En mayo, Cúcuta, una ciudad colombiana de un millón de habitantes situada en la frontera con Venezuela, se convirtió en el centro de atención de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la institución gubernamental encargada de identificar, documentar y establecer la responsabilidad por las muertes de las víctimas en el actual conflicto armado del país.

Después de que el testimonio de un comandante paramilitar revelara la existencia de fosas comunes en la ciudad, la JEP, en su mayor y más crítica intervención, clausuró el Cementerio Central de Cúcuta y lo designó escena del crimen. Los investigadores forenses que trabajaban para la JEP descubrieron diez fosas comunes sin marcar en el cementerio, de las que desenterraron miles de bolsas negras en descomposición llenas de cadáveres y huesos desmenuzados. Y eso no es todo: en la parcela que rodea un monumento de mármol italiano del siglo XIX descubrieron otros mil cadáveres apilados unos sobre otros en fosas aún más profundas.

Más de cien mil personas están actualmente registradas como «desaparecidas» en Colombia, herencia de los violentos conflictos del país entre guerrillas, paramilitares, grupos criminales y el gobierno. En el estado donde se encuentra Cúcuta, más de cuatro mil personas habían sido denunciadas como desaparecidas por sus familias. Gracias a las pruebas de ADN de los restos humanos encontrados en el Cementerio Central, alrededor de doscientos de los cadáveres ya han sido identificados como los de personas asesinadas y desaparecidas. Los restos han sido cuidadosamente catalogados, equipados con microchips para rastrear cualquier movimiento futuro y enterrados en parcelas familiares o en pequeños nichos dentro de muros de hormigón recién construidos para ellos en el cementerio.

El Cementerio Central de Cúcuta se fundó en 1885, una década después de que un terremoto de magnitud 8,5 arrasara la ciudad y causara la muerte de 1500 personas. Fue construido originalmente en lo alto de una colina, fuera de los límites de la ciudad, en un gran terreno con vistas panorámicas de la ciudad y las montañas venezolanas al este. Sin embargo, debido a una de las expansiones urbanas más rápidas del planeta —consecuencia directa de la violencia que ha asolado el campo en las últimas décadas y que ha obligado a millones de colombianos a abandonar sus tierras— el cementerio se encuentra actualmente en pleno centro de la ciudad.

En sus primeros cien años de existencia, más de cien mil personas de todos los estratos sociales y nacionalidades (colombianos, venezolanos, alemanes, árabes y judíos) recibieron sepultura en el cementerio. Al principio, el cementerio ofrecía diferentes planes de enterramiento para todas las clases sociales: parcelas de lujo con monumentos de mármol diseñados por escultores italianos, acompañados de elegantes cortejos fúnebres de ataúdes de madera tallada tirados por caballos; tumbas modestas de arquitectura funcionalista; o fosas comunes marcadas solo con una cruz o una piedra.

Con el tiempo, la arquitectura del cementerio evolucionó al ritmo de los cambios de la ciudad que lo rodeaba, incorporando nuevos materiales y tecnologías tanto en las tumbas como en las lápidas. A medida que la economía de Cúcuta se tambaleaba debido a la crisis económica de Venezuela, el mármol tallado a mano fue dando paso a los cuadros vivientes de cemento diseñados con imágenes fotográficas digitales que representan a los difuntos en escenas religiosas o con objetos personales. En Cúcuta, la mayoría de los hombres que mueren jóvenes lo hacen de forma violenta, a menudo como víctimas de batallas entre grupos criminales. Los objetos photoshopeados en sus placas a veces documentan sus actividades delictivas, siendo las motocicletas (utilizadas en asesinatos de sicarios) y los AK-47 las imágenes más populares.

La tumba más visitada del cementerio pertenece a Fabio Isaza, un delincuente que operó en Cúcuta en la década de 1960. Aunque acabó muerto a tiros en las calles de la ciudad a manos de la policía, su fama perdura como Robin Hood local (un romántico precursor de las guerrillas urbanas), y su tumba está adornada con cientos de placas metálicas que la gente cuelga en las paredes para agradecerle que les ayudara a responder a sus plegarias.

Para muchos, los cementerios llenos de muertos que yacen en sus tumbas son lugares espeluznantes dignos de películas de terror. En el Cementerio Central de Cúcuta, el horror es real, con esqueletos a menudo desenterrados, sacados del cementerio para ser incinerados y luego devueltos a tumbas sin nombre para ocultar su identidad a las autoridades. El hecho de que los cadáveres de cientos de personas asesinadas en Cúcuta y sus alrededores se hayan colado de noche por la entrada trasera refleja el alto nivel de violencia que asola la ciudad desde hace décadas, pero también la connivencia de los gobiernos local y regional con grupos paramilitares ilegales.

Desde 2019 ha habido más de veinte masacres en Cúcuta, todas diseñadas para aterrorizar a los habitantes, las autoridades y los rivales comerciales dentro de la ciudad. Buena parte de las principales organizaciones criminales, grupos paramilitares y grupos disidentes de la guerrilla de Colombia operan dentro de Cúcuta. Las guerrillas y los delincuentes suelen concentrarse en las colinas de la ciudad o en los barrios más pobres. Los paramilitares y los jefes del narco viven en barrios ricos, mientras que sus gatilleros residen en zonas de clase media.

Hasta la década de 1990, la violencia entre las guerrillas y las tropas del ejército hizo estragos en la periferia de Cúcuta. A principios de los 90, las organizaciones paramilitares recién formadas se extendieron por todo el país, obligando a los grupos guerrilleros a abandonar los territorios que habían controlado, persiguiendo y asesinando a exguerrilleros, a sus simpatizantes y a cualquiera que se interpusiera en sus negocios (que incluyen el narcotráfico, la extorsión, el secuestro y el asesinato).

Las plazas principales y los campos de fútbol de muchos pueblos de las afueras de Cúcuta se convirtieron en lugares de ejecución y enterramiento masivo, mientras que los ríos locales se transformaron en fosas comunes. En 2000, un importante grupo paramilitar que operaba en la ciudad asesinó a varios trabajadores del sector del ladrillo en un pueblo situado justo al sur de Cúcuta y utilizó sus hornos para incinerar los cadáveres de sus víctimas. Dentro de Cúcuta se establecieron lugares de tortura y ejecución en aparcamientos y en una zona abandonada del mercado principal de la ciudad, y para muchos de estos asesinatos se utilizó el cementerio como vertedero principal.

Al deshacerse de los cadáveres de sus víctimas en fosas comunes sin identificar, los grupos militares y paramilitares consiguieron ocultar a la población la realidad de la violencia en Colombia. Durante décadas, los medios de comunicación oficiales hicieron creer a los colombianos que la guerrilla comunista era responsable de la mayoría de las muertes violentas en todo el país. Sin embargo, según el Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, la inmensa mayoría de las más de doscientas mil personas asesinadas durante el conflicto armado entre 1958 y 2012 (cuando la guerrilla de las FARC negoció un acuerdo de paz con el gobierno colombiano) fueron asesinadas por escuadrones de la muerte paramilitares que hacían el trabajo sucio de ricos terratenientes, industriales y políticos de ultraderecha en coordinación con el ejército colombiano, que a su vez eran supervisados, entrenados y abastecidos de inteligencia y armas por el gobierno estadounidense.

La mayoría de los guerrilleros que, según el gobierno colombiano, sus militares mataron en batallas por todo el país eran en realidad civiles inocentes (campesinos, estudiantes, periodistas, profesores, líderes comunitarios y activistas medioambientales), una práctica habitual conocida como «falsos positivos». Se calcula que en Colombia murieron más inocentes a manos de su propio gobierno que en todas las guerras sucias de Chile, Argentina y Brasil juntas. Para mantener este secreto, miles de cuerpos tuvieron que ser ocultados o desaparecidos.

La JEP, creada en 2017, ha estado documentando las masacres más atroces cometidas en Colombia, recogiendo testimonios directamente de los actores armados implicados. A miles de guerrilleros, paramilitares y militares que han participado se les han reducido las penas o han sido absueltos de crímenes pasados a cambio de información. Con estos testimonios, los investigadores forenses de la JEP están reescribiendo la historia del conflicto armado en Colombia al revelar muchos de los secretos más profundos y oscuros que las autoridades han intentado enterrar durante décadas. Como en las más clásicas historias de terror, los muertos siempre encuentran la forma de volver y atormentar a sus asesinos.