Por: Fernando Dorado
Popayán, 16 de mayo de 2014
“¡Oro!, ¡oro maravilloso, brillante, precioso!
Un poco de él puede volver lo blanco, negro; lo feo, hermoso;
lo falso, verdadero; lo bajo; noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente…”
William Shakespeare
12 mineros murieron aplastados por cientos de toneladas de tierra, barro y piedras en la madrugada del 1° de mayo – Día Internacional de los Trabajadores – en la mina de oro “Agua Limpia” de San Antonio, en Santander de Quilichao, al Norte del Cauca. Los diarios y emisoras lo noticiaron, los políticos pontificaron, las autoridades anunciaron medidas, todo el mundo se lamenta, muy pocos hacen algo. Es una tragedia social y ambiental.
Son héroes anónimos de una cruel y soterrada guerra global que se desarrolla en los centros financieros de Frankfurt y Nueva York. El valor del oro aumenta a medida que cae la confianza en el dólar. La fiebre del oro ha vuelto a invadir al mundo, en especial a América Latina. Los capitales fluyen, la maquinaria se mueve, el soborno aparece, el crimen se disfraza, el trabajo se hace esclavo, el sueño y la realidad se juntan. Es una maldición.
La demanda mundial de materias primas y metales preciosos ha aumentado drásticamente. Las cantidades extraídas se han multiplicado en forma exponencial[1]. Los precios de muchos de estos productos han subido a niveles inéditos. El oro es utilizado en teléfonos, computadores y toda clase de aparatos de alta tecnología. Países con una inmensa población – como China, India, Brasil y México – han dado el salto de países en desarrollo a países emergentes, con lo cual una gigantesca cantidad de personas tiene ahora acceso a mercados y productos de todo el mundo. Es la globalización neoliberal en toda su dimensión y consecuencias trágicas para la humanidad.
Paralelo al auge mundial de los precios de las materias primas, durante la década de los años 90s del siglo XX se produjo otra transformación importante en el panorama empresarial: la mayoría de las empresas mineras estatales fueron privatizadas, mientras que las compañías privadas se fueron fusionando en corporaciones transnacionales cada vez más grandes. Debido a su posición monopólica, estas enormes corporaciones pueden determinar las cantidades extraídas de los distintos metales y participar en la fijación de precios. El poder de estas mega-corporaciones crece cada vez más, mientras que las opciones para controlarlas son muy limitadas.
Una brutal guerra económica por el control de las materias primas se desarrolla en Colombia, Centroamérica, Perú, Sudáfrica, Indonesia y demás países de la periferia. Es muy diferente en las minas a “cielo abierto” más grandes del mundo, como en Boddington y Kalgoorlie, Australia, o en Goldstrike, en los Condados de Eureka y Elko, Nevada, EE.UU. Allí la muerte está disfrazada de progreso. La naturaleza es la que sufre. No hay dolientes humanos directos pero la fiebre y la tragedia es la misma. El capital se impone y arrasa extensos territorios y ecosistemas.
Oro y dinero, dos formas de la misma necesidad. Desde el minero hasta el cura párroco se ven involucrados en el mismo torbellino que fluye a través del comerciante de gasolina, el proveedor de repuestos de maquinaria, el vendedor de todo tipo de mercancías al por mayor, al detal y ambulante, los dueños de bares y cantinas, proxenetas y prostitutas, desplazados y víctimas del conflicto, soldados, policías, guerrilleros y paramilitares, que acuden presurosos donde se mueve el vil metal, tras la ganancia y la ilusión. Es una trampa.
Al igual de lo sucedido con la economía del narcotráfico hay gente que no se siente aludida. “Eso es economía ilegal”, dicen, pero en el fondo saben que ese dinero fluye por las intrincadas arterias de la economía capitalista. Al menos un 25 por ciento del lavado de activos en Colombia se hace a través de la minería ilegal. Es oro y dinero que mágicamente salta de las manos y bolsillos del más humilde minero hasta los más ricos y poderosos bancos y centros financieros del mundo desarrollado. Es una conexión indisoluble.
Los indígenas del Norte del Cauca están dentro de los pocos seres que tratan de detener esa avalancha de horror que inunda sus territorios y que no saben cómo detener. Sin embargo, la estrategia de las mafias que se mueven detrás del negocio se lo ha impedido. Ya ha habido refriegas entre comuneros que intentan alejar ese monstruo de la minería de sus territorios y proletarios desplazados de todos los confines de la región que han llegado atraídos por la necesidad de sobrevivencia. Es un enfrentamiento heroico pero inútil.
Los grandes empresarios dueños de las retroexcavadoras tienen experiencia y saben cómo ganarse a las comunidades vecinas y desplazadas. La estrategia es sencilla: alimentan la ilusión de riqueza y garantizan el rebusque. Mueven inmensas masas de tierra excavando las entrañas de una naturaleza que guarda – para su desgracia – miles de onzas del preciado metal. Dejan trabajar “libremente” en horas y sitios “donde no estorben”. Y así consiguen el respaldo de gentes que no tienen empleo o que en otros trabajos obtienen mucho menos de lo que consiguen “lavando oro”. Esos desheredados de la tierra, por unos días, creen ser dueños de un territorio y lo defienden a muerte. Allí cavan su tumba y muchos lo saben.
Los esfuerzos indígenas son auténticos, dignos de admirar y de apoyar. Pero su lucha en defensa de la naturaleza y el territorio no sobrepasa el nivel de resistencia. Mientras no sean abolidas, las condiciones económicas y políticas que generan toda economía “ilegal”, que no sólo es la minería sino también la de la coca, marihuana y demás formas de explotación de los recursos naturales y fuerza de trabajo, el problema va a crecer. Mientras las grandes mafias que gobiernan a Colombia estén detrás de esas economías, tragedias como las que observamos van a repetirse. Mientras el capital como “trabajo muerto se imponga sobre el trabajo vivo”, no habrá salida. Es evidente.
Las autoridades locales saben que existen leyes para detener esa industria criminal. Pero tienen atadas sus manos frente a una dinámica nacional e internacional que impone su lógica depredadora. Hoy detienen una retroexcavadora, mañana aparecen dos. Hoy sancionan un “empresario” ilegal, mañana le llega el permiso de un juez o una autoridad ambiental. La productividad y la capacidad de corrupción son infinitas. Y si no es por la vía legal, la fuerza impone sus condiciones violentas. El secretario de gobierno de Santander de Quilichao, quien valientemente se opuso a la minería ilegal, tuvo que salir de la región por amenazas de muerte. El gobierno nacional reacciona momentáneamente cuando se presenta una tragedia, ahora demagógicamente declararon la “emergencia social y ambiental”[2], pero una vez pasa el escándalo los agentes ilegales vuelven a imponer su regla: la ley del dinero y la violencia.
El problema de la minería en Colombia es de marca mayor. Lo estudia entre otros, Luis Jorge Garay, al frente de un calificado equipo de investigadores, apoyados y financiados por la Contraloría General de la República que produjo dos volúmenes: “Minería en Colombia: Derechos, políticas públicas y gobernanza” (abril, 2013) y “Minería en Colombia: Institucionalidad y territorio, paradojas y conflictos” (noviembre, 2013).[3]
Garay plantea que el proceso de globalización neoliberal ha llevado a una “tensión entre des-territorialización y re-territorialización en unas fronteras y unos espacios de poder cada vez más porosos bajo Estados con soberanías más relativas y ambiguas”. “Un mundo consecuente con la reproducción de amplios espacios desgobernados sin que haya un verdadero Estado soberano transnacional que los pueda gobernar y resultante, entre otros factores, del modelo de desregulación y liberalización de los mercados y de la privatización de amplios ámbitos de la actividad que ha caracterizado la etapa actual de globalización: la globalización neoliberal”. Es la soberanía política llevada a su mínima expresión.
Este planteamiento coincide con el concepto de “acumulación por desposesión” elaborado por el geógrafo teórico y marxista David Harvey. El término define los cambios neoliberales producidos en el mundo desde los años 70s del siglo pasado (XX) hasta la actualidad y que siguen cuatro prácticas: la privatización, la financiarización, la gestión y manipulación de las crisis y, las redistribuciones estatales de la renta. Es la base de una oleada de inversiones capitalistas interesadas en nuevos mercados, tierra, minería, fuentes de agua y biodiversidad, y todo lo que signifique renta y ganancia. Es el infierno neoliberal.
No es casual entonces, que durante los 8 años de gobierno de Álvaro Uribe se aprobaran más de 4.200 licencias y contratos mineros para explorar y explotar 8,53 millones de hectáreas del territorio nacional[4]. Mientras que entre 1990 y 2002 se aprobaron 2.000 licencias para un cubrimiento de 1,2 millones de hectáreas, en el gobierno de Uribe esa cifra se sextuplicó. No es coincidencia que hoy en el Cauca estén regadas por el territorio y en pleno uso ilegal más de 400 retro-excavadoras en municipios como Santander de Quilichao, Caloto, Buenos Aires, Suárez, El Tambo, La Sierra, Argelia, Sucre, Patía, Bolívar, Argelia, Timbiquí, López de Micay y Guapi, destruyendo ríos y montañas, descomponiendo comunidades rurales afros, indígenas y mestizas, imponiendo su lógica de explotación capitalista controlada por grupos armados ilegales y mafias nacionales y globales.
El Cauca posee 3’090.000 hectáreas de las cuales hasta agosto de 2.011, se encontraban en proceso de concesión 813 solicitudes que abarcan un territorio de 1.623.000 hectáreas, es decir, más del 55% del departamento. Empresas como Anglo Gold Ashanti, Carboandes, Gran Tierra Energy, y otras, exploran gran parte del territorio caucano en busca de minerales y petróleo. Paralelamente los mineros “ilegales” realizan explotaciones en diversos municipios. La combinación calculada entre la exploración legal de las zonas concesionadas en el Cauca, la ofensiva de la minería ilegal de mediana escala y la negligencia y complicidad de las autoridades nacionales, que son las que tienen la fuerza pública y la potestad para actuar, genera grandes sospechas. Algo oscuro está en la sombra.
Casos como el ocurrido en Santander de Quilichao, con su inventario de muertos y heridos, descomposición económica, social y cultural, quiebra de la precaria institucionalidad democrática, desconocimiento de fuerzas sociales organizadas, presencia de paramilitares, bandas delincuenciales, guerrilla y fuerzas militares oficiales descompuestas, ilustran bien una estrategia imperial capitalista de proporciones inimaginables hasta hace poco tiempo, dirigidas a profundizar un modelo de despojo que ha sido la constante en los siglos precedentes de conquista y colonización del territorio americano. El desorden y el caos creado por la minería “ilegal” pareciera estar preparando condiciones para que el Estado justifique la “formalización de la gran minería a cielo abierto” por la vía de entregar amplias zonas a las empresas transnacionales para que “desarrollen una minería legal y ambientalmente sostenible”. Es la estrategia utilizada en África con excelentes resultados.
Garay nos ofrece pistas. “El proceso actual de titularización de bienes agrícolas y recursos naturales en los mercados mundiales de capitales, la adquisición masiva de tierras, el licenciamiento extensivo del subsuelo para la explotación de recursos naturales no renovables, la implantación de modalidades para la mercantilización del uso de la tierra como el derecho real de superficie (DRS) y la apertura a la inversión extranjera, y acaparamiento del uso del suelo y subsuelo, y/o de la propiedad de tierras en países en desarrollo, por parte de capitales extranjeros y nacionales poderosos, productivos y financieros, es uno de los rasgos distintivos de la etapa contemporánea de la globalización neoliberal” (Garay, 2013).
Además podemos inferir de esos estudios que en Colombia ha avanzado un “proceso de captura y reconfiguración cooptada de instituciones del Estado por parte de empresas transnacionales y/o domésticas-legales, grises (que actúan entre la legalidad y la ilegalidad) o abiertamente ilegales como en el caso de la minería criminal. La proliferación de múltiples exenciones, deducciones y tratamientos preferenciales “a la medida” de empresas mineras en la administración del régimen tributariocolombiano insinuarían la presencia de procesos de captura y reconfiguración institucional” (Garay y Salcedo-Albarán, 2012).
En una perspectiva internacional, diferentes estudios demuestran que la minería como actividad económica contribuye con el desarrollo y la acumulación de riqueza en los países desarrollados. Allí las grandes compañías mineras utilizan la más avanzada tecnología, son obligadas a mitigar los efectos ambientales y a respetar las normas laborales, y pagan impuestos relativamente altos en comparación con lo que pagan en los países dependientes y en la periferia capitalista.
Al contrario, en países de África, América Latina y Asia, los gobiernos subordinados al Banco Mundial BM y al Fondo Monetario Internacional FMI entregan sus riquezas a la explotación de corporaciones transnacionales que desconocen toda norma ambiental, pagan bajos salarios a los trabajadores apoyándose en la desregulación de las normas laborales, pagan bajos impuestos, tienen una serie de exenciones tributarias y corrompen a las autoridades que les permiten toda clase de arbitrariedades. Y eso, cuando no están financiando guerras tribales y regionales.
En estos países “en desarrollo”, la minería legal e ilegal se ha convertido en una verdadera maldición. “La maldición de Midas”. Las regiones mineras – como sucede en Colombia – están entre las menos desarrolladas, tienen los mayores niveles de pobreza, violencia, descomposición social y deterioro del ambiente. La débil institucionalidad estatal queda subordinada al poder de las grandes empresas transnacionales, mafias locales, regionales y nacionales, que no respetan leyes nacionales que a veces cumplen preceptos internacionales pero que se quedan en el papel.
Construir fuertes movimientos democráticos que recuperen la soberanía política de manos de la oligarquía entreguista – como han hecho los pueblos de Venezuela, Bolivia y Ecuador –, es un primer paso para en verdad “formalizar” la producción minera y extractiva, recuperar el control de los recursos naturales, re-negociar contratos, reajustar impuestos, hacer cumplir las normas ambientales y proteger los ecosistemas, garantizar autonomía en sus territorios a comunidades indígenas y afros, y usar los recaudos estatales para financiar un verdadero desarrollo integral.
Sin embargo los trabajadores debemos aspirar a más. La crisis ambiental y energética del mundo construido alrededor de la química del petróleo y el consumismo desaforado de mercancías desechables nos obliga a luchar contra la esencia crematística del capitalismo. La idolatría al oro (dinero) debe terminar si queremos mantener la especie humana sobre la tierra. Tenemos que escoger entre el “brillante corruptor” descrito magistralmente por Shakespeare, y la frágil naturaleza terrestre en la cual la vida humana es sólo una minúscula – nada indispensable – parte de ella.
[1] Como consecuencia del creciente consumo de materias primas, las inversiones en exploración minera han crecido en forma vertiginosa en los últimos años. En el año 2009, los gastos totales para trabajos de exploración de metales no ferrosos en todo el mundo ascendieron a USD 7,32 mil millones, y si se les suma el uranio se llega a USD 7,98 mil millones. Ver: La Minería en los Países en Desarrollo – Desafíos y Propuestas de Acción -. Misereor.
[2] Ver: http://www.cauca.gov.co/gestion/1737-declarada-emergencia-social-y-ambiental-en-el-cauca-por-problemas-en-la-explotacion-minera
[3] Volumen 1: http://www.contraloriagen.gov.co/documents/10136/182119332/Libro_mineria_sep3_2013.pdf/65bf77a0-8b0b-430a-9726-dad0e72639c6; Volumen 2: http://www.contraloriagen.gov.co/documents/10136/182119332/MineriaEnColombia-Vol2.pdf/6cc33e0c-29e9-4a65-8561-1215fa8d07a0
[4] Guillermo Rudas y Camila Osorio Avendaño. “El legado minero de Uribe” La Silla Vacía
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