Dicha iniciativa fue presentada por primera vez, por los representantes del uribismo, ante el congreso de la república, en Octubre de 2003. Para entonces, su nombre era el de“Ley de alternatividad penal” y con ella se pretendía conmutar las penas carcelarias para los paramilitares, responsables de crímenes de lesa humanidad, por penas alternativas o no carcelarias; todo a cambio de su desmovilización y colaboración con la “paz” del país.
En Febrero de 2006, en su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en el país, la Oficina del Alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, pidió la modificación de dicha ley argumentando que “La nueva ley ha incluido en su texto los derechos a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas, en respuesta a las observaciones formuladas por la Oficina. No obstante, esas disposiciones no son compatibles con otras de la ley. También faltan mecanismos adecuados para hacer efectivos los derechos a la verdad, la justicia y la reparación. En particular, la ley no exige la plena cooperación del desmovilizado con la justicia. La ley no exige su contribución efectiva para el esclarecimiento de los hechos. No es posible hacer justicia ni garantizar la reparación sin esclarecer la verdad” (1).
En Mayo de 2006, la Corte Constitucional colombiana declara exequible un gran número de disposiciones de dicha ley y pide una modificación que la ponga a tono, en especial, con unos estándares internacionales en materia de garantías y derechos de las víctimas. Pero el punto angular de las modificaciones exigidas por la corte, radicaba en la exigencia, para aquellos que pretendían acogerse a los beneficios de la ley de “Justicia y Paz”, de colaborar con el esclarecimiento de los hechos, todo ello, a riesgo de perder los privilegios jurídicos de esta ley (penas de entre cinco y ocho años de prisión) si la omisión de confesar algún crimen los pudiera vincular en el futuro con algún proceso penal, pasando así, a ser juzgados por la justicia ordinaria (2).
Fruto de este condicionamiento de la Corte Constitucional, se introduce un cambio radical en la dinámica de las audiencias de versión libre de los mandos medios y de los jefes paramilitares ante los fiscales de la unidad nacional para la justicia y la paz. Los recursos de la unidad de la fiscalía de justicia y paz quedan desbordados, y con las estremecedoras confesiones aparecen los indicios de la real magnitud de los crímenes del paramilitarismo y las implicaciones de los agentes estatales, de políticos y de los gremios económicos.
Otro de los grandes retos de todo este artificio jurídico era conseguir que la nueva “legalidad” reconociera un estatus de delito político para los paramilitares. Hágase la luz… y se les concedió el estatus de “sediciosos”: “También incurrirá en el delito de sedición quien conforme o haga parte de grupos de autodefensas cuyo accionar interfiera con el normal funcionamiento del orden constitucional y legal. En este caso, la pena será la misma prevista para el delito de rebelión” (el art. 64 del proyecto de alternatividad penal, que pretendía, y lo consiguió, modificar el artículo 468 del código penal interno).
Así pues, quedaba despejado el camino: se estaba negociando con actores políticos y no con responsables de crímenes atroces. Los paramilitares pasaron a seruno de los actores del conflicto interno y dejaron de ser un brazo más de uno de los actores del conflicto político-militar y social.
Naciones Unidas y la “lucha” contra la impunidad: la pieza que no encaja.
La posición de Naciones Unidas con respecto a todo este proceso de la ley de “justicia y paz” (y tengo que reconocerlo, tampoco creo que exista ninguna contradicción) ha sido más que vergonzosa.
Según la doctrina jurídica de Naciones Unidas para la protección de los derechos humanos, al menos para quienes crean en el sistema internacional de justicia, dice que están prohibidas las amnistías generalizadas e indiscriminadas para los crímenes de lesa humanidad.
También, según los desarrollos en materia de derechos de las víctimas de violaciones manifiestas al derecho internacional de los derechos humanos (recordemos el brillante trabajo de Louis Joinet) y de violaciones graves al derecho internacional humanitario, está bastante claro que en la actualidad no sólo basta con identificar a los autores de tales crímenes, también, las víctimas tienen el derecho a conocer la verdad sobre todas las circunstancias bajo las que se cometieron las violaciones, además, el derecho a ser reparadas con integridad.
Más aún, cuando Naciones Unidas hizo publicó su primer paquete de observaciones al respeto de “justicia y paz”, tenía pleno conocimiento de que todo este proceso jurídico que serviría de marco a las “negociaciones” con los paramilitares estaba viciado y que no sólo tenía problemas de forma. A todo esto se le suma, el pleno conocimiento, por parte de las misiones de funcionarios de Naciones Unidas en Colombia, de las continuas denuncias contra miembros del congreso de la república por relaciones con el paramilitarismo, cuando no, su participación directa en la conformación y amparo de estos grupos. Es decir, el supuesto proceso de desmovilización del paramilitarismo, era en realidad, un proceso de auto-amnistía, donde se daba la apariencia de haberse impartido justicia, con la premeditada intención de sustraer a los paramilitares de sus responsabilidades penales, tanto nacional, como internacionalmente. Así quedó de manifiesto en las conversaciones del Comisionado de Paz, Carlos Restrepo, según las grabaciones publicadas por la Revista Semana (3), en las cuales, el funcionario le transmitía a Mancuso y a otros paramilitares el objetivo fundamental de la argucia: el hecho mismo de que la ley de “justicia y paz” incluyera una simbólica pena privativa, era suficiente para bloquear la jurisdicción de la Corte Penal Internacional (CPI).
También, Naciones Unidas, había sido alertada sobre los riesgos que entreñaba la maquinación del gobierno de Uribe y de cómo, lograron enfilar los mecanismos legales, de tal manera que, desde el momento en que Colombia firmó el estatuto de la CPI (5 de Agosto de 2002), inmediatamente invocó la excepcionalidad que otorgaba el articulo 124 de dicho estatuto, que impediría a la CPI encausar crímenes de su competencia contra cualquier colombiano por el periodo de 7 años. Simultáneamente se declararía el periodo de amnistía concedido por la ley de “justicia y paz” (para entonces “ley de alternatividad penal”). Se creaba así una verdadera laguna de impunidad para los crímenes del paramilitarismo y todo ello con el aval de los diferentes órganos de Naciones Unidas.
Para entonces, Mayo de 2006, cualquier desprevenido podría excusar a Naciones Unidas bajo el pretexto de que el gobierno de Uribe tenía el derecho a intentar conseguir la paz (aunque fuera con sus amigos del alma).
Pero las convicciones también son tozudas, y en el último informe de la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, en su apartado “Derechos de las víctimas y ley 975″, en los párrafos 80, 81 y 85 (4), dicha oficina insiste en que el marco jurídico de “justicia y paz” obedece a un modelo de de justicia transicional.
Así por ejemplo, aunque esté harto probado que la finalidad de todo este proceso era engañar a la Corte Penal Internacional y posibilitar que los jefes paramilitares se vincularan a partidos políticos en la vida civil, esta dependencia de Naciones Unidas, insiste en seguir “trabajando con el gobierno para superar las dificultades”.
La cuestión esta bastante clara. No hay resultados porque no hay voluntad de juzgar al paramilitarismo, pero el sistema internacional de Naciones Unidas, que se arroja la bondad de proteger los derechos humanos, que además desarrolló una teoría jurídica y una tipología de crímenes atroces, ha sido incapaz de identificar que el Estado colombiano es el que ha permitido y promovido históricamente todo tipo de comportamientos contrarios a esta doctrina, prefiriendo así actuar de forma connivente con la elaboración más cínica y perversa creada ex profeso para perpetuar la impunidad en Colombia. Basta recordar la definición de crímenes contra la humanidad: las condiciones de su carácter generalizado y sistemático, cuya ejecución en Colombia sería totalmente imposible sin la permisividad y promoción del Estado.
Y es que hablando del derecho a la verdad, es decir, conocer con amplitud todas las circunstancias en que fueron cometidos los crímenes: planeación, ejecución, las motivaciones y por qué nunca se aplicó el castigo de los responsables materiales e intelectuales, el encubrimiento y la cordialidad de Naciones Unidas para con el proceso de “justicia y paz” promovido desde el Uribismo-paramilitarismo, es la violación más palpable a la que nunca hemos asistido del derecho de las víctimas a conocer la verdad.
La voz está dada: al Estado se le perdona todo, la razón suprema, la esencia del qué hacer político es la supervivencia del Estado, así sea canalla y despiadado como el Estado Colombiano. Y para que así sea, se construiran los artificios jurídicos y de lenguaje que sean necesarios para matizar y dotar de un aire ilustrado y científico a las estrategias de impunidad que se adelanten desde los gobiernos.
La pregunta es: ¿cómo quedan Naciones Unidas ante su propia definición de impunidad? Sobre todo en aquello de la voluntad para enjuiciar a los responsables.
Las disposiciones jurídicas de “justicia y paz” y en general del marco normativo de la desmovilización, no contemplan la reforma de las instituciones que fomentaron y permitieron los abusos de los paramilitares. Quién sirve a quién. A toda esta historia le falta la verdad que dolorosamente conocemos, pero que aún no ha sido juzgada: cuáles han sido las motivaciones de tanta crueldad. Pero que nos vemos en la penosa y peligrosa obligación de demostrarla ante dos sistemas penales, el interno y el de Naciones Unidas, postrados a los intereses del Estado. Lo que nos llevaría a pensar, que el Estado, tal cual lo conocemos en la actualidad, es un instrumento útil para algunos, más no para las mayorías y menos aún para las víctimas.
Surge pues, un gran interrogante en torno a la legitimidad de Naciones Unidas para ejercer como garante en la resolución política del conflicto interno colombiano, y eso va más allá del hecho de que como entidad jurídica internacional se niegue a reconocer el carácter político beligerante de las organizaciones guerrilleras colombianas. Una de las implicaciones más directa la encontramos en el tema de los acuerdos y compromisos humanitarios. Donde el gran escollo, además del trato desigual a ambas partes enfrentadas, han sido las exigencias, o mejor dicho, la ausencia de ellas, por parte de los garantes y acompañantes de los diálogos para con el Estado colombiano. Pues basta recordar, que uno de los grandes puntos, desde las primeras negociaciones entre las FARC-EP y el gobierno de Belisario Betancur y, que además ha estado presente en los sucesivos intentos de negociación de ésta y otras organizaciones como el ELN, ha sido el desmonte de los organismos de seguridad del Estado para los cuales esté probada su participación en el paramilitarismo.
En todo este asunto nos queda por plantear sólo una cuestión: el papel que juega la izquierda democrática y algunas de las organizaciones de defensa de los DDHH en Colombia. Una izquierda sumisa y ambiciosa que se ve a sí misma en el poder y gestionando todos aquellos recursos estatales, sólo por el hecho de considerarse buenos entre los buenos, que ni se les ha pasado por la cabeza que cualquier desenlace concluyente en Colombia, tiene que pasar, necesariamente, por el desmonte y la refundación de todas las instituciones que hasta el momento han propiciado todo el inmenso dolor de nuestras familias. En Colombia, por ejemplo, sería imposible alcanzar una justa distribución de la riqueza y del bienestar sin el previo desmonte del ejército y la policía política nacional, del sistema de jueces y fiscales corruptos, del modelo fiscal que margina a quienes viven de su trabajo y premia a los explotadores……
De los técnicos-profesionales en defensa de los derechos humanos, basta decir que, muchos de ellos, bastante adiestrados y sumisos, aún no han dicho nada del atrevimiento de Naciones Unidas al equiparar impunidad con justicia transicional (aunque crean en este concepto y conozcan la letra menuda de lo que, según reza el invento, sería la transición perfecta y feliz a una democracia: como en Sudáfrica, Guatemala, Chile, Bolivia, Argentina, etc.).
Pues ellos prefieren, con aire ilustrado, hablar de crisis conceptual en la interpretación del sistema internacional actual de protección de los derechos humanos y también en la interpretación del Derecho Internacional Humanitario. Todo y más, pero jamás se atreverán a decir que está amañado y que su desarrollo viene marcado por los intereses de los Estados y no por los intereses de los pueblos: vida en derecho y dignidad y libertad.
(1) Ver informe de la Oficina del alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos: www.hchr.org.co.
(2) Ver el resumen de las sentencias: www.corteconstitucional.gov.co/inicio/cuadroleydejusticiaypaz.php.
(3) Revista Semana Nº 1169, 6 de Octubre de 2004.
(4) Ver www.hchr.org.co. Informe 2009.
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