Por: Jose Antonio Gutierrez y Horacio Duque
Ah, si no fuera por la “guerra”, ya la izquierda habría alcanzado el poder. Así razonan algunos sectores socialliberales, que se imaginan que el día en que las guerrillas revolucionarias ya no existan, entonces ahí si la oligarquía va a jugar limpio, no asesinara a la oposición, dejaría de perseguir, asesinar y estigmatizar, etc. El movimiento guerrillero sería una especie de tontos útiles, un grupo funcional a la oligarquía que, sin ellos, carecería de “excusas” para seguir reprimiendo.
Estos sectores olvidan que la oligarquía comenzó a exterminar a la oposición de mucho antes de la existencia de los movimientos guerrilleros. Es más, se olvidan que las guerrillas en Colombia nacieron, de hecho, como una respuesta a la violencia estatal, no por el capricho de algunos izquierdistas delirantes intoxicados ideológicamente, sino como auto-defensas campesinas. Ahí está el origen de las FARC-EP, en los núcleos de campesinos armados en Cauca, Sur y Oriente de Tolima y Sumapaz. Lo más grave, es que estos sectores asumen la “tesis uribista” de que el surgimiento de la guerrilla fue una decisión voluntarista y artificial de parte de unos conspiradores de izquierda y que la guerra es una imposición absurda de los revolucionarios. Tesis que no sólo es incorrecta desde un punto de vista histórico, sino que lo que es peor, es una tesis de peligrosas consecuencias en el campo político, que supuestamente se quiere liberar de la distorsión ideológica guerrillerista. Con esa logomaquia se llegó hasta el punto de afirmar que las responsables del exterminio de la Unión Patriótica eran ellas mismas por no tomar distancia de la insurgencia revolucionaria agraria.
Primero que nada, confunden al fenómeno con su manifestación. Hablan de la “guerra” en abstracto, como si fuera una entidad con vida propia. La guerra es la expresión concreta de la dominación de clase en Colombia; es la manera concreta cómo la oligarquía, tanto a nivel de Estado como a nivel regional, expresa su dominio, su control sobre las clases subalternas. No es una guerra “instrumentalizada” por el Capital; es una guerra iniciada por éste en medio de las tensiones de la modernización capitalista desde la década del 20 en adelante. Es la manera sangrienta y concreta en que se ha hecho la acumulación de Capital, mediante el despojo al campesinado y la desarticulación de toda forma de resistencia obrera y popular a la explotación desenfrenada. Pero el problema no es la “guerra”, sino ese tipo particular de dominio de clase, del cual la guerra es apenas la expresión.
La lucha guerrillera, en vez de ser funcional a esta violencia de clase, ha sido una de las manifestaciones de la resistencia popular en contra del saqueo y la violencia de los de arriba. Objetivamente, el movimiento guerrillero ha sido un dique de contención a la expansión de la economía minero-extractivista, de mega-proyectos y, más tradicionalmente, de la expansión del latifundio. De no ser por las guerrillas, ya no quedarían campesinos en Colombia. Es un hecho que donde todavía queda campesinado, es porque todavía queda insurgencia. No es casual que en muchos territorios, los campesinos muestran incertidumbre hacia el tipo de paz que se va a lograr y, sobretodo, hacia el tema del desarme. En muchos territorios hemos escuchado a campesinos decir “¿Si entregan las armas, quién nos va a defender? ¿Quién va a contrapesar a los que quieren sacar los recursos y dejarnos el hueco en la tierra?”. Esto es una realidad, aunque los medios lo ignoren o lo nieguen. Si los insurgentes no han podido evitar del todo el avance de las locomotoras y el acaparamiento monstruoso de tierras, es por la asimetría de las partes en la contienda, pero para nadie es un secreto que uno de los intereses del gran capital en que se firme la paz, es para poder llevar las inversiones a las zonas donde hoy no pueden entrar porque tiene presencia el movimiento insurgente. La “guerra” no es una mera instrumentalización del Capital, expresión que trivializa el sentido de la resistencia de los campesinos en armas y que minimiza su impacto en el terreno concreto de la lucha de clases. Si así lo fuera, el Capital y sus agentes políticos no estarían negociando en La Habana la terminación del conflicto social y armado colombiano.
Quienes creen que una “paz neoliberal”, o que la desmovilización o desaparición, o la derrota de los guerrilleros, va a generar condiciones para que el pueblo se organice y avance en sus demandas, pues ya no estaría el “gran obstáculo” que supuestamente tendría el movimiento popular, harían bien no sólo en recordar la historia, sino que en ver el resultado de la paz neoliberal en países centroamericanos como El Salvador o Guatemala. La “paz neoliberal”, esa paz minimalista que fue poco menos que una desmovilización que no tocó, en lo fundamental, ninguna estructura del poder, es una paz asesina, es una paz violenta, en la cual muere más gente de muerte violenta que cuando se estaba en guerra. Es una paz bajo un proyecto social que generaliza la anomia y que desintegra a la sociedad, dando paso a las estrategias imperialistas de mayor injerencia en las naciones centroamericanas, como sucede con el Plan Mérida y sus miles de muertos y masacres como en México y El Salvador. Una paz vigilada, donde los ejércitos mercenarios privados siguen al servicio de los poderosos, como si nada, para seguir aplastando sueños apenas los ven surgir. ¿Ese es el modelo de paz que queremos para Colombia y su pueblo?
El momento es crucial. Los riesgos que enfrenta el movimiento popular son graves. La aplicación de las fórmulas de otros países sudamericanos al caso colombiano, de manera mecánica, es una receta para el fracaso. Colombia no es ni Porto Alegre, ni Ecuador, ni Bolivia, ni Venezuela. Es un país donde la tolerancia a las expresiones disidentes es mínima, y en el cual la violencia en contra de la oposición se expresa en una agresión constante mediante el paramilitarismo y las “bandas criminales”. El espacio democrático es mínimo y solamente puede ser ocupado por quienes no tengan ninguna ambición transformadora. Que haya “izquierdistas envejecidos”, llenos de escepticismo crónico, que no aprendieron nada de la experiencia de la UP es lamentable; más aún, cuando el desangre de líderes populares y de activistas continúa firme y el Estado no da ninguna muestra de enfrentar la maquina paramilitar. Si no se altera esta realidad en el terreno, en la realidad de la lucha de clases, que es donde se sustenta todo el edificio institucional, cualquier intentona democrática sería ahogada en sangre.
Qué tipo de acuerdo es el que salga de La Habana, qué tipo de paz se logre, incluso, cómo se logre, si se logra como fruto de un acuerdo entre dos partes en un país lejano, o como un acuerdo que se alcance también con la presión y la lucha de las grandes masas que tienen mil y una razones para protestar, todo esto importa. En esta lucha por la paz, el problema no es si la paz es neoliberal o con justicia social. El problema es que sin justicia social, puede ser que no haya guerrilla pero no habrá paz. Y seguirán muriendo los pobres: desplazados por la megaminería y la agroindustria, de física hambre como en la Guajira, bajo las balas de sicarios y paracos al servicio de poderosos intereses económicos, legales o ilegales. Esa paz neoliberal que se vislumbra en las metas del Plan de Desarrollo Nacional, santifica el enriquecimiento por despojo y llevaría a una sociedad francamente caníbal. Resistir este modelo es una necesidad: y la presión por lograr un acuerdo lo más favorable posible para los intereses populares en la negociación gobierno-insurgencia es uno más de los muchos espacios de resistencia en los cuales el pueblo debe asumir su protagonismo. El pueblo colombiano puede mucho más.
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