Lo último que hizo Germán en su vida fue ayudarme. A los días de conocerlo y sin que nadie pudiera imaginarlo, él iría a la clínica por una radiografía, pero no volvería a salir de ella con vida. De esto, hace un año ya.
Era la noche del domingo 12 de enero del 2020, en la ciudad de Salta, Argentina. Salta la linda, como merecidamente le dicen, me recibía con su perpetuo clima húmedo y un calor que para los locales no debía ser tanto, pero que yo, que llegaba de las montañas del altiplano boliviano, sentía con intensidad.
Llegué a Salta montado en un pequeño taxi que me traía desde Jujuy, a donde a su vez, arribé en un bus desde La Quiaca, en la frontera con Bolivia.
En el camino a Salta, nos llovía con abundancia, serían las ocho y pico de la noche y desde el asiento de atrás, miraba caer las gotas de lluvia, sobre el vidrio del Volkswagen, que teñidas de dorado por las luces de los coches que venían de frente, eran barridas sin piedad, una y otra vez por el parabrisas.
Habían pasado 48 horas desde que emprendí el viaje y en todo ese tiempo, lo único en que pensaba, era en los tristes ojos cafés de mi pequeña hija, que había ido a despedirme a la terminal de Cochabamba. Para entonces, ni imaginábamos todo lo que traería esta travesía obligada, que terminaría alargándose por casi un año, por culpa del golpe de Estado en Bolivia y de la pandemia del coronavirus.
Debo confesar que salí de Bolivia muerto de miedo y de pena, y que esos sentimientos confluían el momento en que crucé, ilegalmente, la frontera con Argentina.
Me sentí expulsado de mi propia patria, como esa bala perdida, disparada por los que mataron en Sacaba y Senkata, salí empujado por una fuerza indescriptible, formada por una maraña de sentimientos, que me obligaban a irme, para mantener intacta la dignidad, que es lo único que no debe perderse, cuando lo estás perdiendo todo.
Preocupado por lo que me esperaba en un país que no conocía bien, desde que pisé suelo argentino me puse en contacto con la Liga de Derechos Humanos, quienes alertados sobre la situación en Bolivia estaban ayudando a muchos que, como yo, eran víctimas de la persecución política y obligados al exilio.
Así fue como conocí al activista, sindicalista y comunista German Lozano Cazón, boliviano naturalizado argentino, que fue a buscarme hasta el centro de la ciudad de Salta y a quien esa noche me acerqué, con mi paso pausado por el peso de las dos mochilas que llevaba en la espalda y que contenían lo único que pude traer desde Bolivia, en una de ellas mi infaltable cámara fotográfica.
Sentado en el asiento del conductor de su auto rojo, menudo, tan moreno como yo, coronado por una abundante cabellera blanca, con sus 80 años haciéndole mella, me sorprendió ver a este excepcional hombre al mando de un coche. Cuando llegué a su ventana, me miró desde abajo, a través de los cristales de sus lentes enmarcados en una gruesa montura negra, soltó el bastón de la caja de cambios y sacó su mano para dármela: ¡bienvenido a Salta! me dijo con una sonrisa, mientras apretaba la mía. Atiné también a sonreír y a decir gracias, agachando ligeramente mi cabeza en señal de respeto, mientras pensaba en que las apariencias engañan: la fuerza no tiene mucho que ver con la juventud o la musculatura, sino con otra cosa, que días más tarde entendería.
Aunque sentía que detrás de este octogenario de roble podía estar una historia de vida extraordinaria, a esas alturas no imaginaba que acababa de conocer a un auténtico revolucionario.
En el trayecto a su casa, en su intento de darnos aliento, nos contó que él también fue víctima de las dictaduras, cuando tuvo que salir de su natal Tarija a los 20 años, a causa de su militancia comunista. Pero no sólo eso, 13 años más tarde y ya con tres hijos, tuvo que volver a salir al exilio y regresar a Bolivia, huyendo de la dictadura argentina. “Así como en el exilio se pierde, todo se vuelve a construir”, dijo y agregó, “Yo lo sé, porque me pasó dos veces, dos veces lo perdí todo y dos veces lo recuperé”.
Con nosotros, en el coche iban tres personas más. Cristian, otro exiliado, que había llegado antes y que también se acogía al “protectorado” de Germán; Chelo, ese amigo y hermano que vino desde Bolivia sólo por acompañarme en este trance obligado y vital, y Bertha, la digna hija de Don Germán.
Pero, ¿qué había ocurrido en Bolivia para que todo esto pasara? Dos meses antes, el 09 de noviembre del 2019, había renunciado el presidente legítimo del país, Evo Morales, presionado por sendas movilizaciones sociales en algunos centros urbanos, motivadas por las denuncias de un supuesto fraude electoral, en las elecciones del 20 de octubre, acusación que hasta el día de hoy no ha podido probarse, lo que motivó a la instalación de un gobierno apoyado por militares y policías, y que para quedarse, además de haber instalado un proceso de persecución política contra cientos de ex funcionarios del anterior gobierno, entre los que me encontraba, habían asesinado a más de una treintena de personas en las masacres de Sacaba y Senkata.
“Lo que está pasado en Bolivia es una dictadura en todas sus letras”, me dijo Germán, esa noche, cuando estábamos en el comedor de su casa, en una tertulia que se prolongó por horas, pero de la que él se tuvo que retirar, porque lo aquejaba desde hace algunos días, un intenso dolor en la pierna, por lo que al día siguiente tenía planeado ir a la clínica a una revisión.
En algunas personas la fuerza brota desde sus convicciones y eso sentí cuando estreché la mano de Germán Lozano. Intrigado por esa sensación que ocurre sólo cuando sientes que conociste a alguien especial, esa noche, pregunté a los demás exiliados, quién era este señor, y que lo motivaba a abrirnos su casa, a aclararnos que no había fecha para irnos, que nos ofrecía cama y comida, y que estaba dispuesto, incluso a tolerar sus dolores físicos, conducir su coche por horas, para ayudar a personas que no conocía.
Resulta que estas acciones no eran una excepción en la vida del Germán Lozano, sino, más bien la regla. Con el paso de las horas y los días, me fui enterando quien era nuestro protector.
Una vez en suelo argentino, urgía que regularice mi situación de ilegal, por lo que a la mañana siguiente Germán se ofreció a llevarme a la oficina de migraciones para que inicie el trámite de refugiado político. Ocurrió así, me dejó en la puerta y se preocupó en darme toda la información necesaria para hacer el trámite y para moverme en la ciudad.
El papeleo para mi refugio, luego de presentar una serie de documentos que probaban que mi vida y seguridad, con el nuevo gobierno en Bolivia, estaba en peligro, duró tres días, los mismos que Germán permanecería en la clínica antes de ponerse mal y fallecer la madrugada del viernes 17 de enero.
En la década del 60, Germán Lozano Cazón, que nació en el 1939, hostigado por la dictadura de René Barrientos Ortuño, como otra bala disparada por los golpistas, tuvo que salir de Bolivia. Para entonces era considerado ya como un “sujeto peligroso”, porque andaba citando a Marx, predicando cuestiones “prohibidas” como la plusvalía, la lucha y la conciencia de clases en los campamentos de trabajadores. El hecho que lo obligó a salir, según reporta el periódico El País de Tarija, fue cuando hombres armados, fueron a buscarlo y para evitar que se lo llevaran con rumbo desconocido, unos amigos militares suyos, habían disparado unos cuantos tiros al aire mientras él escapaba.
Con 21 años, Lozano cruzó por primera vez la frontera con Argentina, una vez en Salta, gracias a que acababa su carrera de técnico en electricidad, encontró trabajo rápido. Así empezó una nueva vida donde engendraría tres hijos a los que criaría prácticamente solo y dónde construiría una sólida reputación de defensor de los derechos humanos y de los trabajadores a quienes representó por décadas en el sindicato de la poderosa estatal Luz y Fuerza.
Ese lunes 13 de enero, luego de varias entrevistas, formularios y otros, pasado el mediodía, fui a la clínica a encontrar a Germán que había estado haciéndose diversos chequeos médicos y que estaba listo para volver a su linda casita rural donde nos hospedaba, en las afueras de Salta.
Para que encontrara más rápido el lugar, Bertha había ido a darme encuentro, pero cuando volvíamos, vimos a Germán que nos esperaba en la puerta, con un semblante que no auguraba nada bueno. “Creo que mi papá no está nada bien”, me dijo Bertha al verlo. Agarrado del brazo de Cristian, que también lo había acompañado, vi como nuestro “comandante” temblaba, como si el frío, inexistente en esa época de pleno verano, le penetrara los huesos.
Insistimos en que debía volver a entrar a la clínica. Cerca de las cinco de la tarde, lo volví a ver ya estabilizado, me sonrió como en la noche anterior y preguntó sobre las diligencias de la mañana. Me alegré porque lo vi sonriente, preocupado porque me den “el papel”, preguntando otra vez por sus “protegidos”, indagando sobre si los funcionarios me habían tratado bien, le dije: “No he recibido de nadie, ni siquiera, una sola muestra de displicencia”.
Aunque Germán debía quedarse un par de noches, nos fuimos tranquilos, esperando su retorno. Esa noche el tema fue él, su salud y algunas de sus hazañas cómo cuando ayudó a tanta gente en los golpes de Rafael Videla, de Augusto Pinochet en Chile, de Hugo Banzer y ahora de Jeanine Áñez.
Ahí me enteré que había sido protagonista en cuatro procesos judiciales, uno de ellos, conocido como “Megacausa Salta”, donde se juzgaron a 16 militares y un civil por la desaparición y muerte de 34 personas, en la dictadura de Videla, o por ejemplo, que a menudo daba talleres a niños a los que explicaba las consecuencias de vivir bajo el yugo de los gobiernos de facto. También supe, que a sus ochenta y pico, asistía a marchas y movilizaciones reivindicando causas sociales; la última, hace solo unas semanas cuando marchó junto a los trabajadores de la prensa de Salta, quienes exigían estabilidad laboral.
Al día siguiente, tras salir de migraciones, fui a visitar a Germán. En cuanto me vio, inquieto, preguntó cómo me había ido, la alegría que demostró cuando le dije que el gobierno argentino había aceptado mi solicitud de refugiado, hizo que lo mirara a los ojos, en los que encontré un brillo singular, el que avisaba, ahora lo sé, lo que sucedería dos días después.
“No sé qué hubiéramos hecho si el gobierno de Macri hubiera seguido, esta solidaridad sería imposible”, dijo, refiriéndose a que al día siguiente mi status en argentina cambiaría de ilegal al de refugiado político, el mismo que me otorgaba todos los derechos y obligaciones como un ciudadano de ese país.
“Me siento bien, no sé para qué me tienen aquí”, nos dijo. Y era cierto, se lo veía repuesto y alegre y además sus ojos, si, esos ojos que no dejaban de brillar. Esa sería la última vez que lo vi. Esa noche, de manera repentina, su estado se agravaría.
La vida de Germán Lozano se fue apagando entre el miércoles 15 y el jueves 16. El viernes 17 de enero, fecha de la fundación del Partido Comunista de Bolivia (PCB), cerca de las 06.00, aún dormitaba en la cama que me habían dado en la pequeña cabaña detrás de la casa principal. Por momentos, miraba las gotas de rocío que se habían posado en el filo de una ventana, cuando terminó por despertarme la vibración de mi teléfono móvil. Antes de contestar miré fijamente la pantalla, decía: Bertha Lozano.
Una llamada de la hija de Germán a esa hora, pensé, sólo podía significar una cosa, que el camarada Lozano Cazón nos había dejado.
La muerte de Lozano causó impacto en diversos círculos de la sociedad argentina y también en Bolivia. Artículos y notas de prensa en medios de comunicación, necrológicos, pésames y muestras de cariño y otras formas de reconocimiento, se hicieron patentes para celebrar su vida y acompañar a su familia en el proceso de asimilar su desaparición física.
Mientras Germán Lozano vivía los últimos días de su vida, como había vivido siempre: ayudando y comprometiéndose con causas humanistas, en el mundo, a esas alturas del año 2020, ya se hablaba, cada vez con más intensidad, de un hecho que terminaría marcando esta parte de la historia, la pandemia del coronavirus.
El 20 de marzo de ese año, a dos meses y tres días de la muerte de Germán, cuando ya estaba casi dos meses viviendo en Buenos Aires, el gobierno argentino declaró la cuarentena rígida por la presencia de la covid19 en el país, por lo que viviría los siguientes siete meses, encerrado en la habitación 305 del hotel Quagliaro, al que llegué junto a otros exiliados, gracias a la solidaridad de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), los dueños del establecimiento.
Los antiguos griegos decían que el destierro o el exilio eran incluso castigos peores que la pena de muerte y a mí me tocó entender el significado de ese pensamiento en el casi año en qué viví fuera de Bolivia, pero especialmente en esos siete meses, y aunque eso es parte de otra historia, lo que sigue siendo parte de ésta, es el recuerdo de los dos destierros que sufrió Germán Lozano y su fuerza para sobrellevarlos, ejemplo, que nos ha servido a varios exiliados para renovar fuerzas en los momentos más aciagos.
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