Seguramente neofascista ese país, por fortuna apenas imaginado, recibiría ipso facto el rechazo, ese sí justificadamente unánime, de la comunidad internacional. Por ello, pues, da grima ver a ciertos politicastros ansiosos por inspirar un gobierno como el próximo de Santos libre de oposición, sin estorbos en frente ni de lado, es decir, sin delanteros, ni mediocampistas, ni carrileros y menos defensas o porteros en el equipo oponente que le puedan ofrecer resistencia a las antojadizas y eventualmente arbitrarias ejecutorias gubernamentales.
Sin embargo, para iniciar con sensatez una discusión respecto de la urgencia de defender la existencia de una oposición política en Colombia, es necesario remontarnos al origen de la legalidad del Presidente electo a quien, según algunos de sus amigos y colaboradores, se le va a “montar” dicha oposición. El doctor Santos fue elegido como Presidente de Colombia por la expresa voluntad de 9.004.221 electores, lo que dentro de las leyes electorales vigentes le da pleno derecho a ejercer legítimamente el cargo. Pero de igual manera, debe tenerse en cuenta que, dado el censo electoral de 30 millones de ciudadanos aptos para votar, fueron cerca de 21 millones los que se abstuvieron de hacerlo por él, lo que en cifras redondas y para conceptos puntuales, quiere decir que los 9 millones que por él votaron tendrán por un periodo de 4 años el derecho a gobernar este país por sobre el deseo o la voluntad claramente mayoritaria de 21 millones de colombianos.
En consecuencia, ¿a quién podría ocurrírsele insinuar que las grandes mayorías nacionales no están en pleno derecho constitucional -y matemático- a formar corrientes opositoras al gobierno, sabiendo que es esta oposición mayoritaria -y así lo fuera minoritaria- la que precisamente le da validez y legitima dentro del marco de una democracia formal como la nuestra procesos electorales cuya finalidad no es otra que la de seleccionar a legisladores y gobernantes?
Y es que, hay que decirlo, la oposición no solamente es legítima en una Estado de Derecho, sino que es aquella expresión política que con mayor rigor legitimaría a un gobierno democrático.
¿Cómo, entonces, interpretar a un régimen minoritario, cualquiera que éste sea, que no propicie el desarrollo de una oposición que todos entendemos que no nace por generación espontánea, sino que proviene de las mismas irrebatibles leyes de la dialéctica?
Insólitos gajes de la democracia: las minorías manejando los asuntos del Estado en contravía del querer mayoritario. De tal suerte que, con este elemental argumento, podemos decir que la oposición al gobierno que se instala el próximo 7 de agosto no alcanza su legalidad y su derecho por voluntad del Presidente -que de pronto así lo quisiere-, o por la vía de la generosidad de quienes lo eligieron, o de quienes accedieron al Congreso o, en fin, de su equipo de gobierno.
Toda oposición, lo sabemos bien, es la que en una democracia hace la diferencia con los regímenes totalitarios. Además, le es consustancial al sistema democrático como quiera que le da la razón al equilibrio y a la equidad -electoral, en este caso- y sirve en beneficio del progreso y la justicia social si permite y protege un control político independiente y eficaz por parte de los perdedores en una contienda.
Estoy de acuerdo con Natalia Springer cuando dice que en Colombia, “al que cuestiona lo gradúan de mamerto”, o cuando señala que le preocupa oír que mencionan a la oposición como algo a lo que en “un acto de bondad, las mayorías otorgan licencia”. Y, claro, porque es al revés. Al menos para el caso actual, son unas enormes mayorías las que le están permitiendo a las minorías apropiarse del poder político y gobernar a sus anchas. Y son estas minorías, casualmente, las que ahora se extrañan de que el país esté reclamando y requiriendo de una oposición legítima.
Mockus, el farragoso profesor, critica a la oposición porque para ella, según su fino olfato político, “todo es malo”; él no quiere ser oposición, prefiere ser “deliberante e independiente” y al mismo tiempo una alternativa de poder (?). ¡Pobre Partido Verde! Muy otro hubiera sido su destino si Fajardo, Peñalosa o Lucho hubiesen sido sus candidatos.
Petro, afectado aún por su irremediable mal diagnosticado como “síndrome del converso”, que por querer tirarse a Carlos Gaviria y a Robledo terminó fue tirándose al Polo, resolvió inventarse el vergonzoso sainete de “cambio una oposición por una foto”.
Y el liberalismo, el conservatismo, Cambio Radical, y la U, todos a una ayudando a consolidar la Unidad Nacional porque “¿para qué la oposición?”
En fin, doctor Santos, así las cosas, duerma usted tranquilo.
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