En América Latina las flechas de la historia vuelven a apuntar en direcciones contrarias. Salvo contadas excepciones, los países que lideraron los procesos democratizadores de la región durante las primeras dos décadas de siglo XXI están sufriendo una arremetida oligárquica feroz. Y, al mismo tiempo, países como México, Chile o Colombia, que se quedaron fuera del primer experimento progresista, viven una primavera democrática sin precedentes en la historia de sus países. Pero no todo es color de rosas para estos experimentos democrático-populares, amenazados por los poderes fácticos que no quieren ver mermados sus privilegios a costa del bienestar de las mayorías sociales. Entre estas amenazas hay una sobre la que me gustaría reflexionar con mayor detenimiento, a saber: qué papel están jugando los conglomerados mediáticos. Llevamos casi dos décadas observando cómo se repite un mismo patrón: cada vez que una fuerza popular asume la dirección del Estado los medios de comunicación hegemónicos le declaran la guerra.

Esto ha sucedido en países como Ecuador, Bolivia o Argentina y ahora es el turno de Colombia. A punta de fake news, inverosímiles tramas judiciales y un sin fin de dosis de malestar permanente, los medios tratan de erosionar el sentido común de la gente hasta identificar las causas de sus dolores personales o insatisfacciones vitales con la responsabilidad del líder popular. Expresiones como «Todo es culpa de Petro» o «El gobierno del Pacto Histórico es corrupto» son usadas para bombardear cotidianamente la psique colectiva del pueblo colombiano. Pero este procedimiento no es novedoso, lo vimos repetirse hasta el hartazgo durante años en Bolivia con Evo Morales, en Argentina con Cristina y Néstor Kirchner, en Brasil con Dilma Rousseff y Lula da Silva o en Ecuador con Rafael Correa. Todo ello coincide con moldear una atmósfera emocional de rechazo irreversible hacia esos gobiernos con el objetivo de atar el malestar psíquico de cada individuo al muñeco de paja elegido por el lobby comunicacional.

Y, para lograr esa atmósfera, se emplean todos los recursos de la imaginación. Se ha llegado a decir cosas como que Rafael Correa debía ser juzgado por influjo psíquico o que Cristina Fernández de Kirchner anotaba sus maniobras corruptas en un cuadernito que los escolares suelen usar para hacer sus tareas. Esto debería ser motivo de risa si no fuera porque detrás de estas afirmaciones delirantes existe otro poder bajo la sombra: una sórdida trama judicial que las sostiene y dinamita la gobernabilidad de nuestros países. Pero no solo su gobernabilidad. Si seguimos con el ejemplo de Ecuador y Argentina, esta pinza formada entre los conglomerados mediáticos y el aparato judicial ha erosionado los pactos democráticos de verdad. Y cuando una sociedad rompe sus pactos de verdad la palabra pública se degrada, el decir colectivo se pulveriza y los curiosos engendros políticos —que resultan del lazo libidinal entre conglomerados mediáticos y psicosis colectiva— toman la posta.

Javier Milei, Jair Bolsonaro o Daniel Noboa son un síntoma de esa degradación anímica que sufren nuestras sociedades. Por pensar algunos ejemplos: ¿cómo es posible que ningún entrevistador haya parado en seco a Milei cuando insultaba desaforadamente a diferentes mujeres de la política y del espectáculo?  ¿Cómo puede ser que no le preguntaran de dónde sacaba las cifras para sus fantasiosas y poco realistas fórmulas económicas? ¿O por qué hasta hoy ningún periodista le pregunta qué rayos hace el Gobierno argentino defendiendo genocidios y guerras que no le pertenecen y que sitúan al país en un estado de vulnerabilidad sin precedentes? Por mucho menos a Petro —quien ahora sufre en primera persona las embestidas mediáticas— lo interrumpen constantemente ante cada idea que intenta desarrollar, no sin antes sugerir que monopoliza el discurso con tintes autoritarios. Por qué para los medios hegemónicos el discurso de Petro es autoritario y el de Milei jocoso, ligero y divertido es un «enigma» digno de estudio.

Solemos poner el foco (y el goce) en las atrocidades que expresan y practican las figuras políticas de extrema derecha pero poco decimos sobre el papel que cumplen los medios de comunicación para hacer digerible y normalizar estas presencias en nuestra vida cotidiana. Más aún, cabría preguntarse hasta qué punto los discursos de odio, exclusión y disfrute en la crueldad que estos políticos profesan no fueron previamente cultivados por esos laboratorios mediáticos en sus programas televisivos y redes sociales. Esos mismos laboratorios que fabrican las noticias que luego asumirán la forma de sentencias judiciales contra los líderes de los gobiernos populares. El problema que atraviesa el progresismo es que experimentamos muchas dificultades para crear escenarios públicos que nos ayuden a vislumbrar la magnitud de este fenómeno y la responsabilidad que tiene el sector mediático-empresarial en todo este embrollo (o embrujo) fascista. ¿Qué tiene para decir de todo esto el periodismo? ¿Disponen los periodistas al interior de los conglomerados para los que trabajan de la libertad de expresión que tanto pregonan?  ¿Pueden hablar libremente sobre la captura corporativa de las emociones colectivas, la palabra pública y el control de los discursos?

Mucho me temo que no, ya que estos debates quedan opacados por la configuración de forzadas dicotomías y el uso de fantasías gastadas. No hay que desdeñar el papel que juega en todo esto la ideología del «mundo libre», cuya identificación de la izquierda y lo nacional-popular con el atraso, la corrupción y el autoritarismo contribuye a crear la dicotomía entre ese supuesto reino de la libertad y los gobiernos populares. Y, a partir de ahí, se ha construido una caricatura de sus líderes políticos, reproduciendo así todos los clichés del caudillo latinoamericano: individuos corruptos y despiadados que, mediante astutas técnicas de manipulación, harían coincidir la voluntad de las masas populares con su secretos y personales fines de dominación.

Los conglomerados mediáticos, por tanto, no hacen otra cosa que jalar de estos históricos prejuicios ideológicos para seguir alimentando la distorsionada oposición entre periodismo y gobiernos populares, como si estos últimos estuvieran en contra de la libertad de expresión.  Digo «distorsionada» porque este antagonismo que hacen manifiesto varios líderes políticos de la región no se plantea contra el oficio del periodista, la libertad de expresión o los medios de comunicación en tanto instrumento social, sino contra los inconfesados intereses privados que los conglomerados comunicacionales imponen a la agenda pública de manera encubierta y deshonesta.

Vamos a decirlo de manera muy sencilla: lo medios de comunicación son instrumentalizados para los fines privados de los holdings que los sostienen. Y cuando los gobiernos populares toman distancia de esos intereses económicos —lícitos o ilícitos (porque el negocio del crimen organizado es muy jugoso en nuestra región)—, y deciden gobernar para los intereses de las mayorías sociales, es decir, cuando gobiernan a favor de lo público, ese poder comunicacional no duda un instante en poner a su ejército de periodistas corporativos a destruirlos mediáticamente ¿Es periodismo lo que hace Revista Semana en Colombia? Pero no hace falta irse hasta los pasquines de extrema derecha para preguntarse esto. Pensemos, por ejemplo, en el portal informativo La Silla Vacía, que durante muchos años se mostró como el rostro más responsable del periodismo independente en Colombia. Durante la campaña presidencial del 2018, los directivos de este portal no dudaron un instante en sugerir que en todos los mundos posibles Iván Duque sería mejor presidente que Gustavo Petro. No les tembló el pulso en alentar a sus lectores a que votaran por un candidato sin experencia y de extrema derecha, cuyo discurso era una clara invitación a retomar la senda de la guerra, el crimen organizado, la consumación del narcoestado y el empobrecimiento masivo de la población. Petro, en cambio, que ya había sido alcalde de Bogotá con resultados muy positivos durante su gestión, era presentado como un populista peligroso, con sed de poder y con claros gestos autoritarios.

Lo que resulta curioso de esto que estoy tratando de analizar aquí es que la deriva corporativa y neoliberal de los medios de comunicación ha sido tematizada hasta el hartazgo por la ficción en series televisivas, películas taquilleras o novelas masivas, pero cuando nos sumimos en la realidad cotidiana nos comportamos como si esto no fuera así. Gran parte de la ciudadanía actúa como si estos conglomerados nos ofrecieran un relato descriptivo y desinteresado. Cuando, en realidad, estas prácticas no hacen otra cosa que despojarnos del derecho humano a la comunicación.  Ni siquiera sabemos qué queremos decir cuando hablamos de comunicar en contextos como los actuales. Este empobrecimiento de la comunicabilidad que obsesionó a los filósofos de la modernidad en los términos de un uso público de la razón abre las puertas a un empobrecimiento aún mayor, a saber: confundir la libertad de expresión con la dudosa noción de libertad de empresa. Y, con ello, entregamos al mundo empresarial el patrimonio de lo que debemos entender por libertad de prensa. Veamos un ejemplo.

Hace pocas semanas salió a la luz que el columnista colombiano Yohir Akerman, abanderado del periodismo independiente, ofreció sus servicios de «periodismo de investigación» para lavarle la cara a la cuestionada empresa bananera Chiquita Brands, envuelta en el financiamiento del paramilitarismo y la guerra en Colombia. No hay que olvidar que esta empresa es una versión renovada de la United Fruit Company, responsable de una de las masacres más sangrientas de principios del siglo XX, esa misma masacre que Gabriel García Márquez selló en la memoria de los lectores de Cien años de soledad. Resulta, entonces, que periodistas como Akerman, valga resaltar que críticos feroces del supuesto talante antidemocrático de los gobiernos populares, trabaja para proteger los intereses económicos de uno de los sectores más violentos de la oligarquía empresarial. Es curiosa la doble vara con la que algunos miden estas cuestiones. A pesar de denunciarse estos nexos con el paramilitarismo y la guerra, nadie duda en seguir considerando periodista a personas como Yohir Akerman. Sin embargo, si un comunicador social o columnista declara su apoyo a los gobiernos populares de la región, entonces ahí sí que se los acusa de propagandistas, demagogos o populistas. Pareciera que defender los intereses del mundo corporativo sí es compatible con el ejercicio del periodismo, pero simpatizar con un gobierno popular no. ¿Qué curioso?

Señalo este punto porque quizá es un buen momento para problematizar una de las mayores ingenuidades de nuestra época, a saber: la fantasía de que el periodismo es serio y riguroso cuando está liberado de la dizque sucias garras de la política. Esta fantasía, que en parte resuena con las viejas consignas del «arte por el arte» o del «conocimiento libre de ideología» — etiquetas reaganistas que fueron repetidas compulsivamente por la ideología del mundo libre—, están mostrando signos de agotamiento. Aferrarse a esta idea de «independencia» como única garantía de rigor y verdad encierra una trampa muy peligrosa: tal neutralidad es ficticia. Siempre habrá intereses políticos o económicos tramando el sentido común de los medios de comunicación. Y esto, lejos de conducirnos al pesimismo, debería posibilitar la actitud contraria. Es decir, debería permitir una idea del rigor y de la verdad periodísticas a partir de la certeza de que los medios de comunicación ocupan una posición social, orientan sus transformaciones y no escapan a las disputas ideológicas que se dan en todos los ámbitos del quehacer humano. ¿No funciona toda esta fantasía de la neutralidad periodística como la fachada perfecta para ocultar los nexos económicos de estos conglomerados comunicacionales con los agronegocios, el mundo financiero, el narcotráfico o la especulación inmobiliaria? Salir de este atolladero ficcional y explicitar la dimensión contenciosa de la práctica periodística puede ser un ejercicio de salud para nuestras repúblicas; y una oportunidad histórica para volver a pensar la función social de los medios de comunicación. Pero claro, eso nos revelaría una verdad incómoda, esto es: que la mayoría de los medios hegemónicos trabajan para los intereses de las clases altas y del mundo empresarial. Esta es la verdad que se busca tapar a punta de repetir la ficción de la neutralidad periodística y su rol normativo en la sociedad.

Hace pocos días Gustavo Petro inauguró el período de sesiones ordinarias del Congreso en la República de Colombia. Y ningún medio se interesó en seguir con rigor y seriedad todo lo anunciado en el recinto. ¿Por qué? Porque las medidas ahí anunciadas no eran para favorecer a los sectores privilegiados del país, sino para favorecer a las postergadas mayorías sociales. Más allá de ciertos errores y problemas estructurales aún irresueltos, lo cierto es que desde que gobierna el Pacto Histórico gran parte de la sociedad colombiana vive mejor. Todos los indicadores sociales han mejorado, el compromiso del Gobierno con el proceso de paz y la transición energética es ejemplar. La justicia social y ambiental son las consignas que organizan casi todas las políticas públicas y reformas estructurales propuestas durante estos dos años. El crimen organizado está acorralado, el combate al narcoestado y la voluntad de una transformación de la matriz institucional del país es clara, contundente y honesta.

La reforma agraria, ese gran nudo ciego latinoamericano, se ha convertido en la consigna a reforzar a partir de este año. Sin embargo, cuando escuchamos a los medios de comunicación pareciera que Colombia atravesara uno de los peores gobiernos de su historia; como si la larga noche criminal liderada por el genocida Álvaro Uribe Vélez fuera un detalle menor comparado con las atrocidades de Petro. Como si el desastre del gobierno de Iván Duque en materia económica y securitaria, que llevaron a Colombia a un estallido social nunca visto, fueran daños colaterales de un proyecto robusto y unas instituciones sólidas. Como si el proyecto de democracia de élite liderado por Santos, que asignaba a cada segmento de la población unas migajas en materia de derechos a costa de una paz a medias, fuera el mejor experimento que Colombia se pudiera permitir.  Se amplifican los errores de este gobierno popular hasta lugares insospechados, se arman artificiosamente casos de corrupción con narrativas rocambolescas, malintencionadas y cargadas de leguleyadas a las que nos tiene acostumbrada la cultura gamonal en Colombia. ¿Se dice algo de la reforma pensional que se acaba de aprobar y que le cambiará la vida a millones de adultos mayores? No. ¿Nos cuentan los medios cuántas madres cabeza de familia viven más tranquilas gracias las ayudas estatales que reciben y al hecho de que con este proyecto de país sus hijos no serán reclutados por el ejército, las guerrillas o el narcotráfico en una guerra sin fin que siempre la pagan los pobres en Colombia? No. ¿Es titular de algún periódico cada vez que los campesinos reciben tierras para volver a trabajarlas y reactivar la agricultura en el país? Tampoco. ¿Hemos visto a algún periodista de investigación estudiar por qué la calidad del pan ha mejorado notablemente y la leche ha vuelto a ser real? Menos. Nada de esto es compartido por el periodismo hegemónico. Y la lista sigue: ¿por qué casi ningún medio de comunicación nos cuenta que en dos años más de un millón de personas obtuvieron un empleo formal? ¿Por qué no es noticia que más de ochocientos mil jóvenes pudieron acceder de manera gratuita a la universidad pública siendo, muy probablemente, la primera generación en sus familias que pueden gozar de ese derecho?

Resalto estos logros porque deberían ser mencionados por los medios de comunicación que se jactan de ejercer un periodismo riguroso y responsable. Estos logros también ayudan a construir un estado de ánimo colectivo que permita trabajar las emociones sociales de otra manera. ¿Se imaginan que distintos serían los debates si los colombianos no fueran despojados de su derecho a una comunicación responsable? Mucho se habla del histórico despojo que nuestros pueblos sufren en materia territorial, cultural o educativa pero poco hablamos sobre el despojo comunicativo que sufrimos cuando los medios de comunicación pertenecen a unos dueños cuyo modelo de país excluye a las mayorías sociales. ¿No es un buen momento para empezar a discutir públicamente la historia de este despojo? Recuperar el derecho a la comunicación pasa, entre otras cosas, por tener una ley de medios que ayude a una verdadera democratización de los medios de comunicación.

Al enumerar estos logros no se clausura la importancia de la crítica y los cuestionamientos al gobierno del Pacto Histórico. Claro que se puede y se debe hacer un periodismo crítico, porque la crítica construye pactos de verdad, eleva el nivel del debate, democratiza la palabra pública y exige al gobierno que sea cada vez mejor. Pero una cosa es la crítica y otra muy distinta son las sórdidas fabulaciones que plantean periodistas como María Jimena Duzán, quien usa sus columnas para elucubrar sospechas contra las nuevas generaciones que tomaron la decisión de ocupar cargos de gestión en este gobierno del cambio. Usar el poder de los medios para instalar escabrosas sospechas infundadas, como hace Duzán y muchos otros periodistas, no es hacer periodismo crítico, eso no es exigirle al gobierno más y mejores políticas públicas para las mayorías sociales. No eleva el debate ni democratiza palabra. Continuar con esas prácticas llamadas «periodismo» es, si se me permite, seguir atrapados en la novela de la guerra, cuya erótica alimenta el fuego interior de la violencia que muchas figuras públicas de la política, la cultura y el periodismo mantienen viva como motor libidinal de la sociedad colombiana.

Que la sociedad colombiana haya elegido en las urnas al Pacto Histórico es un signo que debería ser atendido por el periodismo, puesto que con el triunfo de este gobierno popular se le ha puesto un freno de mano a la violencia política en Colombia. Ahora falta saber si las otras esferas de la sociedad también están dispuestas a ponerle un freno a la cultura del odio y a la destrucción compulsiva. El Pacto Histórico, como su nombre lo indica, es un pacto político en la historia del país, pero también es un pacto del orden del deseo. Es decir, es una invitación a trabajar el deseo colectivo e individual en otra dirección, por fuera de ese culto reverencial a la muerte. Este nuevo pacto del orden de la política y del deseo, es el camino para la construcción de una república viva. Esto es lo que los medios de comunicación y el periodismo responsable debería ayudarnos a construir en América Latina, honrando esa hermosa profesión que figuras como Martí supieron elevar en el continente.

Solo puedo cerrar estas reflexiones con la siguiente «expresión de deseo» para Colombia:

¡ Que seamos república y que aprendamos a sostener el deseo de vivir sabroso!