Por: Hugo Moldiz Mercado
¿Es una exageración afirmar que el presidente Evo Morales lleva adelante las tareas pendientes del siglo XIX y XX, y que ahora se encuentra encaminando la agenda del siglo XXI?
Una revisión crítica de la historia larga de Bolivia y un balance político lo más objetivo posible, deberían conducir a reconocer –en la academia, la intelectualidad y la política-, que este líder indígena sí rompió varios mitos y demostró que con compromiso, trabajo y firmeza es posible dar un giro positivo a la vida del país y de los bolivianos y bolivianas.
Bolivia surgió como república en 1825, producto de las gestas independentistas latinoamericanas que, para reivindicar con orgullo, empezaron en el primer grito libertario de 1809 en la ciudad de Sucre, según la historiografía oficial. Sin embargo, sería un acto de injusticia desconocer que el punto de ruptura con el invasor europeo tiene en el tiempo más corto a la llamada revolución negra en Haití (1779-1804) y en su tiempo más largo a las resistencias y sublevaciones indígenas apenas conquistado el Abya Yala (nombre originario de continente americano).
A pesar del gran deseo de Bolívar y Sucre por construir una patria grande con justicia social, el edificio sobre el que se asentó la república de Bolivia contó desde el inicio con cimientos solo destinados a cambiar las formas de la colonialidad del poder. Ni la revolución francesa ni la ilustración influyeron predominantemente en las revoluciones independentistas del siglo XIX en Nuestra América. Lo hizo más la norteamericana. Al igual que la retórica liberal y la práctica esclavista y colonial desprendida de la independencia de los Estados Unidos (libertad solo para blancos, esclavitud de los negros y exterminio de los indios), la estructura económica y la superestructura político-jurídica de la naciente Bolivia (al igual que muchos países de la región) se construyó y se reprodujo por cerca de dos siglos sobre la base de la dependencia económica, el freno a la industrialización, la ausencia de soberanía nacional, la exclusión indígena, la discriminación de la mujer y la existencia de un Estado aparente que no expresaba ninguna sensibilidad ante la exclusión de las clases subalternas, principalmente indígenas, de la vida social.
En el siglo XX, la Revolución Nacional pretendió ser una respuesta a esa nuestra condición interna y externa. Las tres medidas lanzadas por el gobierno del presidente Víctor Paz Estenssoro en su primer mandato (sufragio universal, nacionalización de las minas y reforma agraria) tienen dos fuentes interrelacionadas y en contraposición: en primer lugar, el ideario de la pequeña burguesía que al finalizar la Guerra del Chaco se propuso destruir los cimientos de la estructura minero-feudal, e insertar al país en el camino de un capitalismo moderno por la vía de una burguesía nacional en el poder y una economía de estado. Independientemente de que hablar de feudalismo no se ajusta a la realidad latinoamericana, pues como dice Engels esa forma de organización de la vida social es un “fenómeno típicamente europeo”, los hechos muestran a un nuevo bloque en el poder no solo continuista de las diversas formas de exclusión de obreros, campesinos e indígenas del Estado, sino que muy rápidamente claudica ante las manos de EEUU, que al finalizar la II Guerra Mundial adquiriere su papel de imperialismo hegemónico. En segundo lugar, otra de las fuentes de esa revolución han sido las largas luchas del proletariado minero y fabril, de campesinos e indígenas, y de sectores populares por cambiar el carácter de la economía, de la democracia y de todo el sistema social. La protoburguesía se elevó a la categoría de burguesía. Política y económicamente débil y sin proyecto de patria (y por lo tanto sin misión histórica de burguesía), ese bloque dominante en el poder tampoco llevó adelante las tareas pendientes de una revolución burguesa que mínimamente se respete. Ese bloque dominante se entregó al imperialismo estadounidense y junto a eso entregó la patria.
Bolivia llegó así al siglo XXI. No es que no se libraran luchas para cambiar el “orden de las cosas”. Ahí están las experiencias de las luchas después de 1952 por conquistar el control obrero en las minas privadas y la cogestión en COMIBOL, la resistencia campesina a las nuevas formas de reconcentración de la tierra en pocas manos, la convocatoria de los pueblos indígenas a su reconocimiento de su condición de naciones y al principio de la autodeterminación, la gesta guerrillera del Che y Teoponte, la instauración de la Asamblea del Pueblo, las resistencias a las dictaduras militares sangrientas instauradas en América Latina por decisión de la gran democracia estadounidense, y el gobierno reformista del doctor Siles Suazo secuestrado por el oportunismo de sectores de la UDP y la derecha opositora. Se libraron todas estas luchas y se conquistaron victorias parciales. Pero Bolivia siguió siendo la misma.
Bolivia empezó a cambiar desde enero de 2006. No es una casualidad ni mucho menos gracias a un momento favorable debido solo a los ingresos obtenidos por los altos precios de las materias primas como suelen decir políticos e intelectuales opositores para desmerecer al gobierno de Morales. Es verdad que el gobierno del proceso de cambio se benefició de altos precios, pero también es cierto que en los últimos tres años enfrenta un descenso en los mismos, pero con una economía que es la que mas crece en la región. Así que no es esa sino otra la explicación de lo mucho que se hizo en apenas once años.
La explicación de fondo nos conduce al viejo debate dentro de la izquierda latinoamericana. En el siglo XX la discusión giraba entorno al carácter de la revolución: si por etapas o permanente. Los partidarios de la primera incluso sostenían que sectores “progresistas” de la burguesía podían liderar o formar parte del bloque en el poder para el cumplimiento de las tareas pendientes de la revolución democrático-burguesa. Los segundos negaban esta posibilidad pero solo le atribuían esa misión al proletariado.
Felizmente para el rumbo revolucionario del país surgió, desde principios de la década de los noventa, una fuerte corriente de izquierda que en la teoría y la práctica buscaba superar esas concepciones erróneas de la revolución para un país como el nuestro. Evo Morales fue parte de esa nueva camada de dirigentes indígena campesinos que impulsaron un acercamiento y articulación del pensamiento originario indígena campesino con el pensamiento de los trabajadores de las minas, las fábricas y las ciudades. En ambos lados estuvo presente el ideario marxista. Se resistió así y luego se derrotó al neoliberalismo legitimado por la democracia viable y controlada de los Estados Unidos que en Bolivia adquirió la forma de democracia de pactos.
En once años el gobierno indígena campesino y popular liderado por el presidente Evo Morales ha logrado: sentar los cimientos de un Estado Plurinacional que represente el interés general de todos y está desmontando los dispositivos de la colonialidad del poder; está construyendo una economía independiente (industrialización, control de los recursos naturales, bolivianización de la economía y otros) y soberana políticamente, y ahora se encuentra, a través de la Agenda 2025 por ejemplo, preparando condiciones para que Bolivia ingrese con fuerza y éxito a encarar las duras exigencias del siglo XXI.
Esa Bolivia del siglo XXI es la Bolivia no capitalista. Es la Bolivia socialista y comunitaria de la que alguna vez ha hablado el presidente Evo Morales. Es la Bolivia en la que se protege al ser humano y a la naturaleza y en la que se erradica toda forma de pobreza (material, social y espiritual).
Esa Bolivia de esperanza no hubiera sido posible sin el ingreso a su condición de bloque dirigente y dominante del sujeto indígena campesino, obrero y popular, y sin que éste tuviera a su mejor hijo: Evo Morales.
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