La Habana, el jefe de la delegación de las FARC, con quien estableció, según dicen muchos, una relación de amistad y respeto.
El rechazo se limita a los disidentes. Asume otro tono cuando se le pregunta sobre las FARC. “Ese partido y su dirección demuestran un gran sentido de lealtad, defendiendo el acuerdo a pesar de todos los problemas existentes, enfrentando con autoridad a los antiguos comandantes que deshonraron la palabra dada”.
La defensa de la paz puede haber sido un mal negocio para el ex-negociador, candidato derrotado a la Presidencia colombiana en 2018, cuando obtuvo tan solo el 2 por ciento de los votos, sin máquina electoral ni apoyos financieros.
De la misma forma que parece ocurrir con sus aliados de La Habana, De la Calle paga un el precio por su lealtad al proceso de paz. Su cuenta no se cobra en sangre, pero no deja de ser amarga. En realidad, fue una de las pocas personas que, aunque perteneciendo a los salones políticos de los abastados, tuvo la osadía de romper la omertá de las élites colombianas sobre la tierra y la guerra.
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