Por: Daniel Hawkins
Durante el pasado mes y medio Colombia ha vivido presa de una agitación social y política sin parangón en el último medio siglo. El 28 de abril comenzó una huelga nacional que ha ocupado las calles y avenidas de más de 600 ciudades de todo el país, una agradable aunque inesperada sorpresa para los dirigentes del comité de huelga y que ha pillado totalmente desprevenido al gobierno nacional, que no esperaba el alcance de la misma y su enorme apoyo popular.
Aunque en sus inicios la huelga estaba relacionada con el descontento popular producido por el proyecto de reforma tributaria propuesto por el gobierno, también supuso el resurgir de las grandes manifestaciones que inundaron Colombia desde noviembre de 2019 hasta febrero de 2020. Pero más que un reflejo espontáneo de la amplia crisis social instalada en Colombia desde hace décadas, el contexto actual presagia una explosión social mucho más profunda, general y trascendental.
Contexto nacional previo a la huelga
La aparición de la pandemia de covid-19 en Colombia al comienzo de marzo de 2020 fue una bendición para el gobierno. Tras cuatro meses de revuelta popular y las mayores manifestaciones de protesta desde la huelga nacional de 1977, la oportunidad de centrar la atención en un “enemigo común” permitió al presidente Iván Duque reforzar su menguante popularidad y fabricar la imagen de un dirigente fuerte y asertivo.
La pandemia y las políticas puestas en marcha para limitar la actividad social y económica sirvieron para que las protestas ya debilitadas perdieran fuelle sin alcanzar victorias políticas concretas, y para que el presidente y su gobierno se sintieran relativamente a salvo. En realidad, el cierre institucional del país abrió la puerta a un golpe de estilo ejecutivo a la democracia, permitiendo gobernar por decreto durante la mayor parte de 2020 sin que el sistema judicial mostrara disconformidad al respecto, y menos aún un Congreso plagado de parlamentarios procedentes de familias dinásticas envueltos en escándalos de corrupción y otros delitos (Reyes Ramírez, 2017).
A medida que el covid-19 acababa con el ya mermado sistema de salud privatizado, dejando a su paso casi 96.000 muertes a 14 de junio de 2021, las iniciativas del gobierno para mitigar el impacto socioeconómico de un año de políticas destinadas a contener la difusión del covid-19 fueron poco entusiastas, por decir algo. Mientras en gran parte del mundo se ponían en marcha paquetes de ayuda a los ciudadanos afectados por las políticas destinadas a contener la pandemia, en Colombia se decidió la estrategia fracasada de antemano de ofrecer ayuda a un pequeño porcentaje de los hogares más afectados mientras se pretendía proteger a las empresas mediante préstamos controlados y diluidos por el sistema bancario. Mientras los niveles de pobreza se disparaban en todo el país, hasta afectar a 21 millones de personas a inicios de 2021, el sistema de mitigación de la pobreza del gobierno, el Fondo de Solidaridad –con una ayuda de apenas 43 dólares al mes– llegaba solo a 2,6 millones de personas.
Cambio de horizonte para la acción política
A inicios de 2021, según los datos del Departamento Nacional de Estadística, el desempleo general llegó al 15%, estando el juvenil mucho más alto, al 23,9% y el desempleo femenino juvenil por encima del 31% –todo ello en un país en el que el trabajo informal supera el 63%, donde solo el 15% de la mano de obra alcanza el salario mensual mínimo legal, y donde el 48% gana incluso menos (Ortiz-Quevedo, 2021: 45). Al final de 2020, la pobreza monetaria había llegado a afectar al 42% de la población y, según un sondeo a escala nacional, cerca del 66% de los encuestados tuvo dificultades para cubrir los gastos de la familia en junio de ese año, mientras el 74% afirmaba que para mejorar la economía era necesario aumentar los impuestos a los ricos.
La respuesta del gobierno fue dar prioridad a la prudencia fiscal y anteponer los intereses de los acreedores internacionales y las agencias de calificación. Como consecuencia de la reforma fiscal aprobada por el Congreso por vía rápida en el auge de las protestas de 2019, así como de la reforma de 2016, que incrementó el impuesto de valor añadido (IVA) del 16% al 19%, el gobierno apoyó en 2019un proyecto de reforma fiscal que mantenía las exenciones y los beneficios a las grandes empresas y a los ciudadanos más ricos. Al mismo tiempo intentó financiar el coste de la respuesta a la pandemia mediante impuestos indirectos, que recaen desproporcionalmente sobre las clases media y trabajadora.
Pero en esta ocasión los colombianos, tan acostumbrados a soportar las adversidades, dijeron no. El presidente, que confiaba en que dicho proyecto de ley fuera aprobado con relativa facilidad por el Congreso, prometió no ceder frente a la presión pública. Pero desde el acuerdo de paz con el grupo guerrillero de las FARC Colombia es una sociedad muy diferente y, a pesar de las reticencias gubernamentales a aplicar dichos acuerdos, la gente ha salido a las calles en masa para mostrar su oposición a las políticas impopulares, con una energía no vista en decenios. Como último recurso para silenciar la resistencia popular, Duque apareció en la televisión nacional la víspera de las protestas, para pedir a los ciudadanos que se quedaran en casa durante la tercera ola de covid-19. Hubo incluso un tribunal que se atrevió a prohibir las manifestaciones debido al daño que pudieran causar a la salud pública, todo ello en vano.
La primera semana de la huelga nacional superó a cualquiera cosa que el país hubiera visto anteriormente: las calles de todas las ciudades estaban animadas con marchas, bailes, conciertos improvisados y expresiones artísticas de masas como gigantescos murales. También surgieron actos esporádicos de saqueo y vandalismo ante la decisión del gobierno de militarizar todas las ciudades grandes y pequeñas en las que las marchas y actividades de protesta habían mostrado fuerza y persistencia. Esta estrategia de contención seguía pautas bien conocidas: excesiva violencia del Estado frente a manifestantes desarmados, y una aparente colusión de la policía con grupos de civiles armados. Según diversos informes de organizaciones internacionales de derechos humanos, desde el 28 de abril hasta el 31 de mayo murieron 45 personas relacionadas con las protestas y otros 187 civiles fueron heridos, entre un total de 1.248 víctimas de violencia física, incluyendo agresiones sexuales contra mujeres por parte de miembros de las fuerzas armadas, así como 409 desapariciones forzosas (de las cuales 328 han sido “encontradas”).
Frente a tan severa represión, los manifestantes se atrincheraron y ampliaron sus esferas de influencia, levantando cientos de bloqueos por todo el país que lograron ralentizar el comercio y el transporte. Y a pesar de las tácticas violentas del gobierno, a comienzos de junio más de un 74% de la población seguía apoyando la huelga nacional.
Énfasis en la crisis institucional y política
No solo ha fracasado la respuesta del gobierno en forma de militarización del conflicto sino también sus iniciativas para sofocar el descontento mediante vagas promesas. Las actuales protestas han puesto de manifiesto la futilidad del poder político del presidente y de su gobierno, y la respuesta violenta del Estado es el mejor ejemplo de su debilidad y su crisis de legitimidad (Valencia, 2021: 37). A los pocos días del inicio de las protestas se hizo evidente la magnitud de su fuerza. Las manifestaciones obligaron al presidente a retirar del Congreso la propuesta de reforma fiscal y a aceptar la dimisión del tremendamente impopular ministro de finanzas. También sirvieron para abortar la propuesta de reforma sanitaria en el Congreso y, posteriormente, para forzar la dimisión de la canciller de Colombia, coincidiendo con el aumento de la condena internacional al modo en que el gobierno estaba gestionando la huelga.
La lucha en las calles continuó hasta el 11 de junio, encabezada por la juventud del país y por miles de comunidades marginadas y discriminadas, unidas en su oposición a la clase política y gobernante, pero también aparentemente desconectadas de la gestión institucional del movimiento de protesta de manos del Comité Nacional de Huelga. Este comité está compuesto por 20 miembros, principalmente sindicalistas, y una minoría de representantes de diversas asociaciones de transportistas, estudiantes y de la comunidad LGTBI. No obstante, aunque la preparación y lanzamiento de la huelga nacional del 28 de abril tuvo un tremendo éxito, la heterogeneidad, descentralización territorial y liderazgo de la juventud de los subsecuentes movimientos y actos de protesta han demostrado que la huelga ya no está bajo el control de dicho comité. Además, tras el progreso inicial, las negociaciones con el gobierno se atascaron cuando, justo después de la aprobación de un borrador de acuerdo sobre las garantías para las protestas sociales el 26 de mayo, el gobierno se retractó de dicho acuerdo, exigió el levantamiento inmediato de todos los bloqueos y comunicó que no firmaría ningún acuerdo hasta que hubiera un acuerdo global.
El 8 de junio, ante la intransigencia del gobierno, el comité de huelga abandonó formalmente la mesa de negociación, al encontrarse en una posición insostenible, en la tesitura de aceptar el farol de un gobierno carente de capital político y sin autoridad suficiente para poder convencer a los manifestantes discrepantes de todo el país de que pusieran fin a los bloqueos. Las iniciativas del comité para ampliar su base invitando a nuevas voces a unirse a su asamblea han sido notables pero insuficientes, y activistas de vanguardia en diversas ciudades han declarado que este comité no les representa. Según parece, el problema no son tanto las demandas como quiénes son las personas que les representan y cómo lo hacen. Lo que se ha puesto de manifiesto es la brecha generacional entre los manifestantes, principalmente jóvenes que se enfrentan al desempleo, el trabajo informal y la exclusión, y los líderes sindicales de mayor edad que, aunque se oponen con vehemencia a las políticas estatales regresivas y represivas, forman parte del tejido institucional existente, que ha demostrado ser anacrónico en el momento actual de revuelta social.
Tras casi 45 días de protestas y bloqueos la huelga parece haber llegado a su fin, pero el año que tenemos por delante promete estar pleno de agitación política y social. El gobierno, que había intentado aprovechar la pandemia para impulsar más leyes impopulares, especialmente la reforma de las pensiones y la reforma laboral, ha cambiado de planes. No obstante, el presidente Duque está buscando inútilmente recuperar cierta legitimidad al presentar proyectos tomados directamente de la lista de demandas del comité de huelga, especialmente un subsidio de renta básica para familias golpeadas por la pobreza.
El país está expectante, cada vez más dividido por la polarización política fomentada por la necesidad de crear miedo para vender programas de seguridad. Pero las protestas de 2019 y la huelga más reciente han mostrado claramente que en Colombia, tras los acuerdos de paz de 2016, cuando aumentaron la desigualdad extrema y las deficiencias estructurales, sembrar el miedo no basta para sofocar el deseo y la demanda de políticas más concertadas y cambio institucional.
Bibliografía:
Ortiz-Quevedo, CH (2021) ‘Another twist: the greed of the elites in the pandemic’ [en español], Pensar la Resistencia: Mayo del 2021 en Cali y Colombia, Documentos Especiales CIDSE 6.
Reyes Ramírez, E. (2017) ‘Corruption and the Colombian state’, [en español], Dictamen Libre, 21.
Valencia, AG (2021)¿Qué está pasando en Colombia? Power, legitimacy and the social crisis’ [en español], Pensar la Resistencia. Mayo del 2021 en Cali y Colombia. Documentos Especiales CIDSE 6.
Daniel Hawkins es coordinador regional para la construcción sindical de la Federación Internacional de los Trabajadores del Transporte (ITF) en América Latina y el Caribe.
Fuente: https://socialistproject.ca/2021/07/national-strike-in-colombia-trade-union-perspective/#more
Traducido del inglés para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
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